Test
El festival online más nutrido internacionalmente, el Atlántida Film Fest, ha tocado a su fin, con sus más de ochenta títulos inéditos “para entender la realidad europea”, como reza su eslogan. A título por semana, nos hemos venido haciendo eco en éste su rincón de la cinefilia y, ahora que andarán ya recogiendo cables en Palma de Mallorca, reseñamos algunas de sus joyas que todavía pueden degustarse en Filmin.
Y desde Rusia con amor, puede usted meterle mano a esta joya de todo punto inédita en nuestro país: Test (Ispytanie. Aleksandr Kott, 2014), dentro de la sección “Foco Rusia”, estrenada para esta edición del festival, con motivo del centenario de la revolución. Un filme de esos para tirar cohetes, repleto de proezas cinematográficas y contado a base de cine y más cine, empalmando un plano tras otro y sin una sola línea de diálogo.
Hay autores, técnicos, intérpretes… artistas en definitiva, que uno marca en su cerebro con rotulador gordo cuando los descubre. Y esta Ispytanie contiene dos para grabar en piedra y conservar en vitrina: el de su realizador Aleksandr Kott, que ya la liara muy gorda a inicios de década con el drama bélico -que servidor se ha forzado a conseguir y consumir en cuanto a cerrado la libreta de apuntar fichajes- La fortaleza Brest (Brestskaya krepost (The Brest Fortress). Aleksandr Kott, 2010). Pero también se recomienda la rotulación del nombre de Levan Kapanadze, a la sazón director de fotografía de la cinta, prodigioso y magistral, como diría el inefable Joaquín Hidalgo “como los que hacían cine cuando el cine era de verdad”. Vamos, que siento mucho ponerme duro pero al visionado de Test (Ispytanie) se ha de ir arregla’o, con los dientes lava’os y los ojos bien fregados con visprín. Ispytanie marca contundentemente la diferencia entre humildad y miseria en el oficio, entre moderación y carencia, entre sencillez y simpleza. Ispytanie, hablando en términos socioculturales, docentes, y por supuesto cinéfilos, es imprescindible.
Test (Ispytanie. Aleksandr Kott, 2014) presenta, de golpe y porrazo, toda la violencia y todo el tedio de la vida de Dina (Elena An) y Tolgat (Karim Pakachakov), hija y padre respectivamente, en un insoportable páramo en medio de la estepa de Kazajistán, para más inri, en 1949, en pleno fervor psico-soviet de la Guerra Fría, durante la ocupación rusa. La vida pasa, las historias se suceden y el cielo se tiñe de rojo intenso muchas veces, los días pasan, las rutinas también, las costumbres, los ritos… poca gente se acerca a la apocalíptica cabaña de pastores donde vive la pequeña familia, pero alguna aparece y Dina tiene tiempo hasta de vivir historias de amor. Sin embargo, desde un absoluto desconocimiento -Dina no sale de las estepas insondables, pero el espectador tampoco-, algo enrarecido trae el aire consigo. Algo “chungo” va a ocurrir, que no les contaré aquí aunque no se para qué tanto secreto si, con que lean esta sinopsis y vuelvan a leer el título… ya imaginarán.
Kazajistán lleva perteneciendo a los rusos desde el siglo XIX, en tiempos del Imperio ruso. Hasta entonces, allí todo habían sido cuchipandas trashumantes y hordas de “hombre bravidos de la pradera” que diría aquel malagueño. Tras la Revolución de 1917, el territorio de Kazajistán fue reorganizado -escuadra y cartabón en mano- varias veces hasta acabar siendo la República Socialista Soviética de Kazajistán justo en el año en el que comenzaba nuestra guerra fraticida en España. En este trasiego, período en el que transcurre la película, se pueden ustedes imaginar que Kazajistán fue patio-vertedero de experimentos, pruebas armamentísticas y perrerías varias, destacando especialmente el Cosmódromo de Baikonur y las estepas para pruebas nucleares de Semipalátinsk.
El territorio era, de inocente, salvaje (tanto que no se declaró independiente hasta 1991), y por tanto y al igual que tantos otros, perfecto para sumar a la Unión de Repúblicas Socialistas. Y la historia no es nueva para nada, pero si nos pudo traumar a todos Cuando el viento sopla (When the Wind Blows. Jimmy Murakami, 1986), incluyendo a generaciones postreras, lo puede esta cinta de Aleksandr Kott, nacida para sustituirla desde ya, sólo si a ustedes les parece bien, como tocón divulgativo.
La gran proeza de Aleksandr Kott consiste, sin embargo, de abstraernos de todo eso. Da igual no conocer en absoluto los antecedentes históricos o la cultura kazaja, el guión de Kott discurre recreándose en una cercanía intimidante con los personajes que, con el paso del tiempo, termina en cercanía auténtica. El paso de ese tiempo de montaje lentísimo que jamás llega a ser tedioso –en los apenas noventa y pocos minutos que dura el film llega a haber abundante trasiego de trama– se convierte en hipnótica atracción hacia esa niña con coletas que cuida de su padre con narcolepsia.
En Test (Ispytanie. Aleksandr Kott, 2014) el hastío, las añoranzas e incluso entelequias tales como los complejos y las carencias, se desarrollan ante el espectador sin hacer gastar saliva a nadie. El drama brota sin que ningún personaje se hinche a llorar, la violencia “se cae de la cama por los dos la’os” sin que se registre una sola gota de sangre, y el amor “está en el aire” de manera prístina, sin beso, ni abrazo, ni restriegue, ni nada. Es decir, se rehuye la explicitud, y encima se sustituye por una belleza sin parangón y un juego con la composición, los términos y la narrativa tan mágico como la inocencia de sus protagonistas.
Y no se piensen en absoluto que, en sus 95 minutos, Test sólo alberga contemplaciones a lo Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975), amores de entrelíneas, amaneceres y poesías visuales variadas. Porque también hay un sinfín de secuencias de acción, disparatadas a más no poder, de tebeo y gamberreo, dignas del mejor Emir Kusturica –sin llegar jamás a esos niveles sofrónicos–, como esa suerte de Con la muerte en los talones con sidecar que le dejará sin diafragma, entre pura ternura, auténtico circo, costumbrismo del mejor, documentación real, y una fuente inagotable de humor sin cortapisas.
La lírica de las imágenes y el tempo de la narración, les hará olvidar desde el minuto 1 que en la cinta no hay un solo diálogo. Y, cuando acabe, reconocerán que, lejos de hacer falta, vendrían incluso a estorbar. El cine es, desde que los franceses lo dejaron dicho, el arte de las imágenes en movimiento, y Test (Ispytanie. Aleksandr Kott, 2014) es de esos títulos que surgen, cada cierto tiempo, para recordárnoslo. Que, oigan, también pueden tirar por aquel dicho tan resobadísimo de “una imagen vale más que mil palabras” -ojalá todos los españoles nos lo aplicáramos, los que hacen cine, y los que no- o el refrán al hilo que se le ocurra, que la proeza, en estos tiempos de ponderación de lo efímero, seguirá siendo digna de beatificación.
La cuestión seguirá resumiendo perfectamente la premisa dramática abstracta del filme: no hace falta mediar ni un vocablo, para aniquilarnos unos a otros como llevamos haciendo desde el comienzo de los tiempos. Sin pudor, sin caridad, sin piedad… con toda la crueldad que hace capaz la desolación de una cultura proveniente de una antigua palabra turca que significa “independiente, un espíritu libre”.
El núcleo familiar formado por ese padre y su hija protagoniza uno de los imperdibles del año. Otro, que no pasa por las salas. Aproveche, ¡por Tutatis!