Dogs
Seguimos con nuestras recomendaciones de entre el copioso baúl que trae consigo el Atlántida Film Fest de este año. Ya podemos los españoles de bien, catar Dogs (Câini. Bogdan Mirica, 2016), una película rumana, coproducida al alimón con Francia y Bulgaria, que no pudo ser catada en su estreno en salas, porque no hubo. Gracias a la iniciativa de Filmin y a este sacrosanto festival veraniego, ese descuido de distribución queda subsanado. Al menos en “el ordenata”, que es lo que se lleva ahora, lo más in y Millennial, la puede catar.
Es de cajón y cabezonería que, quitando a aquel que lo evita, el cine americano ha calado, desprovisto ya de prejuicio de la crítica, entre las nuevas generaciones de cineastas de todo el mundo. Agrada ver que determinadas temáticas o propuestas, que hasta hace pocas décadas parecían exclusiva del norteamericano cañón, ahora pueden suceder –y suceden– en países asiáticos, oceánicos y europeos. Y agrada más cuando, el universo referencial queda sito en lo estructural y en el género, sin perder una pizca de lo que Don Federico Fellini llamaba el “localismo“. Que es lo mismo que el “helenismo” en arte, que se lo he conta’o ya muchas veces, y que no es otra cosa que “lo propio del lugar”.
Esto es lo que es Dogs, el debut en el largometraje de Bogdan Mirica, guionista y director, autor total de esta fábula policial cuya corteza se astilla, secuencia a secuencia, porque hay mucha miga. Tanta que a servidor, lo confieso, se le escapa; lo cual no empece disfrutar de una buena trama policial, con giros sorpresivos el último es de quedarse mudo unos cuantos días de los buenos, no de los que se llevan ahora en el cine del superheroísmos, de esos que no se cree nadie porque, o se exceden de rebuscados hasta que los sorpresivo se torna en aburrimiento, o se huelen desde siete portales más allá. Que va, amigos… Dogs es puro noire, policiaco del de toda la vida, inquietante e inesperado. Y además en Rumanía.
“Se dónde viven las garrapatas, no he nacido en París”
Teniente Hogas (Gheorghe Visu) en Câini (Bogdan Miricá, 2016)
La secuencia-gancho es, como es de rigor, impactante. Pero de un impactante medido hasta el paroxismo, finísimo, meticuloso. En lugar de entre las colinas de Hollywood, la cámara va descubriendo terreno a ras de suelo, en un prado rumano agreste y pueblerino. De entre la ponzoña de una ciénaga marismal, emerge un pie de persona cercenado y aún enfundado en su bota.
Ésta es la apertura del filme, que aglutina estos dos elementos de los que le venía hablando más arriba, pero todo el frega’o comienza con Roman (Dragos Bucur), un señorito de ciudad, de los pocos que viven bien en toda Rumanía, perteneciente a una nueva generación recuperada de las pasadas tiranías. Este hombre, tiene que dejar su chalete y a su bellísima señora (Raluca Aprodu) para viajar a la región de Dobrogea, cerca de la frontera con Ucrania, a un pueblo dejado de la mano de Dios.
Su abuelo ha muerto recientemente y Roman ha heredado unas nuevas tierras en este inhóspito lugar. Se las ve, pues, en un marrón bastante incómodo, con una casa vieja con la que no sabe qué hacer, un perro que se cae a pedazos y unas tierras que tiene que vender a toda costa. Al poco de llegar, la policía local le revela que su abuelo era un importante capo de la mafia, y que sus descampados se utilizaban para el tráfico de cosas que no se pueden vender. Imagínense pues, el ensanche del marrón: “el viejo” ya no está, su nieto es un tipo de ciudad que no se va a pringar en estos oficios, y los garrulos contrabandistas que trabajaban para su abuelo no quieren perder su modo de vida. Súmesele a la operación el personaje de Hogas –al que da vida el veterano Gheorghe Visu–, arquetipo de “madero que está hasta los huevos”, y ya tiene el buen policíaco montado. ¿Qué quiere a Gene Hackman o a Tommy Lee Jones? ¡Esos ya están muy vistos, hombre! Lo hacen tan bien porque están hasta los huevos de verdad.
Roman pronto descubrirá que, esas tierras, no va haber quien las venda, porque habrá, sí o sí, tangana con los quinquis rurales. Justo para lo que está hecho un hombre como él, que no se ha pega’o con nadie en su vida, ni el recreo. Imagínense la marimorena que queda.
La propia ficha de Filmin destaca en su sinopsis las indiscutibles similitudes con el clásico moderno Perros de paja (Straw Dogs. Sam Peckimpah, 1971) y a la imprescindible y perfecta No es país para viejos (No Country for Old Men. Hermanos Coen, 2007), pero por supuesto la mandanga referencial no acaba ahí. Jacques Becker y sus procesos sin elipsis, Jean Pierre Melville y sus personajes perdidos y disfrazados de lo que no son… Dogs –Câini en su original, así con circunflejo– es una cinta precisa hasta su último engranaje, lacónica escena por escena por mor de la atención en el desarrollo de los sucesos, en esa vieja olvidada que es la trama. Igual que los Coen en el Fargo (1996) original, Mirica no rueda un plano de más en uno sólo de los bloques, y además acompaña el trabajo conseguido con un montaje igualmente austero, que perturba y agobia al espectador sin centrifugarlo, con prístina narrativa.
La sobriedad y economía, tanto de planos chutados como de puesta en escena, que entronca con la ausencia de música de score y una fotografía de un natural rotundo –obra de Andrei Butica–, no impide que la perturbación propia del género, alimentada aquí con tramas secundarias, tan dramáticas como políticas –la rapiña soviética flota en el aire en todo momento–, levante un filme cargado de vaivenes, rapidísimo en su reposada propuesta, dotado de una atmósfera de todo punto claustrofóbica.
Y ese final… Esa suerte de coda tras una elipsis mucho más larga de lo normal en el devenir de la película, de la que no les contaré absolutamente nada, tuerce el cerebro del espectador hasta escurrirlo por completo, tal y como en su momento hicieran los filmes arriba citados, pero con una voltereta más. Uno de esos finales perfectos, que nadie espera y que sin embargo no puede ser otro. Para colmo, el gran ideón de la peli.
Para excitar, intrigar, seducir, para todas esas cosas que hace el cine de género como despistar o engañar, hipnotizar llegado el caso, para incluso acojonar, no hacen falta tropecientos mil cortes ni ruidos y melodías para llenar un barco. No hay nada de malo en ello, y requiere su pericia manejar tanta zarandaja. Pero despertar la adrenalina, el misterio y el interés sin contar con nada de esto y, además, muy pocos medios. Con tan sólo el –por otro lado, riquísimo– material dramático que atañe a los personajes y sus circunstancias, a la situación entera de una región y de un país que no ha parado sentado ni un minuto en el último siglo… y hacerlo, además, sin debérselo absolutamente todo al texto del guión, como tantas y tantas veces comprobamos que sucede, supone que estamos hablando de un cineasta, como dicen los fachas, “de raza”. Un profesional, cinéfago hasta la arcada, que conoce el lenguaje cinematográfico al dedillo y que, además, ha encontrado la manera de volcar en él su propia personalidad. Atención a Bogdan Miricá, porque ha venido para quedarse.
Dogs nos llega un año más tarde de haber sido parida. Ya viene hasta con su laurel de Cannes debajo del brazo y todo –concretamente, el Premio FIPRESCI, Un Certain Regard–. Da un poco de pena su ausencia de salas grandes, pero… Ahí está, y al menos, verse, se puede ver.
Dogs merece. Mucho. Merece porque no abunda, porque no se encuentra, porque muestra y enseña –como hacía el cine antes de que todo fuera yankee–, Dogs es una pequeña obra de puro arte cinematográfico, aunque pronto vayamos a olvidarla todos, merced de las ingentes cantidades, de la prisa y la inmediatez. No lo olvide, búsquela en Filmin, entre las piezas del Atlántida Film Fest 2017, en el apartado Muros y Fronteras. Y vuelva a ver cine del clásico, hecho de otra manera.