Crónica de un viaje interior (VIII) – Un epílogo desde la distancia
Parece increíble, pero han pasado más de diez años desde aquella aventura. En términos prácticos, es decir, referente a los éxitos conseguidos, mi periplo resultó ser una gran tournée entre disculpas, excusas y rechazos. Hubo cosas buenas, pero aquí no se trata de maquillar los hechos, sino más bien tratar de entender qué fue aquello y qué queda de esa experiencia que me dejó un agridulce sabor de boca.
Miles de kilómetros y de euros; viajes incómodos y solitarios; decenas de moteles baratos y un sinfín de comida rápida; ansiedad a raudales y sueños rotos. Lo que no te mata, dicen, te hace más fuerte. Definitivamente, estoy de acuerdo. Hubo más visitas a galerías, pero mis recuerdos son demasiado inconsistentes. Sé, por supuesto, que también rechazaron mi obra, pero no escribo este epílogo con acritud. El tiempo cura las heridas –no sé si todas– y amansa, como la música, a las fieras.
El espacio entre lo que esperaba, o más bien soñaba, y lo que conseguí resultó ser demasiado grande. El eterno problema de las expectativas; así que yo fui el único culpable de todo lo que sucedió, y achacarlo a la mala suerte sería injusto. Arriesgaba demasiado, y sin embargo yo jamás utilizaría un término negativo para definir mi peregrinaje porque aprendí muchas cosas y todas positivas, incluidas las referentes a mi persona y a mi obra.
Desde la distancia que impone el paso del tiempo me doy cuenta de que durante gran parte del viaje lo más importante no fueron las fotos que mostraba, sino estar allí, vivir ese momento concreto durante el cual regresé con mi obra a los templos que años atrás había visitado con la cámara intentando empaparme del espíritu de algunos de mis fotógrafos de cabecera. Un auténtico rito de paso. Parece ser que los jóvenes de la tribu de los Masai tienen que dar muerte a un león para ser aceptados como guerreros de pleno derecho; yo tuve que viajar a la tierra de mis héroes intentando demostrar que era merecedor de su aprecio. Quizá no logré la pieza soñada, pero fui capaz de acercarme al león y acariciarle. Al menos así me gusta verlo.
De todas formas, igual que mi maleta volvió intacta, no así la percepción que tenía de mi obra. Es evidente que gané un poco de madurez, algo que a veces olvidamos en nuestra búsqueda de fama, dinero, ventas o prestigio. Ahora sigo cometiendo fallos, grandes errores, pero al menos no tengo tanta ansiedad, conozco mejor lo que estoy haciendo y sé hacia dónde voy. No es poco, os lo aseguro.
Hagamos un paréntesis para poner una nota positiva a este cúmulo de conjeturas y sinsabores. El momento dulce lo puso la confirmación de una exposición individual, dos años después –en 2009–, en la Mountain Light Gallery, la galería que fundaron en Bishop, allá por el año 1983, el propio Galen Rowell y su esposa Barbara. Todo el proceso previo fue emocionante: el envío de las placas originales a un laboratorio de California, la revisión de las pruebas enviadas por mensajería, los preparativos del viaje, las correcciones finales, el cruce de correos electrónicos con el laboratorio y la galería. Y lo viví como la antesala de una experiencia largamente anhelada. El día de la inauguración fue mágico, magnífica la atención por parte de la galería, el espacio espectacular y los halagos nunca demasiados. Solo faltaba el propio Galen Rowell –tristemente fallecido junto con su esposa en un accidente aéreo en 2002–.
En mi libro Diario de un fotógrafo amateur, en la entrada del 4 de julio de 2009, un día después de la inauguración, está escrito lo siguiente:
“Desde un motel barato de un pueblo cualquiera de la costa californiana diviso a lo lejos los fuegos artificiales con que los estadounidenses conmemoran el día de la Independencia. Yo paso bastante de estas cosas, pero en esta ocasión también tengo algo que celebrar: ayer mismo fue la inauguración de mi primera exposición individual fuera de España. Mountain Light Gallery no es solamente uno de los espacios más alucinantes e increíbles que he visitado, sino que en él han expuesto la gran mayoría de los fotógrafos norteamericanos de naturaleza con los que he crecido –fotográficamente hablando– y algunos de los cuales aún admiro.
Lo más curioso del asunto es la manera en que gran parte de las personas asistentes se refirieron a mis fotografías. Para un público como el de Estados Unidos, acostumbrado a una larga tradición naturalista, a una lista casi interminable de fotógrafos de naturaleza y a una percepción del medio natural casi religiosa, la primera palabra que salía de sus bocas, casi inconscientemente, era beautiful y muchas de sus variaciones gramaticales. El libro de firmas no hizo más que constatar esta tendencia con frases que incluían una y otra vez los términos awesome, gorgeous o lovely.
En este caso la paradoja es que si en la inauguración de una exposición mía en Madrid las personas presentes se refiriesen a mis fotografías como bellas, encantadoras, preciosas o espectaculares –que es la traducción que viene en mi diccionario de bolsillo de los términos ingleses antes mencionados–, no dudo de que terminaría mosqueándome. De hecho, la última conversación que tuve ayer en la Mountain Light Gallery giró precisamente alrededor de las sensaciones que una obra de arte es capaz de despertar en nosotros, y por ello no poder dejar de mirarla, desear adquirirla y estar convencidos de que detrás de ella hay una visión única que ha sido capaz de conectar con las esferas más íntimas de nuestra mente.”
Bien; salgamos del paréntesis. Durante el regreso desde San Francisco hubo una frase que no dejó de atormentarme durante todo el trayecto: “El problema de tus fotos es que ya están hechas.” Si ya lo sabía, ¿cuál era entonces el problema? Seguramente que nadie lo había dicho en voz alta; ni siquiera yo mismo. Estaba convencido de haber alcanzado la meta: fotos espectaculares al mismo nivel, pensaba, que mis ídolos. Convencido de que ese era el objetivo, tuve que reconfigurar mi cabeza para entender que todavía estaba en la línea de meta. Que aquello era en realidad un punto de partida. Otro más. Nadie me dijo, eso es verdad, que esto fuese un camino de rosas.
Puede que hasta ahora no haya interiorizado la importancia que tuvo este viaje. Ahora me doy cuenta de que el periplo que emprendí a lo largo de California y Nuevo México fue realmente un viaje interior. Una mirada a mis sueños y temores, pero también a mis limitaciones y destrezas. Ahora soy consciente de que no hay vuelta atrás: evolucionar –con lo que esto pueda significar para cada persona– o seguir repitiéndome. No queda otra. Siempre se ha dicho que el problema no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con eso mismo, es decir, cómo manejamos las experiencias de la vida.
Puede que se necesite más talento y mejor estilo para narrar un viaje como este. Sin embargo, me decidí a contar semejante aventura por una razón muy poderosa: estoy convencido de que la carrera de un fotógrafo también depende, y mucho, de todo lo que sueña pero no logra.