Tradúcelo como puedas
La traducción, ese ejercicio de entendimiento entre pueblos que, en un momento dado, sirve a los conceptos de globalización y hermanamiento, y del que los españoles estándar hemos dependido para el disfrute de los espectáculos y los objetos de la cultura popular. Sabemos de sobra que la traducción es complicada y creativa, todo un arte en sí misma, ya que por cualquier razón no puede ser literal. En la lírica, una traducción literal rompería el ritmo; y en la prosa más prosaica quedarían muchas cosas al aire, desconocidas de todo punto por el país receptor –en este caso, España–. Por eso hay que crear… hay que innovar.
Por no hablar de, en concreto, los americanos. Los yankees estos que no dejaban de fabricar y estrenar cintas, con artistas de nombres dificilísimos y expresiones -que ellos también tienen- de vocabulario restringido, refranerío popular y contracción ininteligible. Vocablos de nombres, apodos, lugares y comercios de todo punto ajenos a “Manolo”, “Algarrobo”, “Zaragoza” o “El Sepu” que eran como más de aquí, de automática vocalización en seco castellano. De esta manera, hits cuya coña marinera residía precisamente en tal palabro, como la exitosa saga de Beverly Hills Cop que diera a conocer al cómico Eddie Murphy fuera de sus fronteras, y que aquí, que no teníamos ni puta idea de lo Beverlly Hills era el “Barrio de Salamanca” de Los Ángeles. Aquí, el único barrio de L.A. conocido por el vulgo era, cómo no, Hollywood; así que… ¿por qué no? Tróquese Beverlly Hills por Hollywood, añádansele unas gotas de creatividad y reclamo para chavales –para esto el “super” siempre viene bien– y estrénese como Superdetective en Hollywood. En cuanto los españoles lo pronunciamos de corridillo cuatro veces seguidas con, más o menos, exactitud, Superdetective en Hollywood (Beverly Hills Cop. Martin Brest, 1984) se convirtió en el mismo hit que en los USA, y la gente anduvo imitando a Murphy (bueno, más bien a Juan Fernández, su doblador) por la calle sin pudor. ¡Si no sabíamos lo que era Sunset Boulevard, que lo llamamos El crepúsculo de los dioses, ¿cómo íbamos a saber lo que era Beverly Hills?!
Inciso: verán que la elección de Superdetective en Hollywood (Beverly Hills Cop. Martin Brest, 1984) no es al tun-tún cuando me vean volver sobre el título.
Otras veces, cambiamos la cosa por mor de la poesía, la belleza y la originalidad. Generalmente sale bien, como en el caso de La Jungla de Cristal –mucho mejor que Die Hard, ¡dónde va a parar!–, en perfecta analogía con el edifico Nakatomi donde transcurre la acción y el dramático momento de Willis con los pies acribillados de sílice. La pena es que dejara de ser válido en cuanto el hit era demasiado hit y surgían las secuelas.
En pleno fervor “metralletil” de Rambo y otras “vietnamerías”, La Jungla de Cristal describía al espectador del póster al tiempo que engalanaba el asunto. Lástima que la segunda entrega de la saga transcurriera en un aeropuerto, y la tercera a lo largo y ancho de Manhattan, que si no… Por supuesto, no se pudo cambiar la cosa sobre la marcha. La Jungla del aire y Manhattan: La Jungla 3, abrían perdido demasiado al espectador. El cristal ya no pegaba, pero había que mantener, al menos, la palabra “jungla”. Todo el embrollo acabó con La jungla de cristal (Die Hard. John McTiernan, 1988), en seguida conocida como “la primera” o “la del edificio” –el poder de la traducción escapa a la denominación urbana, siempre–; La jungla 2: Alerta roja (Die Hard 2: Die Harder. Renny Harlin, 1990), donde ya no había cristal; la exquisitez adelantada a su tiempo Jungla de cristal III: la venganza (Die Hard with a Vengeance. John McTiernan, 1995) que recuperó –¿por qué no, si andábamos por rascacielos otra vez?– la cristalería para su título; la por momentos interesante pero lamentablemente fallida La jungla 4.0 (Live Free or Die Hard. Len Wiseman, 2007); y la de todo punto prescindible La jungla: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard. John Moore, 2013), más conocida como “la cinco”, que transcurre en Rusia y lo de “jungla” lo tiene un poco porque sí, pero había que ponérselo. En fin… berenjenales en los que el público se mete muy a gusto porque sólo requiere una palabra y un careto para relacionar.
En ocasiones, tales líricas resultan failures del todo. Cuando directamente no parten de un error de base. Como ocurrió con la mítica serie televisiva, drama social policíaco, Hill Street Blues (Steven Bochco, Michael Kozoll. 1981-1987), que todo español de Dios vivo en los ochenta conocía por el melancólico Blues de su cabecera, una canción que en aquellos tiempos el populacho solo era capaz de definir como “triste” –¿qué quieren?, todavía no había salido Jazz entre amigos–.
En los USA, se jugaba con la analogía del género musical (blues), y el apodo con el que eran conocidos los policías, los “blues”, porque iban de azul –algo así como con nuestros “grises”–. Con lo cual Hill Street Blues debía poder entenderse como Los “azules” de Hill Street o, si acaso, El Blues de Hill Street. Como no se tenía ni idea de inglés, ni de nada, la cosa quedó –y además para siempre– como Canción triste de Hill Street –¡toma Geroma, pastillas de goma!–.
Muchas veces, dicha creatividad traductora cae en el berenjenal, no por saga, sino por el devenir de la vida, que es muy perra. Y así, la traducción de aquella de los escaladores con Stallone, puro actioexploitation de cerveza en la mano y bocata de chorizo, se resolvió con una buena aglutinación de adjetivos, que era lo que se estilaba en la época –fomentando, de paso, que se confundieran unas con otras–: Máximo riesgo (Renny Harlin, 1993), que definía muy bien el tema montañero, dejaba su impronta en el universo de títulos de cine de acción americano, y sorteaba el original Cliffhanger, que sabe Dios cómo se traducirá. ¿Problema? Ninguno, hasta que Van-Damme estrenó otro boom de hostias como panes y tiros a boca de jarro: Maximun Risk (Ringo Lam, 1996), que viene a significar, exactamente, “máximo riesgo”. ¿Y ahora qué?
La solución fue tan eficaz como un bayetazo sobre el hule. Maximum Risk terminó por estrenarse como Al límite del riesgo en España, que queda igual de flipado y de bakala, ¡y a vivir! La traducción de películas es un arte que requiere de decisiones audaces y expeditivas.
Lo verdaderamente turbio, casi hasta sórdido, de este asunto, es comprobar como existen traducciones de lo más poéticas, atrevidas y vanguardistas sin justificar ninguno de estos puntos expuestos. Más, cuando dichas audacias de los grandes profesionales de la traducción y el marketing, alumbran soluciones que se escapan, no ya a la lógica, si no probablemente a las propias leyes de la realidad. Y así, productos familiares, de reclamo infantil, tan sencillos y comprensibles como Ice Princess (Tim Fywell, 2005) acaban estrenándose en Iberia con nombre de disparate, como Soñando, soñando… triunfé patinando, nunca sabremos si fruto de turbulentos arrebatos artísticos o de digestiones mal hechas.
Y ya cuando intentamos preservar la sonoridad sajona… eso ya es el acabose, pudiendo dar lugar a maravillas de la ortografía como pasó con Bitelchús (Beetlejuice. Tim Burton, 1988). Ahora, que el inglés se lleva más en los pósteres, gracias sobre todo a los superhéroes, incluso tiene cabida un fenómeno muy curioso, que consiste en “destraducir” del castellano para volver a su original inglés, tal y como vimos hace un par de años con la exquisita adaptación de Ant-Man (Peyton Reed, 2015), cuando en España, Hank Pym había sido, de toda la vida, El Hombre Hormiga.
Fíjense que me centro, sobre todo, en películas más o menos recientes. Porque los juegos que con el castellano se hacía con los clásicos no son dignos de chanza, no por otra cosa. Por no hablar de las plumas del momento, todos grandes escritores, como la comparsa de La Codorniz –Tono, Mihura, Jardiel Poncela…– que no solo tradujo, sino que adaptó doblajes y escribió dobles versiones, en aquel tiempo en el que las películas se rodaban en todos los idiomas, cambiando de actores en cada toma. Pero bueno, no me quiero enrollar, que eso da para otro fascículo, y no necesariamente de esta serie. De lo único que deseo dejar constancia es de que, las cagadas referidas que tanta gracia nos hacen, no son exclusiva del cine contemporáneo.
Entre los clásicos encontramos todo tipo de malas ideas y peores decisiones, llegando incluso al punto de spoilerear la trama del filme en el propio título. Muchas veces, el destripe viene del título original, como en Murieron con las botas puestas (They Died with their Boots On. Raoul Walsh, 1941). Pero no me digan que cuando el “desvele” viene de nuestra mano, así en exclusividad, mola mucho más. No me digan que no mola que el título lleve implícito uno de los puntos de giros más importantes del guión, próximos al acto final. No me digan, por ejemplo, que –suponemos que para que alguien se enterara de algo– que no lo mola todo que Vertigo, el clásico de Alfred Hitchcock de 1958 aquí se titulara Vértigo (De entre los muertos) ¡Traducción con spoiler, no se la pierda!
No me extiendo por ahí, aunque haya mucha ambrosía, como tampoco me voy a extender con el hecho, que ya Uds. imaginarán, de que las traducciones patrias nuestras nada tienen que envidiar a las de nuestros primos hispanoamericanos. Si bien es verdad que depende mucho del país –en México, por ejemplo, son los más respetuosos, con traducciones literales o incluso el original intacto–, allí tienen costumbres muy parecidas, la misma creatividad a flor de piel que nuestros traductores –y, a veces, como atestigua la saga de Locademia de Policía en algunos países, peor–, y vicios y manías de toda índole, como tenemos nosotros. Por ejemplo, en Argentina, son muy de poner “suelto en” en sus pósteres. Para que se hagan una idea, la mencionada Superdetective en Hollywood allí es Un detective suelto en Hollywood –se lo juro, querido lector–. Y ese “suelto en” lo utilizan para salpimentar traducciones de títulos extranjeros exactamente de la misma manera que nosotros enriquecemos las comedias americanas con un buen “como puedas”.
Leslie Nielsen había protagonizado otro tipo de pelis –como Planeta Prohibido– e incluso el casting para Ben-Hur (William Wyler, 1959), pero fue la saga de Agárralo como puedas (The Naked Gun. David Zucker, 1988) la que, sin duda, le encasilló para toda la vida siendo casi imposible desligarle del humor absurdo, cartooniano y tontuno. Aquí la “pistola desnuda” era un imperativo, que interpelaba al público a entrar en masa en los cines. ¡Y vaya que si lo interpeló!
Lo que partió como la adaptación al cine de un serial televisivo muy cutre, titulado Police Squad!, se convertía en un éxito arrollador que siguió con Agárralo como puedas 2 y 1/2 (The Naked Gun 2 1/2: The Smell of Fear. David Zucker, 1991) y Agárralo como puedas 33 y 1/3. El insulto final (The Naked Gun 33 1/3: The Final Insult. Peter Segal, 1994). Enseguida, Leslie Nielsen se convertiría en la mayor estrella de comedias de este corte. Pero en nuestro país no podíamos dejarlo estar sin llevar el concepto mucho más allá, titulando como la coletilla de marras cada comedia que estrenaba Don Leslie. Espía como puedas (Spy Hard. Rick Friedberg, 1996), Acampa como puedas (Family Plan. Fred Gerber, 1997)… bastara que saliera el señor de pelo blanco para ponerle el “como puedas”. E incluso en cintas que no tenían absolutamente nada que ver, como la producción canadiense Kevin of the North (Bob Spiers, 2001), que se apoyaba en la presencia del viejo Nielsen en el cast para añadirla a la colección y titularla Esquía como puedas, cuando en realidad apenas aparecía diez minutos en el metraje total. Otras veces, ni Nielsen ni nada, tan sólo el mismo tono, el mismo director o mismos guionistas en el libreto… los “como puedas” no dejaban de brotar como champiñones. Cosas como Aprende como puedas (Hart Bochner, 1996) se titulaba High School High y Mafia. ¡Estafa como puedas! (Jim Abrahams, 1998) en realidad tenía el magistral título de Jane Austen’s Mafia! El caso era no perder al espectador medio, y que estuviera seguro de que lo iba a ver era cachondeo sin sentido, absurdo y astracanero. O no, daba un poco igual, porque aquel torrente creativo no paró nunca. Casi treinta filmes, cada uno de su padre y de su madre, con el “como puedas” en su póster español.
Que servidor sepa –porque servidor tampoco es el Imdb– fue la exitosa comedia francesa ¡Atraca como puedas! (Un drôle de colonel. Jean Girault, 1968) la que comenzó este ritual. Pero fue el petardazo de Aterriza como puedas (Airplane! Jim Abrahams, David Zucker, Jerry Zucker. 1980) y su flojísima secuela Aterriza como puedas II (Airplane II: The Sequel. Ken Finkleman, 1982), las que dejaron la puerta abierta al disloque. Un disloque que cuenta incluso con una película alemana, Starke Zeiten (Klaudi Fröhlich, Rolf Olsen, Otto Retzer, Sigi Rothemund, Helmut Fischer, 1988), que no nos quedó otra que traducir por Ríete como puedas, y otra española –ojo al refrito–, Amanece como puedas (Antoni P. Canet, 1988), protagonizada por Juanjo Puigcorbé y que no hizo falta ni traducir ni nada.
Porque esta parece ser otra máxima entre los axiomas de los buenos traductores. Si el palabro que aparece en una peli de éxito reciente puede ser, de la manera que sea, reutilizado, mejor. Y, si quieren, vuelvo con la peli de Axel Foley, concretamente a los años en los que se estrenó la segunda de la saga, y el largometraje de animación de la Disney -por cierto, muy recomendable- The Great Mouse Detective (John Musker, Ron Clements, Burny Mattinson, David Michener, 1986) se mostraba en nuestro país, sin ningún pudor, como Basil, el ratón superdetective. Todo traductor avezado ha de estar atento, a la zaga.
Desarrollará sus cualidades mucho mejor si el público se deja, claro. Pero, en lo concerniente a esto, como a todo lo cinematográfico, el público está encantado de la vida. ¿Por qué no dejarse guiar por un buen profesional, si los títulos se los lleva el viento? ¿Qué Rififí (Du rififi chez les hommes. Jules Dassin, 1955) pega en España el mismo petardazo que en Francia? Pues hay que estar atentos. En cualquier momento, se puede estrenar otra peli, sino francesa… por lo menos italiana, que vaya también de atracos. Y así salió I soliti ignoti (Mario Monicelli, 1958) a la que, como era de cachondeo, le quedó que ni pintada la traducción totalmente arbitraria de Rufufú. Sí, señor, Rififí y Rufufú no tiene absolutamente nada que ver, pero así, el cinéfilo de la época, no se me distraía.
Ambas son grandes clásicos, con o sin traducción –curiosamente, Rufufú obtuvo el premio al Mejor Director en el Festival de San Sebastián de 1958, ex-aequo con Hitchcock por su Vertigo–, así que… ¿qué más da? Reutilícense los términos, libres de derechos al ser plenos de invención, hasta hacer otra miríada de películas que parezcan emanar de una fuente inagotable y den lugar a títulos como De Rififí a Rufufú pasando por París, traducido de un título que nada tiene que ver con ninguna de las dos y que en realidad se llama Trois milliards sans ascenseur (Roger Pigaut, 1972).
Engañifas publicitarias, promociones arriesgadas, cuerdas flejas con los derechos de autor, trucos del almedruco proverbiales que, más allá de burlar o confundir, llegan a traumar al engañado. Genuino es el caso de El gran peque se va de ligue, la historia de un adolescente obeso enamorado que aprovechaba en su traducción el tirón de El peque se va de marcha (Baby’s Day Out. Patrick Read Johnson, 1994), una comedieta escrita por John Hughes, responsable de descubrir a Macaulay Culkin, protagonizada por un bebé que se la jugaba a unos ladrones. Todo sería normal, si no fuera porque El gran peque se va de ligue, titulada en realidad Angus (Patrick Read Johnson, 1995) era un dramazo, coproducción entre los USA, Reino Unido, Francia y Alemania, sobre los complejos y las inseguridades en el desarrollo, donde el “gran peque” protagonista (Charlie Talbert) no se enfrentaba a ningún ladrón de sainete y donde la comedia era constantemente abandonada para abrazar un existencialismo de lo más amargo, que nada tenía que ver con las comedias “para todos los públicos” de Hughes. Vamos, que pongo la mano en el fuego por apostar a que la tradujeron sin siquiera dedicarle medio visionado. Un error de cálculo que espantaría al público en masa, porque no siempre es poesía todo lo que surge en este oficio.
Con todo esto, ya tienen vds. otra cosa más en la que fijarse cuando asistan a los títulos de crédito de un film –ahora se estila más que los pongan todos al final–, u ojeen la contracarátula de una copia doméstica. Imagen a un señor en una ajada oficina subsidiaria de la Paramount –¿han visto la casualidad? El copyright de casi todos los pies de foto es de Paramount Pictures–, los pies sobre la mesa, mirada entre aviesa y haragana, palillo de dientes en boca… rumia que te rumia con la gran idea, la gran traducción que haga que un país entero acuda a la sala en masa, recordando un título ya pretérito que le gustara, o familiarizándose con un país y una cultura a la que no pertenece como si fuera el solar de al lado de su casa. O mejor aún… traduzcan, traduzcan ustedes mismos a su gusto, traduzcan como puedan.