Las huellas dactilares, el arma perfecta de la policía para identificar personas
El uso de las huellas digitales como marca de identidad personal tiene una larga historia. Hace 4.000 años, los babilonios ya las usaban para firmar contratos. Al menos desde el siglo XI a.C. se conocía en China, de donde se cree que llegó a Persia con la dinastía de Tamerlán, en el siglo XIV. En esa época, el historiador Rashid al-Din Tabib afirmaba: "La experiencia muestra que no hay dos personas cuyos dedos sean exactamente iguales".
Sin embargo, no fue hasta mediados del siglo XIX cuando surgió el sistema moderno de las huellas dactilares. William Herschel, un magistrado colonial británico en la India, estaba preocupado por los casos de personas que se negaban a reconocer contratos firmados a mano o con un sello. Había visto también que a veces esos contratos se suscribían con una marca de uña o de diente, y eso le dio la idea, en 1858, de que cierto hindú que debía proporcionarle material de construcción, en vez de firmar el contrato, estampara detrás la palma de su mano, mojada en la tinta que se usaba para los sellos oficiales.
Herschel siguió haciendo pruebas y pronto descubrió que era más práctico marcar con las yemas de los dedos, en vez de con la palma completa. Era consciente de que estas marcas no tenían valor legal, pero también se dio cuenta de que comprometían emocionalmente al cumplimiento de lo acordado. Herschel reunió una enorme colección de huellas dactilares y comenzó a estudiarlas, hasta llegar a la convicción de que no cambiaban con el paso del tiempo y que las de cada persona eran únicas e irrepetibles. En 1877, en un informe al gobernador de Bengala, sostuvo que las huellas dactilares eran "un método de identificación de personas mucho más infalible que la fotografía". Herschel las usó para asegurarse de que las pensiones no fueran cobradas por impostores.
Arma de la policía
En 1880, un cirujano del hospital de Tokio, el inglés Henry Faulds, se interesó también por las huellas dactilares. Llegó a la conclusión de que eran únicas en cada persona y describió métodos para obtener las impresiones. Incluso pensó que podrían usarse para resolver crímenes. De vuelta a Gran Bretaña en 1886, planteó la idea a la policía británica y a Charles Darwin, que le puso en contacto con su primo Francis Galton. Éste usó los datos de Faulds y de Herschel, y confirmó la idea de que las huellas eran únicas para cada persona; de hecho, calculó que la probabilidad de encontrar dos huellas idénticas era de una entre 64.000 millones.
Solamente faltaba llevar este conocimiento a la práctica para resolver crímenes, y eso fue lo que sucedió en Buenos Aires en 1892. Una mujer llamada Francisca Rojas asesinó a sus dos hijos y luego se lesionó a sí misma para echarle la culpa a un vecino violento. El hombre fue interrogado con dureza, pero insistió en su inocencia. El inspector Eduardo Álvarez desentrañó la verdad gracias a una huella dactilar marcada con sangre en una puerta. Confrontada a esta prueba, la asesina confesó.
El golpe definitivo a favor de las huellas dactilares se dio en 1903, tras el ingreso en prisión de Will West. Allí lo confundieron con un antiguo preso fichado, William West, puesto que sus datos biométricos y su imagen eran idénticos. Will defendía su identidad y las huellas dactilares verificaron que eran dos personas diferentes, gemelos, aunque ni ellos lo supieran. El nuevo método se fue abriendo paso con lentitud por Estados Unidos, y en 1924 el FBI estrenó un archivo que hoy cuenta con decenas de millones de registros.