La celebración del centenario de Will Eisner (1917-2017) ha servido para recordar y reivindicar la aportación del célebre dibujante en una triple vertiente: creador, emprendedor de mil y un proyectos editoriales y teórico del lenguaje de la historieta. Considerado uno de los patriarcas del cómic mundial –no en vano fue el padre de una de las series más influyentes de todos los tiempos, The Spirit-, se ha hecho especial énfasis en un detalle singular de su trayectoria como fue la de haber forjado el concepto Novela gráfica, fundamental en los últimos decenios.
En 1978, cuando superaba los sesenta años de edad, Eisner sorprendió a lectores y crítica con el libro Contract with God, una obra que por continente y contenido iba a marcar la historia del medio. La primera aportación significativa de este proyecto fue la temática pues, de forma más o menos explícita, esta era autobiográfica ya que rememoraba episodios vividos o escuchados en su dura infancia en el Bronx de inicios de siglo; no era la primera vez que esto ocurría en el lenguaje del cómic, por supuesto, pero el hecho de que una figura de la envergadura de Eisner contase episodios de su infancia o juventud y los convirtiese en materia narrativa era algo, cuando menos, inusitado fuera de los ámbitos underground, que sí habían explotado esta línea temática.
La segunda innovación era el formato de libro unitario concebido como tal: no estábamos ante una recopilación de tiras de prensa ni de comic books –lo que llamaríamos tebeos de grapa– sino ante un producto concebido en origen como un todo, algo que en Europa era habitual bajo la forma de álbum pero que era poco frecuente en el mercado americano. El concepto que acuñó Eisner, Graphic novel, definía a la perfección la obra y tuvo continuidad en diversos títulos –cerca de una veintena– que realizó el propio autor en los años inmediatamente posteriores y que evidenciaron su compromiso con esta nueva manera de enfocar las historias. La publicación, diez años después, del célebre Maus de Art Spiegelmann, que combinaba los dos elementos mencionados –formato libro y autobiografía– sirvió para consolidar un producto que a partir de ese momento tuvo una divulgación universal y que encontró en nuestro país un progresivo éxito.
En España, el concepto Novela gráfica ya era conocido desde los años sesenta; como muy bien ha estudiado Antoni Guiral, desde 1958 hasta 1979 se comercializó en España un producto que llevaba ese epígrafe; se trataba de relatos gráficos de contenido más adulto que el habitual en los populares tebeos y con un formato que recordaba más a la novela popular que triunfaba en aquellos años con todos los géneros en boga: romántico, policíaco, western y bélico.
El producto se consolidó en el mercado, pero fue rápida –e injustamente– olvidado a finales de los años setenta con el llamado boom del cómic español que se articuló de dos maneras; el álbum de origen franco-belga –popularizado por Tintín, Asterix y más tarde Mortadelo y Filemón– y la revista mensual –Totem, 1984, Cimoc, El Víbora, Cairo, Rambla, entre tantas-, publicaciones editadas con papel de calidad y amplio número de páginas.
La publicación en España de Contrato con Dios por parte de Toutain Editor en 1979 supuso una apuesta arriesgada, pues posiblemente los lectores aún no estaban suficientemente maduros para un producto de estas características; ahora bien, el apoyo comunicativo de la propia editorial –que durante años publicó obra de Eisner en sus revistas– y la cuidada edición ayudaron a su éxito. En este aspecto, el de la edición, conviene subrayar cómo la traducción corrió a cargo de Enrique Sánchez Abulí –pocos años después, creador de Torpedo– y la obra contó con unas fotografías de Nueva York y un prólogo de Francisco Hidalgo; Hidalgo fue un excelente historietista español que, muy influido por Eisner, revolucionó los cómic españoles en los años cincuenta y sesenta para después ir a trabajar a Francia y dedicarse profesionalmente a la fotografía; algún día hablaremos en esta sección de Francisco Hidalgo, sin duda, pues la figura del dibujante de cómics que se convirtió en fotógrafo merece un estudio más detallado.
De todos modos, y a pesar de las ediciones de Maus a finales de los ochenta, –que tuvieron notable éxito– el concepto novela gráfica quedó en un cierto olvido hasta que, desde Francia, empezaron a tener una amplia difusión productos que, siguiendo la estela de Eisner, combinaban el formato libro con el contenido autobiográfico; estamos hablando de obras como Persépolis, de Marjane Satripi, que, con el nuevo siglo, volvieron a poner en solfa esta propuesta editorial. Y ahí empezó la confusión, especialmente en nuestro país porque, conviene recordarlo, la novela gráfica no era ni es un género, sino un formato que, como tal y como ocurre con cualquiera de ellos, puede condicionar algunos aspectos narrativos y expresivos; pero no es un tipo de cómic ni, mucho menos, algo que tenga identidad artística por sí misma.
De igual modo que en los años ochenta editores y lectores impusieron el concepto cómic para distinguir aquello que triunfaba frente al tradicional concepto tebeo –que se asociaba a contenidos infantiles y juveniles–, editores y lectores del nuevo siglo se encontraron especialmente cómodos con la etiqueta novela gráfica. Aquello que compraban y leían –y colocaban en sus anaqueles con orgullo– no eran cómics –concepto asociado a otra época de sexo, drogas y rock and roll, algo más bien ochentero, o poco serio– sino que eran novelas –la palabra hace la cosa–, que compartían espacio con las creaciones específicamente literarias y que tenían el mismo formato y rango.
En esta novela gráfica inaugurada con el nuevo siglo la temática autobiográfica no se constituyó en requisito imprescindible, aunque sí que fue recurrente, pero al mismo tiempo, junto a contenidos tradicionales, el nuevo entorno editorial permitió la aparición de subgéneros que encontraron un canal expresivo inusitado: libros de viajes, crónicas periodísticas, reportajes de investigación o biografías de artistas y personajes célebres surgieron por doquier expresando posibilidades muy poco explotadas hasta ese momento por el arte secuencial.
Por otra parte, el éxito del formato –tapa dura, dimensiones de libro- fue absoluto pues no solo incorporó nuevos lectores y encontró su espacio de venta en librerías y grandes centros comerciales, sino que productos concebidos para otro formato fueron reeditados como novelas gráficas aprovechando el prestigio de la nueva etiqueta. Así, por poner tan solo un par de ejemplos, el fundamental Watchmen de Moore y Gibbons, editado inicialmente como un comic book, se reeditó como novela gráfica; de igual manera, uno de los más interesantes cómics españoles de los años ochenta como fue Frank Cappa, de Manfred Sommer –publicado en la revista Cimoc y luego recogido en álbumes-, se volvió a editar ahora bajo el nuevo formato.
La consolidación de la fórmula novela gráfica hoy en día es una evidencia y nos permite establecer unas reflexiones. La primera es de orden negativo: si el mercado ha necesitado una etiqueta con resonancias de prestigio –novela– para aceptar un producto, es innegable que ese mercado es inmaduro pues no ha sido capaz de valorar un medio de comunicación de masas por sus posibilidades comunicativas propias sino por las analogías que presenta con la high culture. Nada nuevo bajo el sol en nuestro país, donde los tebeos siguen teniendo una valoración social escasa y donde siempre es necesaria una reivindicación que ya no es pertinente en otros ámbitos culturales.
La segunda conclusión es positiva; si bien el mercado se ha mostrado, como decíamos, inmaduro, es innegable que la aceptación de la etiqueta novela gráfica ha permitido a la historieta acceder a un público que hasta hace poco se mostraba reacio a sumergirse en el lenguaje de las viñetas. De igual manera, la existencia de ese público potencial ha permitido que un número significativo de editores se arriesgasen a apostar por productos de enorme calidad que han tenido notable trascendencia y que difícilmente habrían visto la luz en otro contexto. Títulos como Modotti de Ángel de la Calle, El invierno del dibujante de Paco Roca o La grieta de Carlos Spottorno y Guillermo Abril evidencian cómo los vaivenes del mercado han permitido excelentes propuestas que han dignificado no solo el medio sino la percepción popular que de este se tenía.
Tout est bien qui finit bien, señalaba el capitán Haddock al final de El tesoro de Rackham el rojo, y posiblemente sea cierto. Contract with God se publicó hace treinta años y, más allá de sus méritos innegables –su relectura los evidencia– se ha convertido en la obra más influyente de las últimas décadas si valoramos su capacidad para transformar el mercado e incorporar nuevos lectores al medio. Quizás detrás de todo ello haya una suerte de confusión, es cierto, pero viendo los resultados actuales, bienvenida sea la novela gráfica.