GLOW
El pasado 23 de junio, Netflix dejaba subiditos, como es común en el proceder del portal, los diez capítulos que componen la primera temporada de su nueva producción, GLOW. Otra gran apuesta por lo novedoso y bien trabajado, y otra nueva amortización al revival ochenter para el cuarentoner. Esta vez, no se apela al thriller fantástico para adolescentes y drive-inns, como ya se hiciera en Stranger Things (Duffer Brothers, 2016-); sino al mundillo del Wrestling televisado que tanta delicia de tanto crío -y algún que otro padre- hiciera en aquella década de purpurina.
Se ofertaba como “del equipo de ‘Orange is the new black”, cuando en realidad solo una de sus dos creadoras, Carly Mensch, había formado parte de la producción y los guiones de la serie de las reas. La otra showrunner, Liz Flahive, había escrito sus buenos tochos para la irregular aunque impactante Homeland (Alex Gansa, Howard Gordon. 2011), y ambas coincidieron antes de en la que nos toca, en la insuficientemente reconocida Nurse Jackie (Liz Brixius, Evan Dunsky, Linda Wallem. 2009–2015). O sea que aquí hay trabajo del fino, reunido y amasado por la finura para producir de los de Netflix. De entrada, material interesante al que prestarle, cuanto menos, una oportunidad.
Pero es que, en ese curioseo por completismo. En esa hambre caníbal, servidor ha topado con un objeto, sito de pleno en la acostumbrada nostalgia pornográfica que nos baña hoy día, supone un producto de incuestionable tratamiento y definitiva revisión –olvídense de aspaventosidades non sense a lo The Wrestler (Darren Aronofsky, 2008)–. Si bien inconcluso en esta primera temporada, el serial al completo supondrá –mucho se tienen que torcer las cosas para que no sea así– la ficción total sobre la rudeza del entertaiment, la Piedra Rosetta cinematográfica sobre la magia de la violencia escénica y arte dramático trabajando al servicio de la cultura popular. GLOW no sólo es “brillo” y “purpurina” en inglés y las siglas de Gorgeous Ladies of Wrestling, es también un peliculonazo que, de existir realmente en los 80, habría reventado las taquillas más allá del mejor Yoran-Globus. En GLOW se le explica al espectador –por vez primera, quizá– de qué va esto del catch –el “wrestling”, en España, se llama “catch”, como en la mayor parte de Latinoamérica–, y en qué consiste, no sólo desde su óptica de deporte ficticio, sino también desde su épica como espectáculo teatral básico.
En pocas frases, el argumento de GLOW cabe, como es de rigor, en la trasera de una carátula de VHS –póngale la voz de Constantino Romero al leer, si lo desean–: 1985, Los Ángeles, California. ¡Un grupo de inadaptadas se convertirá en el primer plantel de luchadoras de un show televisivo… GLOW!
Y ya, si les parece, antes de meternos en harina sobre la sinopsis, esclarezcamos que sí, que la historia que nos narra GLOW (Liz Flahive, Carly Mensch. 2017) está basada en los avatares de la producción de un viejo programa infantil para los sábados, GLOW: Gorgeous Ladies of Wrestling (Matt Cimber, 1986–1989). Aquí, lo conocimos con unos añitos de delay, en el floreciente Telecinco y bendecido por los comentarios del intransferible Héctor del Mar y el ínclito José Luis Ibáñez. Lo echaban después del Pressing Catch masculino –en USA, Wrestlemania– y se presentaba como… –imaginen ahora la voz del huracán argentino– “¡Desde el Hotel La Riviera de Las Vegas…! ¡Las Chicas… con las chicas!”. Así Pressing Catch: Las chicas con las chicas venía a destruir en su traducción cualquier épica feminista en el llamado “teleteta” de la época. Pero ahí lo dejo, sólo para que tiren de recuerdo.
El caso es que, en USA de origen, GLOW –que es título mucho más elegante y nada sexista– tiene su chicha hasta social, no se crean, pura pugna política con resonancias en todas las clases yankees. El show televisivo resultante, pionero en su modalidad femenina, terminó en un producto variopinto, moderno, rockero, disparatado y lleno, lleno, lleno de humor. Un espectáculo de reclamo aparentemente erótico, al que supieron dar la vuelta para que sólo quedara en eso, en “aparentemente”; y que sin embargo ofrecía una vuelta de tuerca más a los culebrones del wrestling de toda la vida, con sus testosterónicos armarios de cuatro puertas retorciendo sus caras. Ninguna de estas mujeres era capaz de aguantar determinados impactos de las coreografías masculinas; pero tampoco ningún hombre pesaba lo suficientemente poco como para volar tan alto como Liberty, la superheroína de America.
Pero es que encima, entre combate y combate, las chicas podían actuar –¡sorpresón!–; y no me refiero a escupir a la lente de la cámara vociferando al lado de un señor calvo muy bajito, sino a llevar a cabo sketches humorísticos donde colaban subtramas que luego se resolvían –o se alargaban– en el ring. Pressing Catch: Las chicas con las chicas fue un espectáculo para niños y adolescentes cuyo corte pseudoerótico, en un estallido de feminismo espontáneo –no del todo, pero tampoco quiero hablar de más– quedó truncado bajo un sinfín de elementos más que hacían que, esta vez, hasta las niñas se sumaran a la audiencia. Insuficiencia de erotismo que quedó reflejada en la parrilla de nuestro Telecinco, que no lo dejó fuera de sus mañanas para los peques.
La cosa era tan vanguardista que servidor, que contaba entonces con apenas diez años, recuerda Pressing Catch: Las chicas con las chicas (GLOW: Gorgeous Ladies of Wrestling) como la llave hacia la verdad. Todo tenía que ser, como comentaban los mayores, una pantomima, pura mentira… y aquel programa no dejaba duda al respecto, puesto que todas las luchadoras, heroínas y villanas, rapeaban juntas en el cuadrilátero en la cabecera del show. Si deciden darle la oportunidad que merece, en esta manantial inagotable de series, verán la gestación de ese rap.
Nada más que durante tres temporadas sirvió de sustento este programa para sus hacedores. En el wrestling de ahora, simplemente hay una liga femenina, pero en nada difiere de la masculina. No tenía, ni el ingenio, ni el encanto, ni –ni de broma– el ritmazo de aquel programa. Aquel panteón de “superhéroas”, entre cuyas integrantes los niños encontramos amigas para toda la vida de la talla de La hija del granjero o Montaña Fidji, desapareció y nadie volvió a hablar del tema. Hasta hace unos pocos años, que el documental GLOW: The Story of the Gorgeous Ladies of Wrestling (Brett Whitcomb, 2012) vino a rescatar la memoria de aquellas wrestlers a modo del mejor “¿Qué fue de…?”. Pero ahora, Flahive y Mensch han decido montar una ficción para captar la epopeya de la preproducción de esta locura en toda su épica y ordinariez. Y porque, sin épica, no hay revival nostálgico de ese que hablamos.
De esta manera, las chicas de nuestro GLOW se las ven y se las desean para llevar a buen puerto este loco experimento del show bussiness de la costa oeste. Y así, de manera constante, y por supuesto trufado con absolutas invenciones, la trama de la serie de Netflix no deja de subrayar o enseñar, aunque sea al soslayo, acontecimientos que tuvieron su réplica en la vida real. Desde el propio director del programa, el cineasta maestro del slasher barato Sam Sylvia, muy posiblemente inspirado directamente en el director del formato original Matt Cimber, nacido Matteo Ottaviano y autor de alguna euromaravilla comentada por aquí; hasta el tierno personaje que encarna la adorable Britney Young, Carmen Wade alias Machu Pichu, en claro homenaje a Montaña Fidji –que encarnaba la actriz Emily Dole–. Y desde luego no ha de desgastarse uno los codos para llegar a la conclusión de que el character de la “buena”, Liberty Belle, es la representación de Liberty a secas, el personaje protagónico que encarnaba Penelope Johnson en los ochenta.
Y el resultado va mucho más allá de la fórmula refrito con añadidos. Si bien es verdad que a lo largo y ancho de la temporada circulan artistas de pelazo indómito, creadores de hits inmortales, de la talla y el precio de los Journey, Quiet Riot, los Scorpions, el mismísimo Bowie… y que sí, que hay mucho glow, mucho flare, mucho promist y mucho lo que usted quiera, pero la referencialidad de este proyecto no se basa sólo en eso, ni sólo en lo de siempre, ni los guiños consisten simplemente en poner el póster de una peli en la localización de turno. Y, además, los efectivos fotográficos están puestos con valor, sin pudibundeces ni amilanamientos ante el nuevo espectador, que lo mismo se asusta el pobre.
Hay capas repletas de referencialidad, y bajo esas capas, más capas. Y entre estas capas que les digo, sitio para un relato cómico tenaz, con un peso dramático rebosante de agudeza y un discurso serio, explícitamente político, al tiempo que se advierte una profunda generosidad personal en la autoría. Una serie en la línea de las películas de superación deportiva, al tiempo que un documento melodramático insólito sobre el mercado laboral en el mundo de la interpretación, y los complejos que enfrentan arte y cultura popular. Pero también un inteligente ensayo sobre la percepción pública de los estereotipos, sobre la madurez del feminismo en el mundo capitalista, los orígenes de problemas que nos están estallando ahora en la cara, el rol de la mujer en el mercado laboral, la liberación sexual, la paradójica soledad del entertainer… cargadita viene esta serie.
“El día en que Donald Trump fue elegido presidente estábamos rodando el episodio número seis y no podíamos creer lo que estaba ocurriendo porque pensamos que íbamos a tener la primera mujer presidente, pero al día siguiente tuvimos que volver al trabajo con el estímulo de que ahora más que nunca son necesarios los tipos de mujeres de Glow”
Liz Flahive (El Mundo, 2017)
Tomando como columna vertebral la consecución de emisión del programa en todo su proceso, desde el proceso de vender motos para incautar fondos a patrocinadores, hasta el de ablandado de carne a base de hostias como panes contra la felpa que cubre la chapa que hace de suelo para el ring y de base de efectos sonoros para la velada, GLOW se toma el mundillo del wrestling con absoluta solemnidad, como si de un ingenuo Footloose de la época se tratara.
Y lo hace para, después, en sus tramas secundarias, ir dejando que el espectador, poco a poco, encuentre la verdadera épica, algo bello, brutal y espectacular.
“El ring es como una metáfora en la que se encuentran estas mujeres. Allí son superheroínas, pero fuera no. Fuera han de asumir éxitos y fracasos”
Alison Brie
La posición feminista, que no su puesta en escena -que esa tiene que seguir en 1985 por mor de la ficción- es del todo actual, si bien es verdad que el desarrollo de este discurso está tan perfectamente imbricado en la trama que, ni empece su desarrollo, ni desentona su presencia. El culebrón se desarrolla raudo, los capítulos acaban en alto y la acción es mucha. ¿Qué más se puede pedir, grandes dosis de dramatis artis? Pues también las hay. En GLOW cada muchacha es una actriz solvente y veterana, o bien una estrella talentosa de primer orden, perfectamente entrenada para hacer “popeyes” y “quiebrossss de cintura”; cuando no una profesional del medio. Por ejemplo, la actriz que interpreta a la opulenta Tammé Dawson es Kia Stevens, campeona del mundo de esta modalidad de cachondeo, con el nombre de guerra de Awesome Kong.
Pero la verdadera sorpresa dentro de este cast donde las sorpresas –para bien–, más que abundar, chorrean, es el alivio cómico principal de la serie, el único personaje masculino de peso dentro de tanta coralidad de personajes, el ficticio director de Cine-B Sam Sylvia. Oro puro sobre el papel a quien el humorista, guionista, compositor y director Marc Maron da vida.
Un actor, humorista, guionista, compositor y director curtido entre las huestes del Saturday Night Live, y desconocido de todo punto en nuestro país, que llegó a contar con serie propia donde hacía “de sí mismo”, Maron (Marc Maron, 2013-2016), y que ahora resalta sobre sus compañeras femeninas con este señor gruñón colmado de frustraciones artísticas, negaciones sexuales y demás taras. No me pierdo, a partir de ya, lo que haga este caballero.
Y vamos, que poco más les puedo contar sin cometer spoiler del fino. Sólo puntualizarles que, como bien pasa con todos estos trasiegos de la nostalgia pop, le hará más tilín la cosa si recuerdan, aunque sea poco, el momento concreto –y crucial– donde transcurrió todo.
Que todos los amantes del aburrimiento se marquen a fuego esta idea: hacer o consumir entertainment no es pecado. Y ningún espectáculo es malo si el amor puesto en su fabricación es copioso y las malas costumbres de las que se sirve para hacer sensación, son de mentira. Y, por Dios, si alguien ha visto los spots de la promo española… que los borre de su mente, que no los asocie jamás con la serie.