La mejor generación
La danesa La mejor generación (I blodet. Rasmus Heisterberg, 2016) partía entre las favoritas de la sección “Generación” del este último Atlántida Film Fest, que tocó a su fin el mes pasado, repletito de celebridades del Séptimo Arte around the World. Con el objetivo de seguir destacando para ustedes títulos que quedaran en el catálogo, y que aún pueden verse en Filmin, hoy nos toca este filme de confusión generacional y existencialismos primermundistas.
Sorprende este debut, no por sí mismo, sino por su condición de objeto de iniciación. Es el primer trabajo como director de Rasmus Heisterberg, que pilas y pilas de papel escritas para cine y televisión. Un veterano de oficio en toda regla que tuvo un hueco privilegiado adaptando los famosísimos best-selleres de Stieg Larsson. Formó parte del trío de adaptadores de Millennium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor. Niels Arden Oplev, 2009) y también de la hueste de guionistas para la miniserie televisiva Millennium (Daniel Alfredson, Niels Arden Oplev. 2010), exitazos todos en los países nórdicos.
Y es que no sólo en adaptar la saga de la Lisbeth Salander ha gastado la vida este muchacho, sino en toda una filmografía dedicada al cine “de género” y el espectáculo. Sin ir más lejos, la que escribiera inmediatamente antes que la que nos ocupa, Profanación: Los casos del Departamento Q (Fasandræberne. Mikkel Nørgaard, 2014), perteneciente a otra saga de noire nórdico que aquí no hemos olido, pero que lo está petando entre los vikingos. Vamos, que es un profesional de encargo, como la copa de un pino, y especializado en género, además. Le ha metido incluso al drama adolescente con kung-fú en el filme Fighter (Natasha Arthy, 2007), y al thriller político en Lo que nadie sabe (Det som ingen ved. Søren Kragh-Jacobsen, 2008). Eso sorprende.
Y sorprende, simplemente por contraste de contenidos, por lo poco –más bien, nada– que tiene que ver con esos círculos del género puro y duro. En su debut I blodet, Heisterberg abandona de todo punto los birlibirloques y efectismos del cine de agitación, para reflexionar y conmover con un relato más cercano casi al lenguaje del documental –así de extrema es la sorpresa– que a otra cosa, en la línea del ya reglamentario y periódico cine sobre generaciones.
Cada pocos años toca, y ahora existe una llamada Generación Y, de jóvenes, generalmente universitarios, tan “sobradamente preparados” como el melenas guaperas aquel del anuncio de los 90, que curraba no sé dónde y por las noches tocaba el saxo en un club de Jazz –y éste, ojo, era español, se suponía–. Tras los grunges aquellos, ahora vienen estos, hijos del momento en el que las utopías políticas y demás cuentos de María Sarmiento se iban al carajo. Una nueva caterva de white trash europeo del peor, del que alarga la juventud hasta la sobredosis y hace gala, siempre a tope, de un cómodo nihilismo alegre basado en el derroche de bienes, la pérdida de tiempo, y el folleteo ya… por el folleteo mismo, sin gana ni nada. Carne de Tinder muy bien vestida que recicla y no contamina.
En concreto estos de La mejor generación (I blodet. Rasmus Heisterberg, 2016) son de lo mejorcito: cuatro amigos que compran –adviertan que el verbo “comprar” está en negrita– un apartamento en Copenhague para vivir todos juntos mientras se sacan la carrera y se ponen hasta arriba, sacándole el máximo jugo al campo de pruebas socialdemócrata que es la Europa del Norte –piensen que allí, todo el mundo paga impuestos–, dándose al desenfreno, la molicie, la tontuna y la farra generalizada.
No imaginen, por Dios, una peli de esas americanas de juergas llenas de trepidancia, que I blodet es un retrato finísimo, de lo más desprejuiciado y de auteur. La fotografía de Niels Thastum deja con la boca abierta, y el mecer de la casi constante cámara en mano, danza con los hipnóticos temas de score de Jonas Colstrup y del maestro islandés Jóhann Jóhannsson –que anda ahora metido en la nueva de Blade Runner–, más la música diegética de los númerosos garitos que frecuentan sus personajes –hits del tipo Veridis Quo de los Daft Punk y cosas así–, generando una obra más que bien empacada, con nervio y un tono que no se abandona. Todo en I blodet juega a favor de un realismo y sentimiento nostálgico de absoluta añoranza por la niñez forzosamente perdida, perpetrado con una puesta en escena y una dirección de arte basado en el minimalismo y los espacios vacíos. Tan vacíos como el protagonista de esta historia.
Simon y Knud no se pierden un sarao. Salen todas las noches a destrozarse el hígado y, al día siguiente, vuelta a empezar. Pero las cosas se torcerán por una tontería; esas tonterías que se convierten en drama para cualquier europeo de hoy. Cuando la vida cambia y aparecen los trabajos y las familias, se decide unánimemente, con la excepción de Simon, vender el piso. Pero, amigos… el joven Simon no tenía en su plan abandonar el cachondeo, el hurto, la bebida, el ligoteo, la xenofobia esporádica, los gritos nocturnos, la droga fina y las agresiones al tun-tún. A Simon se le acaba el tiempo. Le espera un futuro en le que le va a tocar tirar con fuerza de cajas torácicas y romper costillas flotantes para acceder a órganos humanos, tal y como ve en las prácticas de la carrera. Le toca tratar con la gente real, la que está jodida de verdad. Sólo le queda darse al carpe diem y ponerse más hasta el ojete.
Pero, no se crean, este sinvivir, naif y de señorito, da para drama. Más que por su contenido, por su enérgica impronta, pero La mejor generación (I blodet. Rasmus Heisterberg, 2016) da para mucho. Cuando hay material audiovisual con el que enredar, hay cine y la historia entra sí o sí. Y el nivel de ensayo sumado a los ademanes documentales del filme y una estética audaz como no suele verse, hacen de esta pieza una de esas que, años más tarde, sirve de perfecto retrato.
¿Pega? Pues objetivamente sólo se me ocurre una: quizá una excesiva duración. 102 minutos son demasiados para una farra; para un servidor, son demasiados incluso para una farra de la vida real. Pero vamos, que ya ven que lo comento así, de soslayo, al final del todo; que, por unos minutos de más, no voy a dejar de recomendársela.
Amigos… esta Europa no está al llegar. Está aquí, y sus representantes –siempre a tope–son los dueños del mañana.