'Sexo en Nueva York': 20 años de una serie transgresora, influyente y ¿feminista?
Una mujer magnética, atractiva desde fuera del canon, pasea por las aceras de Nueva York con expresión sugerente mientras un piano jazzero acompaña el montaje acelerado de planos de la ciudad. Un autobús de línea pasa cerca de ella, salpicándola. La cámara sigue al vehículo, sobre el que un periódico anuncia la columna de esta mujer en tutú y camiseta de tirantes: ‘Carrie Bradshaw knows good sex (*and isn’t afraid to ask)’.
BUM. Treinta y cinco segundos bastaron a ‘Sexo en Nueva York’ (‘Sex and the City’) para hacer saltar por los aires unos cuantos apriorismos televisivos y cambiar la forma de relacionarnos con la ficción por entregas.
Vamos a por el primero. Adiós introducciones largas con ráfagas de los actores en acción y canción pegadiza de fondo. ‘Friends’ abrió camino con los planos en la fuente intercalados con el formato clásico. Y no nos engañemos, nadie quiere tener una cita con alguien que no sepa en qué momento de ‘I’ll be there for you’ toca aplaudir, pero hoy nos hace pensar en el Pleistoceno televisivo.
‘Cinco hermanos’ (‘Brothers and Sisters’), mucho más tarde, llevó esta pequeña revolución al paroxismo: un par de segundos con el nombre de la serie rotulado sobre fondo blanco, que solía entrar con el episodio más que iniciado.
Una serie para todo el mundo… pero no para todo el mundo
Más voladuras controladas de la mano de Darren Star: ‘Sexo en Nueva York’ fue probablemente la primera serie con vocación de llegar a un público masivo que a la vez renunciaba al multitarget. ¿Oxímoron? Quizá, pero no esta vez. Funcionó. ¿Era la serie para ver con tu abuela? Seguramente no, pero ESA ERA LA IDEA.
Más: fue Antena 3, en 2001, la primera en hacerse con los derechos en abierto de aquella serie de la que todo el mundo hablaba y que sólo los abonados a Canal+ habían podido ver un año antes para, a continuación, emitirla de madrugada y en tandas de dos o tres capítulos. Un error que nos llevó directos al DVD y las descargas, y con ello, a una revolución local. La versión original empezó a normalizarse: adiós tiranía del castellano neutro y voces colocadas, hola MATICES.
Más cambios: los espectadores más observadores aprendieron qué era un piloto. La diferencia formal entre el primer episodio y el segundo, las decisiones artísticas y de producción tomadas en ese abismo entre la grabación del piloto y el «sí» de la cadena quedaba expuesta sin tapujos, para confusión inicial de algunos.
Los responsables de ‘Sexo en Nueva York’ pronto se dieron cuenta de que podían prescindir del falso documental como hilo conductor ya que la serie se sostenía sola y la columna semanal de Carrie con aquellos planos detalle de la pantalla de su Mac mientras tecleaba las preguntas que lanzaba al espectador eran suficientes para dar cohesión a cada episodio.
Confieso que esa pequeña muestra de entrañas que es ver el salto del piloto al segundo episodio siempre me ha fascinado: ‘A dos metros bajo tierra’ (‘Six Feet Under’) también desechaba muchas ideas en esa transición, decisión que redefinió la serie que iba a ser, mientras que los siempre excesivos responsables de ‘Brothers and Sisters’ se llevaron por delante medio reparto, toda una trama y trajeron a Sally Field para que robara el show a Calista Flockhart.
Pero volvamos a ‘Sexo en Nueva York’ y sus pequeñas revoluciones. El sexo como elemento central de una serie que encontraba su fuerza no tanto en las tramas como en los diálogos. Nos daba igual el polvo, queríamos la secuencia posterior, el brunch durante el que abrían hilo al respecto. Sexo, sexo y sexo, sí.
Una serie sobre sexo donde las protagonistas se lo cuentan TODO
Pero un sexo atacado desde el cerebro, en ocasiones desde la emoción. Un sexo lúdico del que se hablaba, que se comentaba y analizaba. Sexo por todas partes sí, pero tu amigo hetero no te iba a robar esos DVDs para sus cosas: no era ese tipo de material. Decía Marc Cherry durante la promoción de la primera temporada de ‘Mujeres desesperadas’ (‘Desperate Housewives’) que su objeción a ‘Sexo en Nueva York’ era que no podía creerse una serie donde las protagonistas fueran tan transparentes y sinceras respecto a su intimidad.
En el piloto de ‘Mujeres desesperadas’, Teri Hatcher quema la casa a Nicolette Sheridan cuando se pone tonta respecto a cuál de ellas ejercerá el derecho de pernada sobre el nuevo vecino buenorro. EN EL PILOTO. Así que me permitiré tomar con precaución las apelaciones a la verosimilitud de Marc Cherry, porque ni él se las creía. Y menos mal: hola, episodio del HURACÁN.
Vale. ‘Sexo en Nueva York’: las protagonistas se lo contaban todo. Y cuando se ocultaban algo se enfadaban y prometían no volver a hacerlo. No había barreras y el lenguaje se exprimía hasta sus últimas consecuencias. El efecto en el espectador era casi terapéutico: el sexo no era tabú, ni objeto de comedia zafia (bueno, salvo aquella secuencia del squirting), ni se buscaba erotismo o morbo.
Por supuesto no era pornografía. Ni cosificación. El sexo devenía comunicación, placer y juego, y me atrevo a decir que ésta fue una pequeña gran revolución abanderada por las cuatro pijas neoyorkinas que todos quisimos ser. Eso sí, la representación de los personajes homosexuales en ‘Sexo en Nueva York’ nos pilló con el paso cambiado, aunque visto en perspectiva, se tomaron decisiones honestas y valientes.
Una serie pionera en el retrato de personajes gays
En aquellos años el modelo de conducta mediático que cambió las reglas del juego era Will Truman, protagonista de ‘Will y Grace’. Vamos a por el elefante en la habitación: si fuiste adolescente o joven homosexual en los primeros 2000 y tenías tele en casa, querías ser Will, no Stanford, el amigo de Carrie.
Y aunque ‘Will & Grace’ llegó para salvar la adolescencia de muchos, establecía una dicotomía perversa entre sus dos personajes masculinos centrales que, paradójicamente, venía a reafirmar un argumento homófobo. Fuego amigo. Will: guapo, carismático, masculino pero sensible, profesional de éxito como opuesto a Jack; no tan guapo, histriónico, con pluma, aspirante a actor pero sin oficio conocido y parásito de sus amigos.
La televisión española iba un paso más allá en el blanqueamiento (necesario) de los personajes homosexuales con la pareja interpretada por Luis Merlo y Adrià Collado en ‘Aquí no hay quien viva’. Pues bien, ‘Sex & the City’ sorprendía presentando unos personajes homosexuales que celebraban su pluma, recelaban entre ellos, se enamoraban, se criticaban, se apoyaban en sus amigas y sobre todo, se alejaban de cualquier canon estético reivindicando su individualidad también con su aspecto.
Veinte años nos ha costado levantarnos contra una homonormatividad tan estricta que lo rechaza prácticamente todo y que impone exigencias estéticas imposibles de asumir. Veinte años, pero Darren Star se levantó primero y cuando lo hizo su planteamiento se cuestionó por no ejercer una representación positiva de la homosexualidad. Por suerte hoy ponemos en duda todo lo que se esconde detrás de ese adjetivo y empezamos a abrazar la diversidad como una verdad que no debería ser incómoda.
Una vez dicho todo esto, vale la pena señalar cuán injusto es someter un producto de hace veinte años a juicios morales bajo criterios de hoy. A finales de los 90 hacía un cuarto de hora que los personajes homosexuales sólo servían para hablar de VIH o hacer escarnio. La comunidad estaba hambrienta de referentes positivos y desde el sofá o en un cine de pueblo apetecía más verse reflejado en Rupert Everett que en Nathan Lane. Pero eso hoy ha cambiado y Darren Star fue un pionero. Y por qué no, Nathan Lane también.
En la balanza de lo no tan positivo pesan algunas decisiones narrativas tomadas en el desarrollo de las seis temporadas. A medida que la serie avanzaba y Samantha, Charlotte y Miranda (hola, Governor Nixon) ganaban entidad los minutos de cada episodio iban llenándose con más y más personajes que pertenecían a las tramas individuales de cada una de ellas.
Que a un personaje le salga una hermana, una pareja o una madre es una señal inequívoca de que se ha consolidado para los guionistas, y es entonces cuando los actores piden una hipoteca. Así que bien por nuestras chicas, pero la consecuencia directa para la serie fue que cada vez había menos espacio para las secuencias en las que veíamos a las cuatro juntas. Y el motor del show.
Era entonces cuando guionistas, dirección y actrices ponían su talento al servicio de lo que tenían entre manos y sacaban oro. Volviendo a Marc Cherry, este mismo lastre amenazó con hundir el espíritu de ‘Mujeres desesperadas’, con el agravante de que en Wisteria Lane llegaron a protagonizar tramas absolutamente independientes que se desarrollaban en paralelo.
‘Sexo en Nueva York’: ¿feminista o todo lo contrario?
Me dejo el jardín para el final. De ‘Sexo en Nueva York’ se ha escrito que era una serie feminista. También se ha escrito todo lo contrario. Se ha escrito que empoderaba a la mujer por el enfoque sobre el sexo del que he hablado antes. Y también se ha dicho que bajo esa fina capa de transgresión se escondía el mismo discurso heteropatriarcal de siempre. Yo no lo creo.
El discurso tradicional que coloca a la mujeres en roles pasivos cuya única función es ser rescatadas, elegidas y sacadas de un núcleo familiar para construir otro por la figura de un hombre joven heterosexual es profundamente nocivo, aunque encaja perfectamente en la descripción de roles básicos en la narrativa universal que propone Patrice Pavis y nos coloca de lleno en el debate sobre si la ficción modela el mundo o lo explica.
Me atrevería a decir que ‘Sexo en Nueva York’ no se enmarca (del todo) en este discurso heteropatriarcal. No hay dudas en el caso de Samantha y Miranda. Pero en el caso de Carrie y Charlotte todo es más ambiguo. Son dos personajes que tienen una vida emocional activa y que en ocasiones ocupa mucho de su tiempo. Si nos planteamos si quizá la idealización de la soledad que se ha venido reivindicando en los últimos años pueda ser el próximo guindo del que caer podemos observar a Carrie y a Charlotte desde un prisma más empático.
Después de todo: ¿no son, simplemente, personajes a los que no les asusta decir en voz alta que quieren amar y ser amadas? ¿La secuencia en la que Charlotte corre entre el tráfico, presa de un ataque de nervios mientras grita de desesperación porque nada en su vida emocional sale bien nos incomoda? Por supuesto. Pero no tengo tan claro que la incomodidad surja por la observación desde una perspectiva de género.
Lo profundamente incómodo es ver a alguien con el corazón en la mano gritando que necesita amar. Unirse al equipo Miranda o Samantha es muy fácil. Pero para poner las emociones sobre la mesa sin pudor hacen falta los ovarios de Charlotte.
Por otra parte, ‘Sex & the City’ se une a la lista de espectáculos que describían y potenciaban la sororidad, décadas antes de que el termino se colara en nuestras conversaciones. Antes que ellas vimos hacer piña a las señoras de ‘Las chicas de oro’ (‘Golden Girls’) y después llegaron universos femeninos tan dispares como los de ‘Mujeres desesperadas’, ‘Las chicas Gilmore’ (‘Gilmore Girls’) o ‘Girls’. Todas ellas, series en las que un grupo de mujeres construye una comunidad basada en redes de soporte, cooperación y comunicación alejada de los clichés sobre la competitividad femenina.
Han pasado veinte años. Y eso es un pequeño baño de realidad para quienes las seguimos a tiempo real. Nos preguntábamos cómo sería nuestra vida de treintañeros mientras las veíamos cenar en esos restaurantes mitad discoteca, mitad pasarela y BUM, aquí estamos. El futuro ha llegado y los noventa vuelven a molar en una suerte de segunda oportunidad millenial.
Toca hacerse con todo el fondo de armario de Darren Criss en ‘American Crime Story: The Assassination of Gianni Versace’ (esas GAFAS), abrir las cajas de DVDs antiguos (esa liturgia del empaquetado, la sintonía en el menú, los extras) darle al play e intentar que reencontrarnos con nuestro yo adolescente no haga mucha pupa.
[Firmado: Joan Daròs]
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