Stranger Things 2
Pues sí, señora… “La dos” de Stranger Things salió en bloque el pasado viernes 27 de octubre, con su “2″ detrás, tal y como dictaban los megahits de la época. Pocas series –quizá ninguna– han conseguido tantos halagos y mimos, entusiasmos y llantos, e incluso unanimidad entre crítica y público como lo hizo Stranger Things (The Duffer Brothers, 2016). Esta segunda temporada, supongamos, habrá sido devorada con avidez, pasto de todos los fans que llevábamos salivando desde la última vez que nos recordaron su estreno. Ahora se puede uno meter en harina y darse al análisis sin spoiler, la hipótesis ad hoc y la opinión gratuita.
Lo de esta serie va unos cuantos pueblos más allá que la mera expectación intrigante por completar una trama que se dejara abierta. Y es que el elemento nostálgico, ese constructor de emociones barato que parece haberse descubierto hace poco, juega un papel fundamental por estos lares. Que, oiga, a uno le puede empalagar mucho esto de la nostalgia, pero posiblemente, al mismo tiempo esté sucumbiendo a su pornográfica condición como un cachorrillo abandonado.
De esta manera, Stranger Things 2 (The Duffer Brothers, 2017) arranca ya con dos buenos marrones encima: cumplir con la nostalgia generacional –esa que hace referencia a esa década y esos demodés–, y cumplir con el fandom generado por la primera temporada. Lo primero, se ha conseguido con creces; lo segundo, aunque obtenga el aprobado, queda ineludiblemente eclipsado por el resto. Aunque servidor supone que ambos aspectos influyan de manera distinta según la edad del espectador. Lo que es éste que escribe, ni siquiera recordaba que en la primera tanda se sirvieran del l Should I Stay or Should I go de los Clash para despertarle la consciencia emocional a Will, el “chiquillo zombie”, cuando es verdaderamente un guiño en toda regla de secuela pura y dura. Lo que hayan nacido más hacia final de siglo no sentirán nada ante los píxeles de Dragon’s Lair ni los acordes de Pat Benatar, y sí serán más permeables ante los guiños que atañen al serial en concreto –digo yo–.
Y así, esta nueva tanda, que queda tan abierta como “la uno” –el show debe continuar–, arranca, un año después de lo acontecido en la primera con los personajes haciendo vida normal. Aunque, por supuesto, algo hay por ahí flotando en el ambiente que lo trastocará todo de nuevo. En estos capítulos de vuelta, al tiempo que descubrimos, conocemos y reubicamos, el chorreo de referencialidad nostálgica rompe de todo punto con el esquema planteado hasta ahora, sito en tramas sin explicar prolongadas hasta el escalofrío, en un reposo en las acciones rayano en lo falto de medios –ahora se puede deducir– y en misterio y una cosa, eso sí, trufada de guiños y rememberings.
¿Más de lo mismo pues?, ¿se repite la fórmula engrosando los elementos que hicieran atractiva la primera temporada? ¡Arte diabólico es! Y, sin embargo, basta esperar apenas tres episodios para descubrir que se trata de condensación. Los primeros tres capítulos, impudibúndicos del todo, derrochan disfraces de homenaje directo, action figures de plástico, sintonías de máquinas de arcade, y temas musicales de los de Kiss fm, en una suerte de puesta a punto para la trama de verdad, que se desarrolla, saciadas ya las ansias, a partir del cuarto. Será entonces cuando el argumento engorde y los giros se sucedan –incluso algunos que parecen no ir a ninguna parte–; cuando, sin abandonar nada pero también sin explicarlo absolutamente todo, se de paso a la segunda generación, que no es más que, otra vez, puro exploit.
Lo que en la primera temporada era un índice conformado con luces de Navidad, ahora es un mapa construido a modo de puzzle con los dibujos espontáneos a cera del pequeño Will. Y la trama establecida con el hospedaje de Eleven tiene lugar ahora con una mucilaginosa criatura llamada Dart. Se citan, de absoluta boquilla, a los Talkings Heads y a Kurt Vonnegut, en incluso se cierra un capítulo con el tema de Los Cazafantasmas. Pero todo queda apretado en esos cuatro capítulos de exploit y requetexploit.
Un exploit, eso sí, completamente regenerado para la ocasión, saltando de ciertos títulos a freír –como eran Los Goonies o Alien– a otros menos tocados –ahí está hasta el cine de Joe Dante–, pero también dando un pasito hacia lo que parece ser el sincretismo pop preadolescente y el giallo italiano. Y así, Eleven cambiará su cabeza rapada por el pelo engominado, el formato de VHS doméstico, los sistemas de programación informática carpetovetónicos y el circuito de vídeo cerrado en directo, este Stranger Things 2 crece exponencialmente, desperezándose, todo lo salvaje que su escasa mala leche le permite, a ritmo del Back to Nature de Fad Gadget. Queden los gúnis, grémblis y bicivoladores a un lado; entren los críteres, gúlis, Santa Bárbara, Calles de fuego (Street of fire. Walter Hill, 1984), Los viajeros de la noche (Near Dark. Kathryn Bigelow, 1987) y Conexión Tequila (Tequila Sunrise. Robert Towne, 1988). Siga todo igual pero, eso sí, desarróllese la trama.
El infográfico “Mundo del Revés” que asalta la consciencia del pobre Will (Noah Schnapp), el chiquillo cuya desaparición justificaba la trama primera, demuestra tener una manteca que puede tardarse en untar lo que se quiera, siempre sobre rebanadas de pan cada vez más caras. Es precisamente este incremento de presupuesto lo que permite que todo el galimatías referido sobre nostalgia, homenajes, llantos y gorgoteos, entre suave, sin pósteres a la sazón ni obviedades por el estilo, sin émulos musicales. Aquí se fríe lo freíble que ahora hay dinero. Cosas de derechos tan carísimos como Time After Time de Cyndi Lauper, Runaway de Bon Jovi, Rock You Like a Hurricane de los Scorpions, Love is a Battlefield de Pat Benatar –para poner sólo sus vertiginosos primeros segundos–, numerosos programas de televisión, fragmentos de series, películas, videojuegos, derechos de franquicias, licencias…
Y los efectos especiales de CGI, esos que lagrimeaban en la temporada anterior y que tanto cuentan en todo ese rollo de Demogórgones y demás criaturas del Armagedón y la penuria interdimensional, ahora son prístinos y hasta, en ocasiones, parecen animatrónicos de los que gastaban en su momento –el que más “canta” es Dart, y porque sale siempre demasiado iluminado–.
No todo es jauja, no se vayan a pensar. Que perfecto no hay nada y aquí, de algo se adolece, claro que sí. Nadie obviará que la cosa tiene un capítulo más que antes, supongamos que fruto de ese holgado presupuesto y con la ínfula de abarcar un poco más. Lo peor es que se detecta en el séptimo, el titulado The Lost Sister, sobrante como él solo. La dramatización y el exceso de intensidad –más propio de nuestros dramas de sobremesa– en ocasiones galopan sin rienda ni montura; y, a causa de la coralidad absoluta provocada por los nuevos, algunos de los personajes ya conocidos, lejos de desarrollarse, se ven desdibujados hasta quedarse para poco más que conducir.
Queda, no obstante, mucho bacalao que cortar y mucha pescadilla que despachar, y –no seamos hater de esos– las virtudes, cuando menos, sostienen el espectáculo. Y así, a pesar de subtrama que a priori resulten del todo arbitrarias, Stranger Things 2 (The Duffer Brothers, 2017) mantiene su empaque y entidad como el producto de explotación, de revival y misterio, que es. Y se desarrolla con los mismos –igual, calcados– niveles de intriga y un mayor –aquí sí– derroche de medios. Ya han sido citados los FX, entre la loa a las secuencias de acción, y pónganme especial atención, bate de pinchos mediante, a la del capítulo sexto (The Spy), que ya la quisiera para sí cualquiera de las entregas de la saga de Los Goolies o el gremlinexploitation que sea. O, sin ir más lejos, a la “secuencia gancho” con la que arranca la temporada –entre el mejor Walter Hill, y el mejor Fred Dekker–.
Ceder a las ansias de los fans plastas de Barb de la internet, no ha empecido que Stranger Things 2 siga ofreciendo material de misterio de padre y muy señor mío. Nada más estrenarse aquella maravilla de la televisión que fue Perdidos (Lost. J.J. Abrams, Jeffrey Lieber, Damon Lindelof. 2004-2010), todo el mundo especulaba acerca de su final. La cantidad de interrogantes era tal, que parecía muy difícil que aquello se cerrara con tino; pero los que alguna vez hemos escrito guiones, íbamos de chulos y nos manteníamos en la creencia de que aquello tenía un final pensado desde su gestación –es más fácil partir de ahí, y complicar; que ir generando sin saber dónde se va–. Resultó no ser así, y Lost se resolvió con garbo más que con tino. Menos pretende el trabajo de los Duffer, así que –esta vez no apostaré– ahora puede parecer que sí.
Evidentemente, la tensión es menor que en la desasosegante Lost, pero lo intrincado de los acontecimientos que, por otro lado, a todos nos resultan “familiares” y reconocibles, puede llenar con sobrada tensión, las cuatro temporadas que anuncian para su futuro. Y hay motivos para creer que todo, tranquilícenseme los irascibles, quedará bien cerradito y sobradamente explicado. Que, además, –con esto sí apuesto– sólo lo explicarán una vez, y no quince como le gusta a Nolan; y que al final no saldrá Resines despertándose de un sueño.
Los showrunners, los hermanos Duffer, Matt y Ross, son muy conscientes de lo que tienen entre manos. Así que, mientras el respetable responda, habrá más, mucho más –en todos los sentidos– Stranger Things, ¡para llenar dos plazas de toros!