Detroit
Se estrenó en los USA el pasado agosto, removiendo taquilla y crítica al unísono. Hoy llega a cines de toda España Detroit (Kathryn Bigelow, 2017), uno de esos filmes “que enfadan”, basado en hechos reales, y tan socialmente comprometido, como espectacularmente rotundo. Y además es el último trabajo de Kathryn Bigelow, que eso ya hace que merezca la pena acudir a la sala con el ánimo de no pestañear.
La película narra los sucesos acaecidos en julio de 1967 en la calle 12 de Detroit, donde se montó una revuelta racial que baqueteó la ciudad entera. Una oleada de disturbios y brutalidad policial que aún se recuerdan como de entre las más violentas del país, y en la que tuvo que intervenir hasta la Guardia Nacional.
Si nos ponemos como con Picasso o Woody Allen, y repartimos la carrera de esta señora por etapas, se podría decir que Detroit pertenece a la misma que sus dos anteriores ambrosías: En tierra hostil (The Hurt Locker. 2008), sobre artificieros en la guerra de Irak, y La noche más oscura (Zero Dark Thirty) (Zero Dark Thirty 2012), acerca del hallazgo y ejecución de Bin Laden. Cine del mejor, englobado en la misma impronta estética y en similares desarrollos narrativos -y ambas escritas por Mark Boal, lo mismo que esta última-.
A esta “etapa” –por seguir encasillándolo todo– pertenece el western romántico y postapocalíptico Los viajeros de la noche (Near Dark. Kathryn Bigelow, 1987), con la que servidor considera la mejor cuadrilla de vampiros cinematográficos ever. Y esta maravilla, le sigue otra que, aunque les dé muy igual, es una de las favoritas de servidor: Acero azul (Blue Steel. Kathryn Bigelow, 1989), con una explosivísima Jamie Lee Curtis “aplicando calor” como jamás la hemos vuelto a ver. Pero es que remataría la ensalada con la mítica entre míticas Le llaman Bodhi (Point Break. 1991), cascándose entre ambas el videoclipón de New Order Touched By The Hand Of God (1989). Este tramo de su filmografía, atiéndanme ustedes bien, no se me despisten, es todo un tratado de buen hacer y de sensibilidad ante El Oficio.
Luego llegó otro peliculón producido por James Cameron –que, por entonces, eran matrimonio–, que tuvo que deshacer hasta a los modernos más pasotas, grunges y “punkletas”: la desesperanzadora Días extraños (Strange Days. 1995), que curiosamente no ha trascendido de manera proporcional a la acogida que tuvo en sus tiempos. Le siguió la nada desdeñable El peso del agua (The Weight of Water. 2000), basada en el best seller de Anita Shreve; y después aquella con Harrison Ford y Liam Neeson dejando que su tripulación entera se deshaga con las radiaciones del reactor de su submarino soviético en K-19: The Widowmaker (2002), quizá el menos interesante de los trabajos de Bigelow, que no por ello mala ni aburrida.
Ahora vuelve con 140 minutos de cine-cine, del de quitarse el sombrero. Un filme rudísimo que escarba en la condición más animalesca del ser humano, creando un universo tan turbulento como veraz que parece sito en nuestros días, y ahí es donde está el cacao cinematográfico mayor, la comunicación que merece el título de “maestra”. Un relato tan vivaz como indignante, en una trama tan explícita como sencilla, con una rotunda fotografía de Barry Ackroyd y la partitura del inefable James Newton Howard en el score.
Detroit nos suena a todos, como otras tantas ciudades, por las películas. Sabemos que tiene –o tuvo– una poderosa industria del automóvil, un alquiler muy bajo, y un índice de criminalidad altísimo –que se lo digan, si no, a Robocop–. Pero no todo el mundo recuerda esta cadena de sucesos que, en su momento, acongojó a Europa entera, vía prensa y televisión. Los disturbios estallaron en esta ciudad del estado de Michigan cuando la policía llevó a cabo una redada en un bar nocturno sin licencia de la calle 12 –vecindario predominantemente afroamericano–. Los altercados fueron tales, que el ejército y la Guardia Nacional se desplegaron. Todo se saldó con una carnicería atroz, que benefició que el mal rollo se extendiera a otras 128 ciudades, en estados como Illinois, Carolina del Norte, Tennessee y Maryland. Durante ese año, se calcula que murieron alrededor de 80 personas víctimas de los disturbios y la violencia racial.
“Sigue existiendo un deseo radical de no enfrentar la realidad de lo racial”
Kathryn Bigelow
Habrá quien piense que esto de provocar al espectador para indignarlo vivo esté muy mal, y necesite alguna suerte de complejidad mayor para debate del tema. Pero la problemática requiere, precisamente, de esta mirada –por otro lado, no tan explotada como creemos– en el campo del arte del entertaiment. Pero, lo cierto es que a Detroit (Kathryn Bigelow, 2017) no le falta nada de nada. Supone la visceral lección de historia contemporánea norteamericana que pretende, y consigue con creces y filigranas su cometido.
Valiente e ingeniosa, la mirada en el filme no es unidireccional. Sitúa al espectador en el epicentro del suceso recreado para poder vivirlo caliente, en toda su brutalidad. Para sentil’lo en el pecho, que dijera aquel. Detroit puede parecer tramada para enfadarle a usted, pero no vale la pena buscarle tres pies al gato: lo está. Indigna de la explicitud más sobrada y no hace nada para suavizar un ápice la cosa. Bigelow pellizca en ocasiones lo humano, en medio de la angustia, de la misma manera, sin pudibundeces pero también sin piedad, simplificando la complejidad del problema para dejarnos una historia narrada con claridad prístina, que avanza como un cohete untado en aceite de oliva sin dejar atrás un halo de existencialismo, de provocación desde la lástima pura. Detroit (Kathryn Bigelow, 2017) escapa en cada plano de cualquier etiqueta de “pornodrama” panfletario y efectista, al tiempo que no esconde su condición de “docudrama” pertinente y efectivo. Terroríficamente pertinente en estos tiempos tan orates.
Detroit es cine del que parece vivo. Claustrofóbica, calurosa, agobiante, mareante, hipnótica, ruda, sugerente, intensísima… Una desopilante historia de violencia que nos hace plantearnos preguntas sin llegar a respondérnoslas. Apasionante.