El síndrome del correcaminos… o el error de olvidar los logros por pensar en los objetivos
Los hermanos Warner (Harry, Albert, Sam y Jack) iniciaron a principios del siglo pasado, con una pequeña sala de proyección para entretener a los mineros, el que con el tiempo se ha convertido en uno de los imperios más poderosos de la industria audiovisual, Warner Bros. Quizá para muchos el primer contacto con los productos Warner fue la serie creada por Chuck Jones «Wile E. Coyote and the Road Runner», entre nosotros «El Coyote y el Correcaminos», surgida para contrarrestar el éxito incipiente de un producto de la competencia como era Tom y Jerry.
Como recordamos, la estructura argumental del Correcaminos –al igual que la de Tom y Jerry, por cierto– era simple: un Canis Latrans o Coyote perseguía permanentemente a un pájaro velocísimo basado en el Geococcyx californianus. El ingenio, la inventiva, los múltiples artilugios usados por el Coyote nunca le permitían atrapar al Correcaminos para darse su soñado festín. Sus reiterados intentos, inasequible al desaliento, eran la base misma de la historia, lo que la mantuvo viva durante prácticamente medio siglo, con distintos nombres y versiones que, como suele ocurrir, se alejaban cada vez más del original. Si lo pensamos, El Coyote y el Correcaminos no son sino la versión lúdica y audiovisual del mito de Sísifo, ejemplo de resiliencia por su tenacidad para llevar la roca a la cima aun sabiendo que su eterno castigo era intentarlo sin lograrlo.
Valga el recuerdo de nuestro admirado Coyote y del escurridizo Correcaminos para plantear lo que muchas empresas parecen sufrir y que muy bien podría llamarse precisamente el Síndrome del Correcaminos, o lo que es lo mismo, la frustración de perseguir y no alcanzar.
El bosque que no deja ver los árboles.
Toda empresa establecida y gestionada con un cierto criterio abunda en estrategias, planes, procedimientos, evaluaciones, hojas de ruta y análisis de todo tipo. Está bien que así sea porque conviene tener claros tanto el camino como el destino a alcanzar, al igual que los criterios que permitirán establecer si, en efecto, la meta se ha logrado. Y esto se aplica no solo a la organización en su conjunto –sea cual sea su tamaño–, sino también a cada una de sus piezas, a los departamentos y áreas que la conforman.
Lo que ocurre, me temo, es que el afán por alcanzar grandes objetivos (en términos de producción, de facturación, de innovación, de captación de mercado, de financiación o inversión, etc.), tan loables como recomendables todos ellos pero que no siempre se cumplen, puede hacer caer a la empresa en la frustración derivada de una visión un tanto paradójica, ésa en la que el bosque le impide ver los árboles.
El «bosque» es la suma de visión y misión, ambas siempre importantes, aun con su pizca de utopía; y siempre bienintencionadas, aun con su toque de autocomplacencia. Los «árboles» son los pequeños resultados en forma de cliente satisfecho, de trabajador comprometido, de proveedor fiel, de inversión sin vértigos, de progreso y mejora constantes, de hitos en innovación, de nóminas a final de mes sin sobresaltos y de beneficios suficientes, aunque nunca sean los soñados. El bosque son los grandes objetivos. Los árboles son los logros.
Que Coca Cola adopte como misión (sic) «Refrescar al mundo, inspirar momentos de optimismo y felicidad, crear valor y marcar la diferencia.» y como visión, entre otras, «ser una organización eficaz y dinámica» es poco más que un juego floral que marca una meta hacia donde deben confluir todas sus decisiones empresariales. Sin necesidad de ser una gran multinacional, cualquier pequeña o mediana empresa de refrescos firmaría orgullosa los mismos compromisos. Es más, si alguien necesita con urgencia definir una misión y una visión para su presentación de empresa me ofrezco a redactarla por un módico precio y en aproximadamente media hora. No mucho más debió necesitar Ford para decidir que su visión era (sic) «convertirse en la empresa líder de productos y soluciones de automoción», y su misión «ser una empresa global, orgullosa y comprometida con productos de primera calidad». Aun asumiendo una cierta retranca en lo dicho, sostengo que quedarse solo en objetivos de este tipo, cuya ampulosidad parece querer anticipar su difícil consecución real y práctica, es someterse al Síndrome del Correcaminos: perseguir sin alcanzar. Y la mejor prueba de ello es que esta clase de misiones y visiones, estas metas, permanecen intocables en los Manuales de Identidad de tales empresas, lo cual demuestra que nunca pasan de ser aspiraciones inalcanzadas.
Sin embargo, el Coyote, eterno aspirante a triunfador, si de algo no adolece es de entusiasmo y de recursos «infalibles» como los que le proporciona su proveedor Acme (American Company that Makes Everything), empresa tan ficticia como admirable por la diversidad y perversidad de su portfolio. Es lo que le permite no cejar en el empeño y sentirse también orgulloso por su capacidad para generar y poner en práctica constantes nuevas ideas.
Tener éxito en el proceso, aunque no se alcance el final, también ha de ser motivo de satisfacción. El esfuerzo es en si mismo un valor.
Los triunfos parciales, los logros a corto plazo, suelen ser los que de verdad sostienen la empresa porque suponen el mejor estímulo para el día a día. Son próximos, a veces incluso tangibles, y de efectos demostrables. Y son, además, fáciles de comunicar.
Imaginemos por un momento al CEO de Coca Cola insistiendo por newsletter interna a sus 140.000 trabajadores en que ¡todos unidos deben caminar hacia su gran objetivo que es «refrescar al mundo»! Esto, un martes a las 8 de la mañana me temo que no tiene un efecto motivador especial. Pero imaginemos ahora al director general de una mediana empresa felicitando a su equipo y transmitiendo por WhatsApp a sus trabajadores el logro de haber conseguido un par de nuevos clientes internacionales, o el éxito de una nueva patente registrada, o la decisión de renovar la obsoleta flotilla de vehículos de la empresa. Pequeños logros, árboles que no impiden ver el bosque sino que más bien dan sentido a los grandes objetivos.
Mi tesis es que siempre es mejor compañero de viaje empresarial y profesional la satisfacción por lo logrado, por muy humilde que esto sea, que la frustración por lo aún inalcanzado, por muy irrenunciable y loable que suene.
Cuentan que El Coyote una vez sí alcanzó al Correcaminos. Pero lo hizo en privado y por encargo de un caprichoso millonario japonés para el que se manipuló una escena cambiándole el final. La Warner accedió con tal de no hacerlo nunca público. Hoy está, por supuesto, en You Tube.
Ello demuestra que el síndrome del Correcaminos solo se cura a golpe de talón o con una dosis alta de realismo en vena. Me temo que debe imponerse lo segundo porque, insisto, las empresas no viven de sus objetivos sino de sus logros.