Bajos, torpes y artríticos: estas son las armas evolutivas que nos permitieron sobrevivir a la última glaciación
Salir de África y sobrevivir a la última glaciación nos cambió. Y sí, puede parecer contraintuitivo que la «supervivencia del más apto» diera como resultado seres humanos de baja estatura, movilidad reducida y con frecuentes problemas articulares, pero la evolución tiene estas cosas.
Hay mutaciones genéticas que hoy nos parecen desfavorables, pero que en su momento fueron fundamentales para la supervivencia de (parte de) la especie. Y hoy, un equipo de la Universidad de Stanford nos explica cómo sobrevivir a la última Edad del Hielo hizo a los europeos y a los asiáticos más bajos, más torpes y más propensos a la artritis.
¿La supervivencia del más torpe?
La evolución es una larguísima conversación entre la vida y el entorno en la que cada uno recuerda lo que le interesa. Por eso, hay muchos casos en los que las adaptaciones evolutivas son un juego de suma cero: lo que se gana por un lado, se pierde por el otro.
En este caso, los investigadores se han fijado en las distintas variantes de gen GDF5 y su expresión. Un gen que sabemos desde los 90 que está relacionado con el crecimiento óseo y la configuración esquelética, pero del que hasta ahora no teníamos pruebas experimentales de su funcionamiento.
Ventajas insospechadas
El cambio de un simple nucleótido fue capaz de reducir la estatura y acortar los huesos de tal forma que los sapiens que salían de África tenían una mayor capacidad de retener calor y evitar la congelación de las extremidades.
O, para ser más precisos, los sapiens que tenían esa mutación mejoraron su supervivencia global. Además, los huesos cortos reducen el riesgo de fracturas óseas. Algo que en un contexto de glaciación y superficies congeladas es una adaptación sensacional.
El problema de las explicaciones evolucionistas es que no solo tienen que «encajar». Por ello, el equipo investigó en las mayores bases genéticas del mundo y descubrió que, efectivamente, esta mutación es mucho más común entre europeos y asiáticos, que entre africanos. No es algo concluyente, pero es un buen primer paso.
Sea como sea, es un ejemplo fenomenal de cómo hasta lo más insospechado puede acabar por tener sentido si lo ponemos a la luz de la evolución. Fuera de ella seguro que no lo tiene.
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Javier Jiménez
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