Alaska, la última frontera de América del Norte
Encajada entre las aguas y la cordillera costera, Juneau es una de esas extrañas urbes a las que no se llega por tierra, como si quisiera proteger sus misterios. Gracias a que la isla Douglas la defiende de las gélidas corrientes del océano, la fría monotonía del invierno se hace más llevadera para las 30.000 personas que viven aquí todo el año. Caminar por sus callejuelas de coloridas casas de madera y edificios firmes produce la extraña sensación de haber viajado a otro tiempo, una mezcla de presente y de los días de euforia exploradora.
En 1880 Richard Harris y Joseph Juneau descubrieron oro en una zona de bosques e islas que pronto comenzó a ser habitada. Igual que otras ciudades de Alaska, Juneau nació de la mano de mineros que buscaban fortuna y fama eterna. La población llevó otros nombres hasta que el propio Joseph Juneau reclamó que fuera el suyo el que perdurara para la posteridad; el hallazgo había sido histórico y la comunidad accedió. Aquel descubrimiento fue el preámbulo de la Fiebre del Oro, que estallaría dos décadas después en el interior de Alaska, la región estadounidense que se estira hacia el norte desgajada del resto del país. Como curiosidad queda el dato del verano de 1897, cuando la ciudad de Juneau se colapsó de viajeros que hacían escala en su aventura en pos del oro del río Yukón.
Igual que otras ciudades de Alaska, Juneau nació de la mano de mineros que buscaban fortuna y fama eterna
El aspecto actual de la capital de Alaska poco tiene que ver con las viejas escenas de buscadores y animales de carga por sus calles. Aún así, me recuerda aquella época el desfile de turistas que descienden de los cruceros que navegan por el golfo de Alaska. Bajan del barco sobre todo para comprar, pues Juneau ofrece un gran surtido de comercios donde adquirir pieles y artesanías de los indios haida y tlingit, los habitantes originales de estas tierras. El explorador Alejandro Malaspina, que surcó estas aguas a finales del siglo XVIII, describía a los nativos como "altos, membrudos, sanos y ágiles, bien sea para la pesca, la caza o la guerra". Los descendientes de aquellos indios siguen habitando en Juneau.
Bosques como países enteros
La ciudad se localiza en el corazón del Tongass National Forest, cuyo nombre alude a un clan de los tlingit. El bosque, en el que destacan el cedro rojo, la tsuga del Pacífico y la picea de Sitka, es en realidad una selva inabarcable de casi 70.000 km2 –el tamaño de Irlanda– que se desparrama por todo el sudeste de Alaska a lo largo del archipiélago Alexander. Desde la localidad de Ketchikan –uno de los accesos más comunes– hasta Yakutak, el Tongass National Forest abarca un sinfín de poblaciones costeras repartidas en 19 áreas.
Los tonos azulados de las cuevas del Glaciar Mendenhall ofrecen un espectáculo a las órdenes de una luz de otro mundo
A partir de abril, cuando el invierno ya toca a su fin, el bosque estalla en colores y el conjunto de glaciares, mares de hielo, bosques y fauna atrapa al viajero anunciando la riqueza natural que contemplará durante todo el viaje: esto es un universo apenas tocado por la zarpa humana. Cerca de Juneau, a escasos 20 kilómetros por una carretera asfaltada, llegamos al Glaciar Mendenhall, cuya particularidad no es solo su fácil acceso por tierra, sino los túneles que surcan su interior. Los tonos azulados de las cuevas ofrecen un espectáculo a las órdenes de una luz de otro mundo, y el goteo del agua resuena en el silencio mientras caminamos bajo sus bóvedas rugosas. Esta escultura móvil sobrecoge casi tanto como angustian las explicaciones de los guías acerca del lento pero continuo retroceso de la masa helada. El glaciar se deshace y deja escenas curiosas, como los árboles en el interior de las cuevas que desnuda el deshielo, dando fe de que en otro tiempo el glaciar se extendía por las llanuras. Un sendero sencillo alcanza las cataratas Nuggets, un enclave fascinante por el estruendo que causan los largos cabellos de agua al desplomarse desde algo más de 100 metros de altura.
El sur de Alaska comenzó a ser colonizado por navegantes rusos en el siglo XVIII, cuando recorrían el Inside Passage o Pasaje Interior. Este paso estrecho labrado por antiguos glaciares se abre paralelo a la costa, a lo largo de 800 kilómetros y entre cientos de islas hasta alcanzar la población de Skagway.
Antes de abandonar el Pasaje Interior los cruceros suelen desviarse hacia el Parque Nacional de la Bahía de los Glaciares (Glacier Bay). A partir de mayo y hasta septiembre, las ballenas jorobadas nadan y se alimentan en sus aguas antes de regresar, con el frío, hacia las islas Hawái, donde se aparearán. El británico George Vancouver no pudo entrar en Glacier Bay porque chocó contra un bloque de hielo que cubría la entrada. Casi un siglo después, en 1870, el naturalista John Muir pudo acceder gracias a que el glaciar había retrocedido 80 kilómetros. Los rangers del parque explican preocupados que, según las últimas informaciones, la lengua de hielo mide otros 100 kilómetros menos.
Glacier Bay es una planicie de aguas metálicas custodiada por elevadas paredes montañosas donde flotan inmensos glaciares. El barco se abre hueco silencioso hasta detenerse ante el Grand Pacific Glacier y el Margerie Glacier. Los crujidos y el eco de los desprendimientos se pierden en la inmensidad, retumbando en el cinturón de picos de alrededor. Nosotros imaginamos lo que no vemos bajo el agua: ballenas, leones marinos y otras criaturas que respiran y resoplan. Mientras, en el cielo, quizá distingamos el elegante vuelo del águila calva, el emblema nacional de Estados Unidos, que a punto estuvo de extinguirse en la década de los 70. También es posible ver frailecillos, esas aves de pico colorido y amantes de las aguas más frías del hemisferio norte, y ánades tan curiosos como el negrón costero.
La bahía puede explorarse en embarcaciones más pequeñas que parten de la cercana población de Gustavus, accesible desde Juneau tras un breve vuelo en avioneta. Quienes prefieren dormir dentro del parque natural pueden avanzar 15 kilómetros hasta el centro de visitantes de Bartlett Cove, que está rodeado por una amplia red de senderos.
Hacia el oeste
La siguiente etapa de nuestro viaje es Anchorage, la ciudad más grande de Alaska, con 300.000 habitantes, un pequeño cogollo de edificios de vidrio y la naturaleza salvaje acariciando sus límites. A los pies de modernas construcciones hay una cabaña de troncos trenzados que acoge el Centro de Información para Visitantes. En la memoria de Anchorage está grabado el terremoto de 1964, que afectó gravemente incontables infraestructuras y levantó olas inmensas. Como el tsunami que, más de 400 kilómetros al sur, inundó el archipiélago de Kodiak y dejó decenas de barcos pesqueros encallados en tierra.
La isla de Kodiak ha superado erupciones volcánicas, tsunamis, enfrentamientos tribales y colonizaciones
Habitada históricamente por las tribus sugpiat y aluitiiq, la isla de Kodiak ha superado erupciones volcánicas, tsunamis, enfrentamientos tribales y colonizaciones. El Museo Alutiiq realiza un extenso recorrido por la historia más remota de la isla hasta que los primeros navegantes rusos se dejaron caer por estas latitudes hacia 1733. Su colección expone más de 250.000 objetos de uso diario, vestidos y abalorios que rememoran la vida de los pobladores nativos.
Bajo el imperio ruso, Alaska se situó como una potencia en el comercio de pieles de nutrias, pero tras acabar con los animales y ser vendida a Estados Unidos por siete millones de dólares en 1867, se fomentó la industria pesquera. Hoy en día numerosas empresas ofrecen salidas de pesca con caña en barco en busca de alguna de las cinco especies de salmón que habitan sus aguas.
Kodiak es una isla tapizada de vegetación cuya ciudad principal está resguardada por brazos de tierra cubiertos de árboles. Su apariencia es casi mágica, como alargadas hileras que brotan del mar, algunas con formas que recuerdan el perfil de una ballena. En toda la isla predomina el color verde brillante que le ha valido el apelativo de Isla Esmeralda, aunque lo que más fama le ha dado son los osos pardos que habitan el archipiélago. Rondan los 3.500 y el estado de Alaska permite su caza para regular la población. Es muy posible ver algún ejemplar mientras se camina por la isla, así que no resulta extraño que los lugareños recomienden cargar con un rifle durante la excursión. A pesar de las advertencias, nuestra única defensa es un espray de pimienta y un cascabel que hacemos sonar en los senderos más solitarios para no sorprender a ningún oso.
El silencio envuelve una visita donde solo nos cruzamos con alguna de las 250 especies de aves de la isla. Nada más
Uno de esos paseos nos conduce al extremo nordeste, donde el Fuerte Abercrombie vigila el lago Gertrude y el mar, mientras el viento helado nos corta la cara. Este cascarón agrietado, construido en 1941 para responder a un eventual ataque japonés, ahora acoge la sede del Kodiak Alaska State Parks. La senda está rodeada de vegetación baja y pinos con largos mechones de musgo frente a acantilados. El silencio envuelve una visita donde solo nos cruzamos con alguna de las 250 especies de aves de la isla. Nada más.
Frente al golfo de Alaska
La península de Kenai, accesible desde Anchorage por la Sterling Highway, se descuelga frente a la isla de Kodiak. Esta preciosa ruta bordea la costa y conduce hasta Soldotna, cerca de la desembocadura del río Kenai. En verano la ciudad de igual nombre rebosa de pescadores que ansían capturar un salmón de 40 kg. Los botes se acumulan pocas millas río arriba, en la unión de las aguas saladas y dulces, donde los salmones que remontan la corriente pican con facilidad. Kenai ofrece también una alternativa a los amantes de los ríos que prefieren clavar los remos y no la caña en el agua: la Swan Canoe Route, una ruta que une la hilera de 30 lagos hasta el río Moose. Durante una semana y 100 kilómetros seguidos, se pueden hacer recorridos por el vientre de una península que, desde el cielo, parece una telaraña de ríos y lagos.
Alaska es un territorio de suaves ondulaciones heladas que se dejan ver desde la distancia. Como los 6.190 metros del Denali –en 2015 recuperó su nombre tradicional indio, "el Grande", en sustitución del de MacKinley–, visibles desde Anchorage. Recorremos los 350 kilómetros que separan la ciudad más grande de Alaska y el Parque Nacional Denali por la George Parks Highway para comprobar que la montaña más alta de Norteamérica no es un espejismo.
En la entrada de la reserva, dos alces beben agua en un charco formado en este verano lluvioso. No se inmutan ante nuestra presencia. Subimos al autobús que recorre la carretera de tierra del parque –los vehículos privados solo pueden acceder a los primeros 50 kilómetros– mientras las nubes van descorchando, poco a poco, el inmenso Denali. La carretera serpentea por pequeños cerros y llanea por esta verde alfombra que es la tundra hasta llegar al kilómetro 110, donde se encuentra el Centro de Visitantes Eielson. Es entonces cuando el pico más alto del país brota abrupto y escalonado: las verdes praderas primero, los macizos ocres después. Y, trepando con la mirada, las paredes blancas que llevan hasta la cumbre envuelta en nubes. Hoy el cielo se ha abierto unos instantes y las nubes parapetan delicadamente el Denali.
No es extraño que sea en este punto donde muchas personas pasen el día o se adentren para caminar durante días o semanas en la inmensidad de los 20.000 km2 del parque. El monte de nieves perpetuas es una brújula que domina los cielos mientras el verano hace estallar la vida natural hasta octubre. Entonces comenzará el repliegue hasta la próxima primavera y Alaska se sumirá de nuevo en su largo y bello sueño blanco.