Crónica de una revolución anunciada: el ocaso del porno en papel y su lucha contra el porno on-line
Hay una convención, de origen apócrifo, que dice que la industria del porno se repite una y otra vez a sí misma, un poco por autoconvencerse, un poco para dotarse de un valor claro y cuantificable, ya que jamás será capaz, por definición, de darse un baño de respetabilidad. Y esa convención es «la industria del porno siempre va por delante en lo tecnológico». Una afirmación muy peligrosa: se trata de una serpiente de dos cabezas.
Por una parte implica que en cualquier nueva tecnología, lo primero que aparece es el porno. Aún cuando la posesión de pornografía era un delito, ahí estaba el reflejo explícito de las bajas pasiones explorando nuevas vías expresivas, a menudo por canales amateur. Cine mudo: existía porno para proyecciones privadas. Polaroid: un chollo, imágenes reveladas de forma inmediata, con la consiguiente rapidez, discreción y comodidad.
Más tarde el lenguaje audiovisual se popularizó y llegó la revolución de las cámaras domésticas. Super 8: las revistas empiezan a vender extractos de películas comerciales para uso doméstico y se consolida el mercado subterráneo del intercambio privado. La fotocopiadora llevó a la era dorada del porno amateur impreso. VHS y DVD: la gran explosión de la industria doméstica. Internet: Maremágnum de aficionados. ¿Realidad virtual? Aún no hay películas mainstream, pero ya hay porno.
Pero por otra parte, y esa es la otra cabeza de la serpiente, precisamente por esa condición de avanzadilla tecnológica, el porno vive atrayendo constantemente la piratería y la distribución que no hace cuentas con las arcas de la industria. Olvidémonos, por supuesto, de los tiempos en los que el porno era ilegal, pero fue el género el que sufrió en primer lugar la decadencia de los videoclubs, los millones de DVD-ROMs en vertederos y, ahora, la aparición de plataformas internáuticas que difunden porno de forma gratuita y que prácticamente se han cargado las revistas tradicionales pornográficas.
Pero la industria siempre ha sobrevivido. Bien porque las tecnologías se han sucedido dando alivio económico cuando la piratería era excesiva, bien porque pese a esta, los ingresos hacían sostenible la producción y distribución. Sin embargo, es posible que la industria del porno se haya encontrado con un hueso duro de roer. Internet y todo lo que implica parece un enemigo imbatible. Y la última víctima es el erotismo impreso.
Tabúes y papel: no hay futuro
En su artículo ‘¿Está Internet matando a la industria del porno’, ‘Salon’ plantea la vieja cuestión del porno como martillo pilón que propulsa los cambios tecnológicos de otro modo, y anota con ello un posible futuro para la industria, sacando a la luz una característica que siempre ha estado ahí: la industria del porno no solo llega la primera a los nuevos medios, sino que cuando lo hace, dilata la imaginería de lo permisible. Es decir, amplía los límites de lo obsceno.
El porno impreso sabe mucho de eso: hasta el siglo XIX no se extiende la idea de la pornografía por el mero placer de la pornografía, que no se entiende de la forma moderna hasta la Inglaterra victoriana, que descubrió con gran escándalo al desenterrar los restos de Pompeya que entre los objetos cotidianos había representaciones gráficas de sexo explícito. No es de extrañar que fuera en esta época de pulsiones reprimidas cuando empiezan a proclamarse las primeras leyes anti-obscenidad.
La imaginería erótica había recorrido un largo camino hasta entonces: los expertos no se ponen de acuerdo en si las esculturas y pinturas del Paleolítico son siempre de tipo mágico y relacionados con la fertilidad o alguna puede tener intenciones recreativas. Hay papiros egipcios trece siglos antes de Cristo que se conocen como las «revistas para hombres» de la época.
En América o Asia es bien conocida la tradición de imaginería erótica, a menudo asociada a cultos. Los casos más estrafalarios, cómo no, están en Europa, donde los manuscritos iluminados medievales llevaban dibujos obscenos en los márgenes. Hay estudiosos que afirman que esto no era una gamberrada de los monjes, sino más bien una forma de incluir en un solo volumen pensamientos píos y alivio carnal, por extraño que pueda parecernos hoy.
Es decir, ya en el Medievo la pornografía (muchos de estos dibujos tenían un salaz y nada disimulado contenido erótico, tan prohibido o más que la representación del sexo explícito) era una forma de ampliar límites, de estirar lo permisible. La llegada de la imprenta multiplicó las obras a partir del siglo XV: llegó la masificación del porno.
En 1524, el artista italiano Marcantonio Raimondi publicó ‘I Modi’, considerada obra esencial del erotismo explícito, un libro de costumbres ilustrado con 16 posturas sexuales y que le valió la carcel a manos de un escandalizado Papa Clemente VII, y que más adelante se reimprimiría con sonetos muy explícitos de Pietro Aretino. ‘I Modi’ está considerada la primera obra que mezcla grafismo explícitos y textos a la par.
En poco tiempo, la literatura y la iconografía erótica se convirtieron en una forma de crítica y sátira. La pornografía libertina durante la Ilustración contenía las críticas más ácidas a la Iglesia y su moral represiva: la obsesión de las clases altas por contener la representación pornográfica tenía mucho de autopreservación. Era en contextos pornográficos donde tenían lugar las proclamas políticas más radicales: solo hay que contemplar el caso de uno de los erotómanos más famosos de todos los tiempos, el Marqués de Sade.
Siglo XIX, llega la fotografía. Adelantos científicos, nuevos salto para la representación pornográfica. El daguerrotipo tenía una durabilidad nunca vista, pero los modelos tenían que posar durante horas, lo que hace que empiecen a predominar las modelos desnudas posando por encima de las parejas enzarzadas en actos intimos. A mediados del siglo XIX, el estereoscopio trae la imagen tridimensional.
Poco después, gracias a la mejora y abaratamiento del proceso de revelado, la fotografía da un salto cuantitativo: en el París de 1860 hay más de cuatrocientos estudios dedicados a la fotografía erótica, cuyos frutos se distribuyen por todo el mundo. En Francia e Inglaterra, y sorteando las distintas leyes antiobscenidad, se establece un mercado para la distribución de pornografía que funciona con el boca a boca.
Solo veinte años más tarde, otro salto, definitivo y definitorio para la aparición de las revistas porno: la impresión por bitono, lo que permite reproducir imágenes de forma muy barata en blanco y negro. Las revistas empiezan a aparecer en Francia con artistas de burlesque como modelos y la pornografía se convierte en algo accesible. La pornografía ya es mainstream.
La moda del nudismo fue durante décadas el subterfugio perfecto para mostrar carne impresa bajo coartada documental.
Es decir, que comienza el escándalo a nivel también masivo, y con ello, las triquiñuelas para evitar secuestros y censura. Por ejemplo, las revistas se camuflan de documentos sobre naturismo o arte, trucos que copiará el cine en los años cincuenta con las famosas y hoy encantadoramente ingenuas nudies. Para la segunda mitad del siglo XX, las pin-ups de los calendarios pasan a las páginas de revistas como ‘Playboy’, que siguen inventando subterfugios para no ser confundidas con sucias obscenidades. En el caso de la revista de Hugh Hefner, se vende como revista de estilo de vida para caballeros.
A partir de ahí y hasta finales de siglo las revistas se convirtieron en cámaras de resonancia de lo que estaba permitido y lo que no, y funcionan perfectamente como termómetro de los gustos y las fantasías (primordialmente masculinas) durante décadas. Por ejemplo, la también revolucionaria ‘Penthouse’, a partir de a década de los sesenta, empezó a mostrar vello púbico y las modelos miraban de reojo al lector, como si su presencia fuera secreta.
El caso más claro de revista que funcionó como rompeolas de la moralidad imperante fue ‘Hustler’. Su director, Larry Flint, se convirtió en peculiarísimo icono de la libertad de expresión: él (y sus lectores) querían mostrar más y más carne desnuda, con ocasionales incursiones en el fetichismo suave. Sus conflictos con la justicia y juicios por obscenidad fueron abanderados del lado combativo de la pornografía: ésta era arte. Y como todo arte, tenía una política.
El porno audiovisual: ¿acabó la lucha?
En 1896, la filmación de un sencillo beso (el clásico de William Heise entre John Rice y May Irwin) era considerado obsceno) levantó un escándalo sin precedentes. A mediados de siglo, la pícara coquetería de Bettie Page o las modelos de ‘Playboy’ eran problemáticas. Hemos repasado el choque de la pornografía impresa con lo que se entendía como «obsceno» en cada momento. ¿Y hoy? ¿Es esa la vía que puede encontrar el porno para sobrevivir? ¿Dinamitar la moral de la época? ¿Qué tabú estamos reventando ahora?
Por muy incómodo que resulte (si fuera una cuestión confortable no sería un tabú, obviamente) las búsquedas de «teen porn» se han triplicado desde 2005. El reciente documental de Netflix ‘Hot Girls Wanted’ muestra el interés del público por el ‘Rape Porn’, la ficcionalización del sexo no consentido, cuya búsqueda (también de ‘Abuse porn’) en Google se ha disparado en los últimos años.
Cuestiones que conducen a otras discusiones morales muy distintas y que solo tocan el tema del porno tangencialmente. Pero es indiscutible y revelador de hasta qué punto el porno sigue siendo vía de escape para las fantasías prohibidas en la sociedad. (Dato curioso: según los datos de Pornhub en 2016, hay un repunte, hasta llegar a lo más alto de las estadísticas, de la búsqueda de términos como ‘step mom’ o ‘MILF’)
Sin embargo, los tiempos de ‘Hustler’ y su estrafalaria politización a cambio de unos centímetros más de genitalia a la vista han cambiado. El papel sobrevivió, e incluso se benefició, complementándose, en los tiempos del VHS y el DVD. Pero han sido capaces de imponerse al tsunami de Internet con la arrolladora llegada de los móviles. La accesibilidad y portabilidad del sexo explícito ha ido diezmando las cabeceras pornográficas y eróticas.
El caso paradigmático, sin duda, es el de ‘Playboy’, que debido al descenso en picado de las ventas, decidió en marzo de 2016 dejar de publicar fotos de desnudos. La decisión se tomó motivada, tal y como reconoció abiertamente la revista, por la accesibilidad total de porno gratuito online, y porque ‘Playboy’ podía permitirse prescindir de ese contenido, ya que pese al chiste, la publicación de Hugh Hefner no solo va sobre chicas desnudas.
La decisión pareció beneficiar a la cabecera: hace ahora un año, ‘Playboy’ emitía un comunicado en el que afirmaba estar contenta con los resultados: las ventas en kioscos habían subido un 30% y las suscripciones de lectores tradicionales habían descendido, pero ese descenso se veía compensado con un millar de nuevas suscripciones. Algo que sin duda interesa a ‘Playboy’ tanto como a la industria del sexo explícito: atraer a nuevos consumidores.
Pero la crisis del papel desnudo se remonta incluso a antes: hace la friolera de quince años, en las páginas de ‘Wired’, el director de la histórica ‘Screw’, se declaraba en bancarrota después de 35 años en el negocio, y de que la revista que publicaba desde 1968 hubiera pasado de 140.000 copias a la semana a solo 30.000. Su director Al Goldstein afirmaba que «el público es igual de grande, pero Internet ha transformado el producto y su distribución«.
El artículo habla de cómo, por ejemplo, un abanderado del erotismo impreso como ‘Penthouse’ había bajado su tirada de un millón de ejemplares a poco más de quinientos mil en solo cinco años. Los cambios editoriales de ‘Penthouse’ han sido más o menos habituales, intentando remontar en épocas de crisis: en 1998 decidió dar un giro y empezó a ofrecer imágenes sexualmente explícitas (empezando con el famoso vídeo de bodas de Pamela Anderson y Tommy Lee).
Gracias a ello y a su altísima difusión consiguió que variantes suaves del fetichismo pasaran de ser consideradas de obscenidades ilegales a pornografía legal. Desde 2005, con su fundador ya fallecido en el año 2000, los nuevos dueños de la revista decidieron volver a tiempos más suaves, y el contenido explícito (ni siquiera de forma simulada) fue eliminado de nuevo. Actualmente ‘Penthouse’ vende menos de 350.000 ejemplares y sale al kiosco cada dos meses.
Otros nombres propios del porno impreso han sabido adaptarse a los nuevos tiempos de forma algo más elástica. Por ejemplo, Private Media Group llevaba publicando pornografía dura desde los sesenta, y a partir de los noventa, cuando Berth Milton Jr. heredó el imperio porno de su padre se instaló en Sant Cugat del Vallès y se centró en el audiovisual.
Private se convitió, con sus fastuosas superproducciones, en una marca esencial para entender el porno de su época. Hoy no solo parece ir navegando al ritmo de Internet con páginas de cams y vídeos bajo demanda, sino que explota desde 2014 el legado de la marca poniendo a disposición del pornófilo talludito todo su archivo de películas y publicaciones, pero ahora en formato digital.
Nuevas formas para el porno
Sin embargo, desde 2013, un rumor recorre la industria: los ingresos del audiovisual no son los que eran, la industria no es lo que era. Empresas como Takedownpiracy se encargan de rastrear sitios gratuitos como Porntube o Redtube exigiendo la eliminación de contenido con copyright. Su director, Nate Glass, declaraba a Huffington Post que desde 2007 los ingresos en el porno han caído un 50%. Es imposible ir más allá de estimaciones porque, económicamente, la pornografía es un negocio muy opaco.
Theo Sapoutzis, CEO de Adult Video News, la publicación más veterana en cubrir noticias de la industria, reconoce que las cifras exactas no se conocen, pero estima que puede haber habido una pérdida de cinco mil millones de dólares en aproximadamente una década, habiendo cerrado el 80% de las empresas. Datos, de nuevo, difíciles de corroborar: es relativamente habitual que sellos y compañías cambien de nombre, del mismo modo que lo hacen actores y atrices para adaptarse a modas y tendencias.
Louis Theroux apuntaba en The Guardian en 2012 que la propia AVN tenía dificultades para que la industria luciera como en años anteriores a la crisis: «A principios de los 2000s, un número típico de la biblia de la industria, el mensual Adult Video News, podía contener cientos de reseñas de nuevos lanzamientos. Un ejemplar reciente tenía solo 14«. Las aproximaciones son reveladoras.
Pero hay un hecho indiscutible al que apunta Sapoutzis: «Hay más intérpretes que nunca, pero trabajan en cams, interactuando con gente desde casa en vez de en un estudio. Desde el punto de vista de una compañía, es una competencia terrible«. Es decir, no es solo que el porno amateur y sus inabarcables tentáculos económicos estén plantando cara a la industria. Es que la propia industria (sus actores, que son los que le dan gasolina), se está amateurizando.
En realidad, no es solo eso: también se está polarizando. Por una parte, está atendiendo al deseo expreso de realismo de los espectadores, que se empezó a gestar en los noventa con el género gonzo y su realismo impostado, y a la que la inundación de las cams y del porno amateur ha conducido en los últimos tiempos.
Algunas cifras que ayudan a hacerse una idea: en su último informe anual, el correspondiente a 2016, Pornhub hablaba de 23.000 millones de visitas durante el año, 64 millones al día. Un total de 91.980.225.000 vídeos vistos, casi cinco mil millones de horas de porno. El tráfico móvil es del 61%, mientras que en ordenador de sobremesa apenas es del 28%.
Cuenta The New Yorker que el condado de Los Angeles reportó una caída de un 95% en las solicitudes para rodar porno entre 2012 y 2015, y la razón está clara: el porno profesional ya se rueda legal y estéticamente como amateur. Pocos medios, estética voluntaria u obligadamente cutre y escenas aisladas sin argumento ni relación entre sí.
Pero por otra parte, también hay un incremento de producciones de «alto presupuesto»: la nueva encarnación de las superproducciones de ‘Private’ de hace unos años son las parodias de películas de éxito, que con títulos como ‘Queen of Thrones’, ‘Star Wars Underworld’ o ‘Suicide Squad XXX’ imitan -en ocasiones de forma sorprendente- estética y modos de sus referentes.
También hay una revitalización de un porno más glamouroso, heredero de las ostentosas superproducciones de los noventa, en entornos irreales tranquilos y paradisiacos y protagonizado por actores y actrices de belleza natural, creíble pero, a la vez, espectacular. Son el tipo de productos de empresas como X-Art o el fotógrafo Petter Hegre y que, en cualquier caso, se pueden permitir cobrar por sus producciones en formato físico.
Es decir, el porno intenta esquivar la trampa de las webs con vídeos de baja calidad y consumo efímero (que ya no hace falta ni siquiera la excusa del limpiador de piscinas) con películas que se venden a sí mismas como experiencias que hay que disfrutar en 4K. Y si puede ser, en Blu-Ray o pagando suscripciones a webs que usan esas propias webs gratuítas para difundir versiones en baja resolución de sus producciones, como gancho para las versiones de pago.
El futuro para la industria es incierto, pero no olvidemos que la pornografía como tal no solo es una máquina de hacer dinero. La plasmación del sexo explícito en el medio de comunicación que tengamos más a mano lleva con nosotros desde siempre: va a hacer falta algo más que una sociedad conectada para acabar con las ficciones prohibidas más antiguas de la historia de la cultura.
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La noticia
Crónica de una revolución anunciada: el ocaso del porno en papel y su lucha contra el porno on-line
fue publicada originalmente en
Xataka
por
John Tones
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