Sufragistas: la lucha por el voto femenino
El viernes 3 de agosto de 1832 se discutió una petición muy especial en el Parlamento británico: la de Mary Smith, de Standford, que defendía que, como ella pagaba los mismos impuestos y estaba sujeta a las mismas leyes que cualquier hombre, debía tener el mismo derecho a elaborarlas mediante la elección de representantes y a aplicarlas en los tribunales de justicia.
Demasiado, sin duda, para sir Frederick Trench. El honorable diputado señaló que, si se establecían jurados paritarios, hombres y mujeres se verían forzados a situaciones dudosamente morales como estar encerrados toda una noche deliberando. Cuando se le replicó que: "Es bien sabido que el honorable y galante diputado suele pasar noches enteras en compañía de damas sin que ocurra nada indigno", Trench no contestó más que: "Sí. Pero nunca estamos encerrados".
Los asistentes rieron, y así se cerró el primer debate sobre el sufragio femenino de la historia de Gran Bretaña. Los defensores de los derechos de las mujeres eran una minoría: el movimiento feminista estaba en pañales. A las mujeres se les negaban los derechos civiles y políticos de los que disfrutaban
los hombres, y aunque solteras y viudas gozaban de más libertades que las casadas –las cuales no podían tener propiedades, redactar testamentos, ni ostentar la custodia de sus hijos– también estaban sujetas a grandes restricciones. No podían ejercer profesiones como la medicina o el derecho, ni acceder a puestos de la administración. Y por supuesto, tampoco podían votar.
En la mentalidad de la época esta subordinación era parte fundamental del orden social. Los hombres, mejor dotados intelectual y físicamente, debían encargarse de la esfera pública mientras las mujeres ocupaban la privada bajo su protección. Las propias mujeres compartían esta opinión, y la transmitían de madre a hija. Apenas se producían muestras de protesta; en 182, los tempranos activistas William Thompson y Anna Wheeler se preguntaban: "Vosotras, las más oprimidas y degradadas, ¿cuándo os daréis cuenta de vuestra situación, os organizaréis, protestaréis y pediréis su arreglo?".
El voto era un derecho minoritario en regímenes parlamentarios: en Gran Bretaña se restringía al 20 por ciento de los hombres
Pero incluso aquellos que denunciaban lo injusto de la situación no se planteaban reivindicar el voto. A principios del siglo XIX, éste era un derecho minoritario en regímenes parlamentarios: en Gran Bretaña se restringía al 20 por ciento de los hombres. Estaba muy extendida la idea de que sólo aquellos con las mejores capacidades y aptitudes eran indicados para elegir a los gobernantes. Únicamente los círculos más radicales defendían el sufragio universal masculino; en general, reinaba el convencimiento de que tal responsabilidad debía recaer en hombres bien educados y acostumbrados a gestionar propiedades. Esta selecta minoría sabría decidir lo mejor para el resto de hombres, y por supuesto, para las mujeres, consideradas eternas menores de edad.
Comienza la lucha
Sin embargo, Inglaterra y el resto del mundo occidental estaban adentrándose en una época de profundos cambios económicos, políticos y sociales que pronto se dejaron sentir en la causa de las mujeres. Si en 1830 las feministas eran pocas y descoordinadas, treinta años después el movimiento había ganado fuerza y había dado con una causa esencial: la concesión del voto. Sólo cuando las mujeres participaran en la elección de sus representantes y, por tanto, en la elaboración de leyes, podrían derogar aquellas que las rebajaban a ciudadanas de segunda.
La expansión de la educación aumentó el público lector de libros y periódicos, cuyo contenido alcanzaba mayor difusión. Los ideales feministas comenzaron a tener cada vez mayor publicidad y a ganar más adeptos. En la década de 1860 empezaron a multiplicarse las asociaciones que defendían el voto femenino. Como argumentaba el filósofo John Stuart Mill, en un país gobernado por la reina Victoria, que había demostrado su gran capacidad como gobernante, ¿por qué no se iba a conceder a las mujeres los mismos derechos que a los hombres?
Estas primeras organizaciones creyeron tener una oportunidad de oro para conseguir sus propósitos. Una nueva ley electoral, aprobada en el año 1867, extendía el derecho a voto a un tercio de los hombres adultos. Pero en el articulado se refería a los mismos con la palabra men (hombres) en lugar de males (varones), por lo que se podía interpretar que el término englobaba a los dos sexos. Así que las sufragistas animaron a las mujeres a participar en las elecciones: una de ellas, Lily Maxwell, apareció en el registro de votantes gracias a un error y acudió a su colegio electoral para votar por un candidato afín a las sufragistas. Para evitar que su caso fuera el primero de muchos otros, meses después se aclaró que la ley no se refería en ningún caso a las mujeres.
Aunque perdieron la apuesta, su causa ganó en publicidad, para gran preocupación de los antisufragistas. Éstos opinaban que las mujeres estaban representadas por sus maridos y que, por otra parte, eran extremadamente influenciables por ellos, de manera que concederles el sufragio equivaldría a dar dos votos al esposo. Peor aún: en el caso de que defendieran causas distintas, se sembraría la discordia en los hogares. Por otro lado, el derecho al voto sería solo el principio: si las mujeres empezaban a votar, temían, pronto querrían ser diputadas y miembros del gobierno. Y eso sería perjudicial tanto para los intereses de la nación como para la salud de sus mujeres, que probablemente se resentiría a causa de la intensa actividad propia de la política.
Una carrera de fondo
Aunque los antisufragistas eran mayoría, poco a poco crecía el apoyo a la causa del voto femenino. En 1869 se daba un paso fundamental en Estados Unidos: Wyoming aprobaba el sufragio femenino. Mientras, en Gran Bretaña se empezó a permitir a las mujeres formar parte de las juntas de educación de distrito, cuyos miembros eran elegidos mediante votación. En 1894 esto se extendió a los consejos locales, lo que hizo menos extraña su imagen a pie de urna. Y en 1881, una nueva conquista mostraba cómo el voto femenino se acercaba a Gran Bretaña: la isla de Man, un dominio británico, concedía el voto a las mujeres viudas y solteras.
En 1869 se daba un paso fundamental en Estados Unidos: Wyoming aprobaba el sufragio femenino
Cada vez más personalidades prominentes miraban con simpatía a las organizaciones sufragistas, pero no se veían capaces de comprometer sus objetivos políticos defendiendo la causa de las mujeres. Conscientes de la necesidad de organizarse para ejercer presión y ganar apoyos, en 1897 diferentes organizaciones sufragistas constituyeron la Unión Nacional de Sociedades por el Sufragio Femenino (NUWSS en inglés), de la mano de Millicent Fawcett.
Sus miembros se dedicaron principalmente a tratar de ganar para su causa a los representantes políticos y a organizar mítines a pie de calle. Aunque hoy en día no nos lo parezca, entonces para una mujer era difícil romper el tabú y hablar en público. Margarette Nevinson, sufragista convencida, veía los discursos en la calle como algo vulgar y violento: se había educado a las mujeres en la necesidad de ser discretas fuera de sus hogares, y convertirse en el centro de atención les resultaba, como poco, extraño y vergonzoso.
Parte de la audiencia opinaba igual, y en ocasiones recibía a las oradoras con una lluvia de insultos, de objetos y hasta de golpes: la sufragista Charlotte Despard continuó su discurso en uno de estos mítines a pesar de que un huevo le había dado en plena cara. A otras muchas se les contestaba con comentarios sexuales, ya que se las consideraba moralmente equivalentes a las prostitutas. Frecuentemente la policía tenía que protegerlas de la masa enfurecida.
Carreras como la de medicina empezaron a admitirlas en sus aulas, y miles de ellas formaban parte de las juntas de educación y de distrito
Tampoco era fácil para las mujeres asistir como público. Cuando el padre de Esther Knowles se enteró de que había ido a una concentración sufragista, montó en cólera y pegó una paliza a su madre, que había dado su permiso. Pero fueron muchas las personas que conocieron las reivindicaciones feministas a través de estos actos, que de atraer a unos pocos curiosos pasaron a ser multitudinarios a principios del siglo XX. Un siglo que abría cada vez más caminos a las mujeres: carreras como la de medicina empezaron a admitirlas en sus aulas, y miles de ellas formaban parte de las juntas de educación y de distrito, comparadas con las pocas decenas de 1870.
Heroínas en la cárcel
Pese a las mejoras, para algunas sufragistas el voto seguía pareciendo lejano; eso era lo que opinaban las fundadoras de la Unión Sociopolítica de Mujeres (WSPU), creada en 1903 por Emmeline Pankhurst para luchar con más efectividad por la conquista del voto. Emmeline consideraba que para alcanzar este objetivo la organización debía funcionar como un ejército: sus órdenes nunca debían ser cuestionadas.
Las peticiones de democracia interna fueron desestimadas siempre por Emmeline, que expulsó a todos los que se mostraban en desacuerdo con sus decisiones; incluso una de sus hijas, Sylvia, tuvo que abandonar la organización por su tendencia a colaborar con el Partido Laborista. Y es que la líder se había comprometido a no colaborar con ningún otro partido político hasta que las mujeres obtuvieran el voto. Tampoco admitía la militancia de los hombres. Así, la WSPU fue perdiendo cada vez más miembros: en 1914 eran 5.000 frente a los 50.000 de la NUWSS presidida por Fawcett.
La WSPU desarrolló tácticas militantes que tenían una gran resonancia en la prensa, como interrumpir los mítines de otros partidos, intentar entrar en el Parlamento, presentarse en los domicilios de miembros del gobierno e incluso encadenarse a ellos. Estas acciones conllevaron con frecuencia la detención de sus protagonistas, que se negaban a pagar la multa que se les imponía y por tanto eran encarceladas. A su salida eran celebradas como heroínas, lo que les reportó una enorme propaganda. Sus partidarios se multiplicaron, y en 1908, una gran manifestación en Hyde Park congregó a más de 500.000 personas; incluso el conservador diario The Times afirmó que en el último cuarto de siglo no se había visto acto tan multitudinario.
Las acciones de las sufragistas se volvieron cada vez más espectaculares y, en ocasiones, violentas: como respuesta a la negativa a presentar peticiones al rey, derecho reconocido a sus súbditos, algunas mujeres de la WSPU empezaron a romper a pedradas las ventanas de las propiedades de miembros del Parlamento. Esto fue demasiado para la NUWSS, que decidió romper definitivamente con Pankhurst: para Fawcett era un error intentar conseguir con la violencia lo que debía basarse "en la creciente conciencia de que nuestra demanda es de justicia y de sentido común".
Escisiones internas entre las sufragistas
También se produjeron escisiones dentro de la organización: sufragistas históricas como Charlotte Despard desaprobaban la violencia y la negativa a colaborar con otros partidos, por lo que la abandonaron. La división en el movimiento se tradujo en la designación de quienes integraban el ala radical, las suffragettes, y la moderada, las suffragists.
La reacción del gobierno no se hizo esperar. Cientos de sufragistas fueron encarceladas y sometidas a duras condiciones de reclusión. Para lograr que se les reconociera el estatuto de presas políticas y mejoraran sus condiciones de vida en la cárcel, se declaraban en huelga de hambre. Y esto planteaba un gran problema a las autoridades, que querían evitar a toda costa que se convirtieran en mártires de la causa. La solución fue la alimentación forzosa, un proceso doloroso y peligroso que no hizo más que despertar simpatías por las sufragistas entre la población.
Tres manifestantes murieron a causa de las heridas, y la fotografía de una mujer en el suelo a punto de ser golpeada espantó a la opinión pública
La represión de las protestas en las calles empeoró. El Parlamento había estado discutiendo un proyecto que proponía la concesión del voto a las solteras y viudas, y en noviembre de 1910 se convocó una manifestación para pedir que se continuara estudiando. Para disolver la protesta se recurrió a policías provenientes de los barrios bajos de Londres, lo que hicieron por medio de golpes y agresiones sexuales a los que se sumaron una gran cantidad de transeúntes. Tres manifestantes murieron a causa de las heridas, y la fotografía de una mujer en el suelo a punto de ser golpeada espantó a la opinión pública. La respuesta oficial al Viernes Negro fue culpar a las sufragistas, que animaron a todo el que quisiera a sumarse a la protesta. Como consecuencia, se introdujo una reforma legal que mejoró algo su situación penitenciaria.
Soluciones radicales
Mientras tanto, el proyecto llegaba al debate parlamentario definitivo. Varios ministros del gobierno liberal opinaban que el perfil de mujeres al que se dirigía, propietarias solteras y viudas, votaría mayoritariamente conservador, por lo que se opusieron al mismo. Así, el proyecto que tantas esperanzas había suscitado fue descartado en 1912.
Para Pankhurst ésta era la señal de que había llegado la hora del argumento político más poderoso: el del cristal roto. Una minoría retomó la campaña de daños a la propiedad de manera más extensiva que antes, incluyendo la detonación de bombas e incendios en casas vacías. Como respuesta, el gobierno envió a cada vez más sufragistas a la cárcel, y para evitar los peligros y la poca popularidad de la alimentación forzosa aprobó la ley conocida como "del gato y del ratón" en 1913, que permitía liberar a las presas debilitadas por el hambre para volver a recluirlas una vez recuperadas.
El estallido de la Gran Guerra interrumpió la actividad de la WSPU. Pankhurst abrazó la causa patriótica y se puso a disposición del gobierno
La estrategia del gobierno tuvo éxito ante una opinión pública que desaprobaba los cristales rotos y las bombas. Los actos violentos empañaron la imagen del movimiento y dieron argumentos a quienes defendían que las mujeres eran seres demasiado emocionales para votar. Y aunque la consigna era dañar las propiedades, no la vida, cualquier fallo en la preparación de los atentados habría podido causar daños irreparables.
Nunca sabremos qué habría pasado de continuar así las cosas, porque el estallido de la Gran Guerra interrumpió la actividad de la WSPU. Pankhurst abrazó la causa patriótica y se puso a disposición del gobierno. Sin embargo, la NUWSS continuó su campaña. La actividad política de este grupo y la contribución femenina a la guerra en la retaguardia mientras los hombres luchaban convenció al Parlamento y a gran parte de la sociedad de que las mujeres merecían el voto tanto como sus conciudadanos.
En febrero de 1918 se aprobó la ley que concedía el sufragio a las mujeres mayores de 30 años y se extendía a todos los hombres de más de 21. La felicidad entre las sufragistas fue enorme, pero no completa. Las campañas continuaron hasta que diez años después, en julio de 1928, se equiparó la edad de voto femenina a la masculina, en una sesión parlamentaria a la que asistieron las protagonistas de la lucha por el sufragio, ya ancianas, como Fawcett y Despard, de 81 y 84 años, respectivamente. Charlotte Despard dijo entonces: "Jamás pensé que vería la concesión del voto. Pero cuando un sueño se hace realidad, hay que ir a por el siguiente".