Qué ver en Moscú en un fin de semana largo
Cuando llegas a Moscú parece que eres engullido por la ciudad. No es una falsa sensación. Es gigantesca. Pero es que no podía ser de otro modo siendo la capital de Rusia, el país más extenso que podemos encontrar en el atlas. Además, la capital rusa es una matrioshka desbordante: capas y capas históricas se superponen y son visibles a la vez; al igual que los contrastes y todas las paradojas de que está forjada su geografía urbana. Lo decía Tatiana Pigariova en su estupendo libro Autobiografía de Moscú: “Una casita escondida en un callejón olvidado puede tener la misma importancia que el Kremlin, un detalle en una fachada puede explicar épocas enteras y la ciudad se percibe como un ser vivo y no como un cúmulo de datos y monumentos”.
El viajero deberá abrir los ojos y aceptar que los mapas de Moscú generalmente no están hechos a escala de sus pasos, sino a la de los miles de vehículos que la recorren incesantemente a diario. Por el contrario, una vez superado esto, quien tenga la oportunidad de contemplar las coloridas cúpulas de la Catedral de San Basilio –alguno dirá esponjosas, porque sí, porque parece un pastel surgido de la fantasía Disney– bajo el cielo rojizo de un atardecer moscovita, volverá con una impresión que le acompañará el resto de su vida.
Será por los tópicos, que se tiene la idea de que Moscú vive un eterno invierno. Pero no, vale la pena visitar la ciudad durante su corto verano, que va de junio a finales de julio, cuando el calor aprieta, se alarga el día y los cielos pueden alcanzar un azul espectacular.
Día 1. Alrededores de la Plaza Roja
El Moscova parece jugar con la ciudad mientras las torres del Kremlin, el corazón histórico de Moscú, se asoman a un lado del río como símbolo de lo que el carácter ruso logra con esfuerzo: de una antigua empalizada de madera, prácticamente un barrizal, a ser uno de los principales lugares donde se gobierna el mundo. Sólo el Kremlin se lleva toda una mañana de visita. En frente, el aire marcial de la Plaza Roja, que junto al Kremlin, es Patrimonio de la Humanidad. En la plaza, el Mausoleo a Lenin y la Catedral de San Basilio son dos de los hitos turísticos de la ciudad. En uno de los laterales de la plaza, encontramos el GUM, que pasó de ser los grandes almacenes creados durante la Unión Soviética a escenario de marcas más lujosas del planeta. Es uno de los rasgos más característicos de la ciudad: Moscú concentra lo más radical del capitalismo –es una de las ciudades que concentra más multimillonarios por metro cuadrado del mundo– junto a testimonios de la época soviética.
Relativamente cerca –o al menos para una ciudad como Moscú–, está la Catedral de Cristo el Salvador, bello ejemplo de iglesia ortodoxa rusa, reconstruida en la década de los 90 del siglo pasado, después de que fuera destruida hasta sus mismos cimientos para levantar en el mismo lugar el Palacio de los Sóviets, que, a la postre, con la II Guerra Mundial, jamás se acabó de construir. Hay que verla desde Patriarshy Most, un puente peatonal sobre el Moscova que, además, tiene una de las mejores vistas del Kremlin. Detrás de la catedral, en la calle Voljonka, 12, está el Museo Pushkin que, después del Hermitage de San Petersburgo, es el segundo mejor museo de arte europeo que se puede encontrar en Rusia.
Día 2. El metro más espectacular del mundo
Dada su extensión, el metro se hace imprescindible para el turista. También es un destino en sí mismo; pero es que el metro en la ciudad siempre ha sido algo más desde sus orígenes, que fue medio de transporte y, a la vez, palacio para el pueblo. Un mundo subterráneo de escaleras mecánicas que parecen infinitas y estaciones bellamente decoradas son parte de una apasionante excursión turística. No en la hora punta, cuando miles de moscovita van y vienen en avalancha. El visitante hará bien en anotarse en un mapa las estaciones más singulares, generalmente en la línea marrón. En la medida de lo posible, que sea en uno con los alfabetos cirílico y latino si no queremos perder el tiempo intentando descifrar el nombre de la estación que buscamos.
Del nivel del subsuelo, al cielo. Porque arriba, salpicando el skyline de Moscú, es a donde nos obligarán a mirar “Las siete hermanas de Stalin”. Cuando la ciudad cumplió sus ochocientos años, Stalin ordenó construir ocho rascacielos de los que hoy se conservan siete como si fueran siete pecios del pasado. Su aspecto, una mezcla caprichosa de gótico y barroco, no desentonaría para nada en Gotham City. Por supuesto no hay que verlos todos, pero son el hotel Leningrado, el hotel Ucrania (hoy un espectacular hotel con un bar en las plantas más altas que tiene una de las mejores vistas del atardecer en Moscú), el Edificio Administrativo de la Puerta Roja, la Universidad Estatal de Moscú –una verdadera ciudad dentro de la ciudad–, el Ministerio de Asuntos Exteriores, que es probablemente el más conocido, el edificio Kotelnicheskaya y “La Casa”, en la plaza Kudrinskaya. La octava hermana debió ser el Palacio de los Sóviets.
A pesar del gigantismo urbano, Moscú tiene suficientes lugares donde alejarse del ruido y del movimiento incansable. Sin duda, hay que visitar los parques de la ciudad, como por ejemplo el Sokolniki Park, creado por el zar Alexei Mijáilovich, para ver cómo los moscovitas disfrutan del verano. Hay diversión, juegos de agua, helados, comida rápida y música. Lo mejor es hacer un breve picnic a la sombra de alguno de los soberbios árboles del parque. Otro de esos remansos de paz es el convento de Novodevichy, un oasis calmo que nos transporta al siglo XVII. Junto al convento, uno de los cementerios más singulares del mundo: más de 27.000 tumbas, muchas de ellas representando fielmente la profesión en vida de muchos personajes ilustres como Antón Chéjov, Serguéi Eisenstein, además de presidentes, militares, actores y anarquistas. Todo el conjunto fue declarado Patrimonio de la Humanidad.
Día 3. Comprar matrioshkas
Aunque la ciudad no está pensada para callejear, sí que podemos pasear por la calle peatonal Arbat, la más turística de Moscú. Pese a que su nombre designe “arrabal” en mongol, es una vía comercial en el centro histórico con tiendas, animación constante, restaurantes y pintores que ofrecen sus pinceles en las aceras para un rápido retrato y que han dado a llamar a la zona el “Montmartre de Moscú”.
La encantadora arquitectura del barrio de Arbat no tiene nada que ver con la del nuevo Centro Internacional de Negocios de Moscú, o como se conoce abreviadamente el CINM, al que podemos llegar usando el metro, bajando en la parada Vystavochnaya, en el Distrito Presnensky. Aquí prima la espectacularidad de los rascacielos levantados. Un kilómetro cuadrado para los amantes de la arquitectura más vanguardista, como el espectacular Evolution Tower.
Fueron otras vanguardias pasadas las que llevaron a Rusia a tocar el universo con la mano. Nos referimos a la carrera espacial, de la que los rusos siguen sintiéndose muy orgullosos. Parte de toda aquella asombrosa historia que acabó con el primer ser humano en el espacio: Yuri Gagarin la podremos seguir en el Museo de la Cosmonáutica.
El último día hay que dejar un hueco para comprar matrioshkas. Uno de los mejores lugares para comprar artsanía es el mercado Izmailovo, un alocado recinto con una decoración kitsch que recrea en cartón piedra las murallas del Kremlin. Hay matrioshkas de todo tipo y de todo precio. Aquí funciona el regateo como en pocos lugares de Moscú. Si vuelves a casa sin al menos una es como si nunca hubieras estado en Rusia. Porque si Winston Churchill dijo aquello de que “Rusia es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”, seguramente lo dijo pensando en una matrioshka.