Fin de semana cultural en Budapest
A la capital de Hungría se suele llegar en avión. Sin embargo, los cruceros desde Viena o desde Bratislava, o incluso el viaje en tren desde Praga y a través de Eslovaquia, ofrecen una introducción más armónica al paisaje. Además, el viaje en barco o en ferrocarril ayuda a calibrar la importancia del Danubio en la historia de las generaciones y culturas que han germinado, luchado y convivido en sus orillas. El ensayo El Danubio, del triestino Claudio Magris, podría ser también un estupendo compañero de viaje.
Sea cual sea la puerta de entrada a Budapest, resulta inevitable que la primera impresión de la ciudad gire en torno al gran río, los puentes monumentales que lo salvan y la solemne estampa del Parlamento. El esplendor de ese escenario inicial resume buena parte del encanto de la ciudad, de su decadente atmósfera imperial y de un carisma que ha sobrevivido a todos los horrores que la acecharon, ya desde antiguo con las invasiones tártaras del siglo XIII, la ocupación otomana durante siglo y medio o el posterior dominio austriaco. Pero muy en especial a lo largo del siglo XX, pues en Budapest dejaron su huella reciente las dos guerras mundiales, el Holocausto judío, la Revolución de 1956, la invasión soviética y varias décadas de dictadura comunista.
Una urbe de intelectuales
Hoy la capital húngara vuelve a ser una de las ciudades más dinámicas y con mejor oferta cultural de Europa. La vitalidad artística recuerda sus mejores tiempos, como durante el primer impulso humanista del Renacimiento, auspiciado por el rey Matías Corvino; o en pleno apogeo del Imperio austrohúngaro; y durante los dulces años 1920 y 1930, cuando la vida intelectual y galante de Budapest rivalizaba con la de Viena, Berlín o París. Los escritores y artistas de entonces se reunían en cafés que, en muchos casos, han resistido hasta la actualidad, a veces tras sortear los años de la era socialista convertidos en tabernas, almacenes u oficinas no oficiales de los gerifaltes del régimen.
Ahora lucen de nuevo sus mejores galas tres focos intelectuales del pasado, como el café Alexandra, con su estilo art nouveau y su librería, el veterano Astoria o el barroco e imponente New York. Muy cerca, Gerbeaud sigue vendiendo los mejores mazapanes de la ciudad. Junto al Museo de la Palabra y a la encantadora plaza ajardinada de Károlyi kert, el Central ha sabido recuperar el ambiente literario de las tertulias de antaño, y el Müvész, casi frente a la Ópera, conserva intacta su esencia bohemia.
El café Central ha sabido recuperar el ambiente literario de las tertulias de antaño, y el Müvész, casi frente a la Ópera, conserva intacta su esencia bohemia
Los edificios y monumentos más emblemáticos de la ciudad pertenecen a la época imperial, aunque en su mayor parte reconstruidos tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Los más reconocibles para el recién llegado son el citado Parlamento neogótico de 1904, que por las noches, iluminado y majestuoso, parece flotar sobre su reflejo como un barco de piedra amarrado a los muelles del Danubio. O el llamado Puente de las Cadenas, cuya construcción finalizó en 1849, impulsada por el aristócrata István Széchenyi, verdadero artífice del gran florecimiento urbanístico de la ciudad a finales del siglo XIX. Pero también llamarán su atención la basílica de San Esteban en Pest, con su enorme cúpula, el bellísimo Museo de Artes Aplicadas, los otros puentes decimonónicos sobre el río o el perfil del castillo de Buda.
Dos ciudades en una
Buda y Pest. El visitante se familiariza enseguida con esta dualidad de la capital húngara. La urbe actual no surgió oficialmente hasta el año 1873, cuando se unificaron las tres ciudades que coexistían a orillas del Danubio: la comercial Pest en la extensa llanura del margen oriental; la regia y cortesana Buda, sobre las colinas de la ribera occidental; y justo al norte de esta, Óbuda, heredera de Aquincum, el primer asentamiento romano, cuyo nombre en húngaro significa "vieja Buda" y que ha dado origen al gentilicio "aquincenses" de la capital. Cada una de las tres conserva su carácter, y sus habitantes todavía se refieren a ellas por su nombre cuando se desplazan de una a otra.
La capital húngara parece diseñada por un paisajista que hubiera puesto especial esmero en ofrecer una panorámica tras otra
Como en un inmenso cuaderno a cielo abierto, la historia de la ciudad se puede leer en cada paseo, andando por sus calles, plazas y bulevares o, si se tiene ocasión, curioseando en alguno de sus innumerables patios interiores, que ofrecen una experiencia más íntima y genuina de la vida de los húngaros. Pero, para tener una mejor perspectiva general, conviene subir a alguno de los miradores de Buda, pues la capital húngara parece diseñada por un paisajista que hubiera puesto especial esmero en ofrecer una panorámica tras otra.
Desde la colina del castillo, y en particular desde el Bastión de los Pescadores, las vistas quedarán para siempre en la memoria del visitante. Si accede al caer la noche, bien en el funicular de época desde la plaza Clark Ádám, bien en el pequeño autobús urbano de la línea 16, contemplará la estampa iluminada del Parlamento y del puente de Margarita. Si se acerca a la balaustrada del Bastión a media tarde, podrá ver cómo el ocaso se refleja en las fachadas de la orilla opuesta, y si hace un pequeño esfuerzo levantándose antes del alba, la contemplación del amanecer surgiendo más allá de la inmensa planicie de Pest recompensará con creces el madrugón.
A lo largo del día, el barrio del Castillo bien merece una caminata, por la tranquilidad de sus calles y paseos de ronda, por la delicada belleza de la iglesia de Matías o por los excepcionales museos del castillo y el Palacio Real, como la Galería Nacional, de donde se sale con una noción más amplia y matizada del relato de la nación húngara.
Icono de renovación
El otro gran mirador al que vale la pena asomarse es el de la Ciudadela, en la colina de Gellért, desde donde se puede admirar la colina del Castillo en la distancia y apreciar toda la dimensión del centro urbano. El lugar es una buena muestra de cómo los húngaros han sabido reconvertir la desgracia en seña de identidad. La robusta fortificación que gobierna la colina fue obra de los Habsburgo, dispuestos a sofocar a cañonazos cualquier síntoma de rebelión tras la fallida Revolución Húngara de 1848. Y la colosal estatua "de la Libertad" que remata el lugar fue erigida por los soviéticos en 1945. Pero desde 1989, el Castillo pasó a ser símbolo de los nuevos tiempos tras la verdadera liberación política del país.
En el hotel balneario Gellért, al pie de la colina, sorprenden sus célebres piscinas entre suntuosas columnas
Se repite la ironía del destino al descender hasta el puente de La Libertad (Szabadság híd), quizá el más hermoso y elegante de los que se tienden sobre el Danubio en Budapest. Con su estructura de acero verde, es una perfecta recreación del original de 1896 que fue destruido por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
Antes de cruzar hacia Pest, conviene hacer una visita al hotel balneario Gellért, al pie de la colina; sorprenden sus célebres piscinas entre suntuosas columnas y bajo una lujosa vidriera modernista.
Budapest es una ciudad para toda clase de viajeros, del sibarita más pudiente al caminante más humilde, y recorrerla es en sí mismo un placer que la red de transportes facilita. De hecho, caminar, tomar el tranvía, descender en cualquier barrio, tomar de nuevo el tranvía y explorar a pie una nueva zona, le ofrece al paseante una recompensa tras otra. Desde el parque Városliget, por ejemplo, podemos acercarnos a la explanada de la Plaza de los Héroes, junto al excelente Museo de Bellas Artes, y contemplar desde allí toda la extensión de la avenida Andrássy. Bajo el asfalto del gran bulevar discurre la línea de metro más antigua de la Europa continental, inaugurada en 1896 y una atracción en sí misma.
Convendría reservarse una tarde para recorrer a pie toda la elegante Andrássy y detener la vista en sus palacios y casas señoriales. Después, continuar más allá del nudo de transeúntes del Oktogon y pasear junto a los cafés, teatros, librerías y tiendas de la Milla de Oro hasta el edificio de la Ópera Nacional. O quizá desviarse por la plaza Liszt Ferenc –así llaman los húngaros a su artista más universal, siempre con el apellido delante, como es costumbre en el país– hasta la casa museo del compositor y su Academia de Música. Desde ese punto hay un corto paseo hasta la Gran Sinagoga, una verdadera joya de aires bizantinos, rodeada por la animada vida nocturna del barrio judío, el antiguo gueto, donde hoy la música de los bares y las risas de los jóvenes parecen borrar los trágicos ecos de hace menos de un siglo.
La Gran Sinagoga es una verdadera joya de aires bizantinos, rodeada por la animada vida nocturna del barrio judío
Al cruzar de nuevo el Danubio tenemos varios itinerarios alternativos. Uno de los más atractivos consiste en acceder al pulmón verde de las colinas de Buda en el tren de cremallera de la línea 60, el "Tren de los pioneros" o en el telesilla desde Zugliget, para luego subir a la torre de Isabel en la colina János, que depara unas vistas memorables. La serena plaza Fo, los museos del palacio Zichy o la isla del astillero permiten vislumbrar cómo fue Óbuda en el pasado. Un poco más al norte nos espera el impresionante anfiteatro civil de Aquincum, la ciudad romana en la que el emperador y filósofo Marco Aurelio escribió parte de sus Meditaciones en el siglo II.
Para los amantes de las artes
La literatura húngara contemporánea es un caudal inagotable de talento que va más allá de escritores como Imre Kertész o Sándor Márai y alcanza nombres como Ádám Bodor, László Krasznahorkai o Szilárd Borbély, por mencionar solo algunos. Tal vez sea por el genuino amor de los húngaros por la lectura, a todas horas y en todo lugar, en cualquier parque o, por ejemplo, en la hermosa biblioteca Ervin Szabó.
Del mismo modo, si la música tiene un protagonismo especial en Budapest, quizá no sea únicamente por la inmensa tradición clásica a partir de Franz Liszt o Béla Bartok, sino también por su impronta cotidiana. Al húngaro le gusta especialmente disfrutar de la música al aire libre, como demuestra durante los ciclos de conciertos que organiza la ciudad a lo largo del año. Los festivales musicales se suceden en las tres estaciones del año en que el Danubio se desembaraza de su costra de hielo invernal y sus aguas vuelven a fluir con brío entre Buda y Pest: las representaciones de ópera en las explanadas de hierba de la isla Margarita, el popular Festival de Primavera, el veraniego Sziget Festival, durante el que la isla de Óbuda es tomada por miles de apasionados de la música electrónica y, en otoño, el CAFe Budapest Festival, un encuentro mundial de músicos y artistas de todas las tendencias.
En cualquier época del año, pero quizá en primavera con más esplendor si cabe, mientras la ciudad recupera la sonrisa tras el letargo del frío y la gente vuelve a tomar las calles, el viajero puede descubrir que Budapest no es solo la memoria de una Europa que vivió siempre en conflicto, sino también el renovado recordatorio de una celebración por todo lo que es aún bello y digno de ser vivido.