El Fundador
Esta semana llega a nuestras pantallas El fundador (The Founder. John Lee Hancock, 2016), la esperadísima película sobre el fundador de la cadena de restaurantes fast food más conocida en el mundo entero, con el inefable Michael Keaton interpretando a Ray Kroc, el hombre que le arrebató el imperio a los hermanos Mc Donald, los de las hamburguesas. Un biopic dramático, no exento de toneladas de humor, escrito por Robert D. Siegel, autor del guión de El luchador (The wrestler. Darren Aronofsky, 2008) y narrado por el más que solvente director de encargo John Lee Hancock –viene de las series de t.v. y es responsable de, entre otras, El Alamo: La leyenda, para nada desdeñable; o la más que aconsejable Al encuentro de Mr. Banks–.
No se sabe muy bien si por lo barato, si porque puedes dejar a los chiquillos perdidos entre las bolas, por la “salsa secreta”, por el payaso Ronald o por qué, pero absolutamente todo el mundo sabe qué es eso del McDonald’s. Estudios de estadística dicta que, actualmente, la gran “M” que sirve de logotipo a la franquicia es más reconocido que la cruz católica –en serio, según una encuesta realizada por la compañía de investigación de mercados SRI, el 88% de los ciudadanos del planeta es capaz de identificar la “M” dorada, mientras que sólo el 54% reconoce la cruz de Jesucristo–. En sus edificios se han servido más hamburguesas que ladrillos en la mejor época de nuestra burbuja, la cadena se ve envuelta cada poco en algún tipo de polémica y sus números dan un vértigo de agárrate y no te menees –la revista The Economist creó el “índice Big Mac”, una investigación que permite comparar el poder adquisitivo de distintos países donde se vende la hamburguesa–. Por eso, cuando menos, sorprende que Hollywood haya tardado más de 75 años en aprovechar tal material épico-dramático –como han de ser todas las grandes historias sobre emprendedores americanos, acaben mal o bien–. Y más, si hablamos de un personaje tan suculento como Ray Kroc.
“McDonald’s será la nueva iglesia americana y no abrirá sólo los domingos”
Ray Kroc, años 50
Ray Kroc era un sencillo vendedor de Illinois, que cuando conoció a los hermanos Richard y Maurice McDonald llevaban una hamburguesería al sur de California. Kroc supo ver el potencial de la franquicia y, de la manera más subrepticia y siseante, fue ganando posiciones hasta arrebatársela a los hermanos y crear el hoy imperio de un billón de dólares que todos conocemos y que inspira incluso a los mayoristas de ficción.
El origen de McDonald’s como compañía tiene dos etapas diferenciadas: la primera, es aquella en la que los hermanos –interpretados en el filme por Nick Offerman y John Carroll Lynch– llevaban las riendas de un cotarro que había comenzado con la inauguración de un puesto de perritos calientes. En la segunda, es en la que entra Ray Kroc, que tomó las riendas del negocio familiar para convertirlo en una expendedora de dólares multinacional.
Richard y Maurice McDonald se habían criado en el seno de una familia de inmigrantes irlandeses que llegaron a New Hampshire a principios del siglo XX. Pocos años después, después de que la familia se mudara a California tras la Gran Depresión, Hollywood estaba erigiéndose levantando las naves de lo que pronto serían los llamados “Grandes Estudios”, y los jóvenes Dick y Mack encontrarían trabajos y chapuzas con las que ganarse la vida. Pero su vida cambió el día que les dio por fijarse en un puesto ambulante de perritos calientes que había apostado cerca de los platós. La idea de ese negocio, capaz de despachar a toda prisa, sin mesas que limpiar ni sillas que recoger ni nada, les caló bien hondo, y en 1937 ya le habían pegado el correspondiente sablazo al padre para abrir The Airdrome, un pequeño puesto en plena Ruta 66. Tanto lo petaron que, tan sólo un año más tarde, abrían su primer restaurante en San Bernardino. Este establecimiento, ya se llamaba McDonald’s Bar-B-Que, y era un drive-in al uso, con su autocine y su todo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, a los hermanos les da la ventolera y deciden cerrar para reinventarse por completo. Su local era el drive-in más popular de San Bernardino, pero Dick y Mac tenían un sueño obsesivo… ser millonarios antes de cumplir los cincuenta. El plan era aplicar a su negocio el sistema productivo que estaba efervesciendo: el taylorismo. Tenían que agilizar los procesos para alcanzar la máxima eficiencia, y el mejor ejemplo a seguir era Henry Ford y su “cadena de montaje” para hacer coches, ¿por qué no aplicar el mismo sistema para hacer hamburguesas? Redujeron el menú a su mínima expresión –hamburguesas, que era lo que más vendían, más complementos–, montaron las cocinas como si de una fábrica se tratase, y se ahorraron costes suprimiendo las sillas, las mesas y los camareros. Una vez conseguida la mecanicidad en la cocina, las tareas que quedaban no requerían mano de obra cualificada, ni por tanto, sueldos más allá del salario mínimo interprofesional. Con el negocio reinventado, tocada invertir en la marca y eso que los gominas llaman ahora el “branding”. Es en esta época cuando nacen los arcos dorados que componen la “M” que todos nos sabemos bien, y cuando el nombre comercial de la empresa se resumió en McDonald’s a secas.
El establecimiento de San Bernardino supuso el origen de la llamada fast food. Se expedían hamburguesas como si fueran churros, reventando el mercado con sus bajos precios y haciendo aumentar los bolsillos de los hermanos hasta términos inimaginables. Entonces entraría en juego Ray Kroc, Nuestro excéntrico protagonista, que en aquellos momentos no se conformaba con lo ingresado por el mundo del empaquetamiento, al que se dedicaba, y que tocaba el piano por las noches en una emisora de radio local, para dar lugar a la segunda etapa.
Un cliente llamado Earl Prince, le mostró una máquina que había diseñado, una especie de batidora múltiple que se usaba mucho en las cafeterías. El olfato llevó a Kroc a dejar su empresa y hacerse con los derechos en exclusiva de esta máquina Multimixer para comercializarla por todo el país. A finales de la década de los 40, el negocio rentaba de lo lindo, pero todo cambió de la noche a la mañana y las ventas comenzaron a caer con la migración de la población a las grandes ciudades. Sin embargo, en 1954 la casualidad volvería a cruzarse en el camino de Kroc. Cuando la mayoría de sus clientes estaban cerrando, recibió un pedido de ocho de sus Multimixer para un restaurante de San Bernardino que necesitaba hacer cuarenta batidos a la vez. Kroc se quedaría perplejo por tal pedido y, sin pensárselo demasiado, cogería el primer vuelo a California para conocer a sus nuevos clientes.
Al llegar al restaurante de San Bernardino, su perplejidad aumentó: en aquel negocio había cola para comprar hamburguesas que se despachaban en menos de un minuto y sólo eran 11:30 de la mañana. Entonces vio la solución a sus problemas económicos; si esta gente tuviera más restaurantes él podría vender cientos de Multimixer. De esta manera, Ray Kroc se sentó a hablar con los hermanos McDonald y consiguió acordar con ellos que, una vez que Dick y Mack encontraran un nuevo agente que les gestionara la expansión de la marca, él tendría la exclusiva para vender sus máquinas a todos sus locales. Sin embargo, de vuelta a Chicago, y acuciado por una inminente bancarrota, Ray pensó que las oportunidades de beneficio serían mayores si era él mismo quien gestionara la expansión de McDonald’s.
Los hermanos McDonald recibían visitas de comerciantes y hombres de negocios de todo el país. Su éxito había cundido en la prensa más allá de California, y todo emprendedor quería vincularse a ellos de alguna manera. La mayoría de estas propuestas se ambientaban en el estado, pero el embite de Kroc apostaba más alto; abrir McDonald’s de costa a costa del país. Dick y Mack no terminaban de verlo porque ya vivían muy bien, pero cerraron un acuerdo con Ray que le permitiría usar la marca en exclusiva para levantar franquicias donde quisiera durante diez años. Como contraprestación, Kroc debería de factura un mínimo de 950 dólares por cada una de ellas, quedándose él con el 1,9% de las ganancias de cada local –porcentaje del cual, debía entregar casi una tercera parte a los brodas–.
Un contrato demasiado a favor de los intereses de los hermanos, que sin embargo Kroc firmó –sin abogado, ni nada– ante la desesperación de la ruina, tragándose incluso el farol de Dick McDonald que consistía en el típico interesado con buena oferta debajo del brazo, esperando por si Ray Kroc se rajaba. Eso sí… con sus huevos toreros, en abril de 1955, Kroc termina abriendo su primer McDonald’s en Des Plaines (Illinois). Sus beneficios, en comparación con los obtenidos por los hermanos irlandeses, era bastante de broma; pero en cinco años, nuestro héroe había colocado más de 200 franquicias por todos los USA, arrastrando, eso sí, más de cinco millones de dólares en deudas con los bancos.
A su asesor financiero, Harry Sonnenborne –B.J. Novak en la película–, se ocurre una ingeniosa argucia para salir del atolladero; pedir prestado para comprar terreno. El negocio para los bancos no eran las hamburguesas sino los bienes inmuebles, así que finalmente Kroc obtiene la pasta, pero… los hermanos no quieren vender el restaurante de San Bernardino. Kroc acepta a su pesar, con el acuerdo de que Dick y Mack no podrán usar el apellido –su propio apellido– para nombrar el local de San Bernardino. Los hermanos McDonald aceptan, y en poco más de un mes, son millonarios perdidos. Kroc se vengó abriendo un McDonald’s frente al viejo local de San Bernardino. Los hermanos maléficos echaron el cierre al año siguiente…
Y es, más o menos por estas fechas, cuando tiene lugar la trama de El fundador (The Founder. John Lee Hancock, 2016), los años en los que Ray Kroc se desvincula del todo de los McDonald. Un período frenético donde el mundo de las hamburgueserías estaba viviendo un crecimiento imparable por todo el país, y comenzaban a abrirse al mercado internacional. Kroc sería quien llevaría a la franquicia al devorador éxito del que goza hoy día, gracias a una apuesta constante en mercadotecnia y publicidad.
Así, asistiremos a como Kroc vuelve a poner sillas y mesas, añadiendo artefactos donde perder a los críos, como crea al payaso… Por ejemplo, veremos a Fred Turner –a quien interpreta Justin Randell Brooke en el film– y como, trabajando en un nuevo logotipo con forma de “V”, inspira al artista Jim Schindler para formar la “M” que ha triunfado hasta hoy mediante la unión de los arcos… Esas chorradas basadas en la épica de lo blandengue y anodino, que es lo que triunfa hoy día. Y, de esta manera, lo que se nos mostraba ante los ojos como el perfecto manual del emprendedor americano, acaba en lo pesadillesco y atroz, perfecta y astutamente articulado por el buen hacer de John Lee Hancock. Sabemos que Keaton interpreta a Kroc, pero bien podríamos estar ante la precuela perfecta de Bitelchús (Beetlejuice. Tim Burton, 1988). Kroc se muere y… cuatro años más tarde, es el fantasma del traje a rayas –no me hagan caso, pero téngalo en cuenta–. Un cuento a la oriental, de esos demasiado hot para esta ‘Era Trump’, que desmitifica la fábula del american way of life para empresarios de toda la vida.
Espectaremos frente a esta especie de “Lobo de la fast food”, posiblemente rodada con nervio insuficiente, en ocasiones de ademanes tan plásticamente insípidos como los empanedados que retrata. Pero nada de eso empecerá contemplar una mordaz sátira corporativa plagada (o mejor, “minada”) de detalles. Con más de un momento brillante y un excepcional trabajo fotográfico del ínclito John Schwartzman –La Roca, Pearl Harbor, Seabiscuit, más allá de la leyenda, Jurassic World…–, así como una certera y vibrante partitura obra de Carter Burwell –habitual de las películas de los Coen–. Todo en extraña sintonía esto –del tono, en el cine de hoy día, a veces, ni existe– para generar una ambientación de esas a las que nos tienen acostumbrados las grandes superproducciones hollywoodienses.
Es bien cierto que Hancock gusta, casi de manera irrefrenable, de retratar la América rústica del Medio Oeste en toda su nostalgia bucólica, al tiempo que retrata a golpe de pop. Y, si bien una cualidad “descafeiniza” la apatía y el escepticismo que requiere una historia de tal misantropía, la otra parece descubrir un ritmo, en concordancia absoluta con la descripción de procesos casi constante que la cinta se describe –uno puede aprender de lo lindo sobre producción de hamburguesas mustias– y con un brillante trabajo con los actores, donde cada uno encuentra su momento para lucirse con holgura y la lacerante ejecución de Keaton desasosiega el ánimo del espectador más progresista. Su personaje avanza taladrando, acusador y satírico, con la máxima tan en concordancia con el votante “trumpista” de que “nada en el mundo puede reemplazar la perseverancia” .
Kroc abandonaría esta realidad en 1984, dejando un legado que toda gran marca envidiará durante décadas. Los del cine han tardado, pero El fundador (The Founder. John Lee Hancock, 2016) ya existe. Queda ya una épica formulación de cómo el mundo entero… solucionó su merienda-cena para siempre, aparte de joderse bien los triglicéridos.