Sé perfectamente que la afirmación que hago en el título de este artículo (Una organización vale tanto como su peor empleado) resulta como mínimo atrevida, si la tomamos en sentido literal y no le damos un poco de contexto bibliográfico, analítico y casuístico. Por tanto, dedicaré el texto a contextualizarla, fundamentarla y ejemplificarla para ti, en la esperanza de que al final, si no podemos coincidir, al menos logre de tu parte una apreciación clara –ya sea favorable, neutra o desfavorable– sobre las razones que me han llevado a efectuar, sustentar y defender el planteamiento. Y espero lograrlo, especialmente si tú eres un directivo organizacional con desempeños o aspiraciones de liderazgo, o pretendes serlo en el futuro; porque en ese caso, eres el principal destinatario de estas reflexiones (aunque no el único, por supuesto). Amén.
Comencemos definiendo brevemente el valor. La RAE lo define de dos formas plenamente aplicables al tema de este trabajo: «grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite», y «cualidad que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo cual son estimables». Con base en ello, y en una óptica de sentido común, podemos afirmar que el valor es, sencillamente, la cualidad que alguien o algo posee de contribuir a la mejora de algo o de alguien, en cualquier tema, sentido y/o magnitud. Si una persona, un proceso o un objeto pueden ser, dar o hacer algo para la mejora de otra persona, proceso u objeto, de cualquier índole, esa persona, proceso u objeto son valiosos; tienen y/o contienen valor, en la forma y medida en que aportan y/o pueden aportar soluciones de cualquier índole. Resumiendo, el valor es lo que hace útil a algo o alguien, para algo o alguien más.
Definamos ahora la marca, también de forma breve. En el imprescindible texto Administración Estratégica de Marcas, su célebre autor Kevin Lane Keller nos propone que marca es «?algo que en realidad crea una cierta cantidad de conciencia, reputación y prominencia, entre otras cosas, en el mercado» (Lane Keller, 2008, P. 2). O sea: la marca constituye una noción sumamente intangible y asociada a las múltiples formas en que algo o alguien es percibido, sentido y valorado por las personas que reciben su incidencia, y a partir de todo ello, le posicionan en sus mentes, toman decisiones y actúan en consonancia con dicho posicionamiento. Esa incidencia está constituida por las formas en que se produce el acercamiento entre el necesitado de una contribución y quien la efectúa; por la aportación de valor que fluye y se manifiesta en tal proceso contributivo; y además, especialmente, por la solución aportada o generada a través de dicho valor, o consistente de cualquier modo en este.
Con base en ello, aproximemos en pocas palabras las nociones de valor y marca. Si la marca está basada en el impacto generado en derredor por algo o alguien; si marcar es imponer carácter o dejar huella moral en otras personas (como lo define la RAE); y si el valor constituye la dimensión contributiva que mediante la satisfacción de necesidades y la solución de problemas nos hace útiles y valiosos para los demás, cabe inferir que la marca, como resultado del acto y/o proceso de marcar a otros seres humanos, y constituyendo la huella, el recuerdo o la memoria que se deja en ellos a través del mismo, es una función del tipo, la cantidad y la calidad de valor que se aporta, a través del cual somos posicionados en sus mentes, y se nos mantiene a su alcance y disposición para próximos procesos o momentos. Esta conexión interconceptual cabe y funciona tanto para personas como para organizaciones.
Y visto esto, analicemos el modo en que el valor atraviesa y conecta a la marca personal y la corporativa en el ámbito de las organizaciones.
Toda empresa tiene un valor y tiene un precio. El valor es lo que ella vale, y está integrado por las diferentes magnitudes que la hacen valiosa. El precio es lo que ella cuesta en el mercado, en una única magnitud: dinero, expresado y erogado en cualquiera de sus formas. O en un caso más puntual, lo que ella costaría si alguien decide comprarla y sus propietarios venderla.
Como fácilmente se puede apreciar (al menos eso creo, jejeje), lo que una empresa vale no equivale necesariamente a lo que cuesta. Pero generalmente (salvo casos y/o circunstancias especiales), sí LO DETERMINA.
Porque el valor de una organización empresarial es mucho más que lo que ella vale en dinero, a efectos bursátiles u otros equivalentes. Ese valor organizacional deriva o depende directamente del que sus empleados (ojalá sus colaboradores, o mejor aún, sus asociados; preguntémosle sobre esta concepción al Maestro Andrés Pérez Ortega) sean capaces de aportar al entorno (a cada persona o entidad del entorno) a través de bienes, servicios, soluciones y calidad de vida (lo cual, adecuadamente expresado, constituye su propuesta o promesa de valor); y obviamente, también depende de que realmente ellos lo aporten (o sea, del cumplimiento de esa propuesta o promesa de valor). Y sobre todo, depende del modo o los modos en que todo ello impacta sobre quienes utilizan sus productos o servicios, sobre sus competidores y proveedores, sobre la opinión pública, sobre la valoración de los organismos reguladores, sobre los diversos índices de medición bursátil, etc., etc., generando y expandiendo opinión y provocando valoración en cualquier sentido sobre la empresa (por ejemplo, prestigio o desprestigio, respeto o irrespeto); es decir, generando marca corporativa, y al mismo tiempo, posicionándola en la mente de los diferentes públicos que la siguen.
Para un cliente, el precio se expresa en dinero (tal cosa me ha costado o me cuesta tanto); y el valor, en percepciones, sensaciones, sentimientos, emociones, opiniones, valoraciones, decisiones y acciones (esa empresa es maravillosa; yo le soy fiel, compro siempre sus productos, y la recomiendo -con todas las razones que así lo fundamentan para quien la valora-, o yendo al otro extremo, esa empresa es un desastre, voy a gritarlo al mundo y jamás volveré a comprarle -ídem-). Y por supuesto, hay entre ambos extremos un amplísimo espectro de estadios intermedios; y en todos y cada uno de ellos, así –y tanto– como en los extremos, nace, crece y se multiplica el conjunto de percepciones, sensaciones, sentimientos, emociones, opiniones, valoraciones, decisiones y acciones que, desde la mente de cada cliente y/o de sus otros públicos, constituyen la marca corporativa de esa organización, la convierten en valiosa o le restan su valor, en todo o en parte.
Y todo ello está directamente asociado a quienes son lo que esa organización es, hacen lo que la organización hace y logran lo que ella logra: las personas que la integran, llámeseles como se les llame (siempre que no sea recursos humanos, por favor). Cada persona del entorno que interactúe con una persona de la entidad, y obtenga una impresión sobre el valor organizacional que ha recibido en dicha interacción (recordemos los ochenteros, noventeros y célebres momentos de la verdad, de Jan Carlzon), posiciona favorable o desfavorablemente en su mente a la entidad en función de ello, dependiendo de cuál haya sido la impresión; y esto último depende de cuánto valor le haya sido aportado, de su aplicabilidad a los procesos, de su utilidad o potencial resolutivo, y de cuán inmediatamente pueda ser rentabilizada la inversión realizada para adquirirlo, entre otras posibles razones.
Como personas que trabajamos para aportar valor, y vivir decentemente de lo que vale nuestro aporte a otras personas y a la sociedad, valemos lo que significamos para quienes se sirven de nosotros y utilizan nuestras contribuciones, en cualquier sentido. Somos valiosos en virtud del valor que aportamos, y muy especialmente, de la correspondencia entre este aporte y el que habíamos ofrecido, propuesto y/o prometido hacer. Esto último nos convierte, además, en creíbles y confiables; y ambas condiciones (credibilidad y confiabilidad) multiplican por millones nuestro valor social y de mercado, porque se vuelven nuestra garantía y así nos proyectan al entorno. Y al estar nuestra propuesta garantizada por nuestra historia de cumplimiento –ser creíbles y confiables-, ambas condiciones nos permiten ser la consuetudinaria primera opción para nuestros públicos, y ser permanentemente recomendados por ellos a quien quiera escuchar sus opiniones, valoraciones y sugerencias (en esto, entre otros aspectos, basa su interesante análisis mi amiga y muy competente colega venezolana Ylse Roa, al preguntarnos desde el título de su más reciente y muy recomendable artículo: ¿Marcas personales sin propuesta de valor?) Y por supuesto, todo ello vale y funciona de igual o muy parecido modo para cualquier organización.
Con esto en mente, veamos brevemente un sencillo ejemplo procedente de la literatura.
En el clásico de los 80 Pasión por la Excelencia, de Tom Peters y Nancy Austin, se cita una frase definitoria de la filosofía de servicio de la gran IBM de la época. Es esta: «Una computadora defectuosa entre un millón…Pero, ¿qué va a decirle a ESE cliente?» Y tras algunos comentarios de explicación, orientación y sustento, la cierran de forma contundente: «Para nosotros, CADA CLIENTE ES UNO EN UN MILLÓN.»
¿Qué nos están diciendo, simbólicamente? Que para ellos, no importa tanto «el mercado», sino más bien CADA PERSONA que lo integra. Que aunque su marca está asociada a calidad y servicio excepcional, y definida por una historia empresarial que así les ha posicionado, no renuncian a la personalización absoluta de su aporte de valor, porque una marca corporativa se nutre de las experiencias personales de CADA CLIENTE que recibe los servicios de CADA EMPLEADO de esa empresa. Que las estadísticas son importantes, pero las personas SOMOS DECISIVAS. Y esta filosofía empresarial ha sido, es y seguirá siendo (cada vez más) la clave del éxito de las organizaciones verdaderamente exitosas; esas que SIEMPRE son la primera opción para sus clientes, y que gracias a ella siguen sumando adeptos a su tribu de fieles y comprometidos seguidores, aunque sus precios no sean precisamente los más bajos.
Discutamos ahora, desde una perspectiva muy básica de sentido común, un caso hipotético: el empleado Juan, y el servicio que él presta en la empresa X. Si Juan está, se siente y se mantiene (y por supuesto, también es mantenido) adecuadamente preparado, motivado, facultado, sano y seguro para hacer su trabajo, la probabilidad de que lo haga de modo efectivo y hasta cercano a la excelencia, y se mantenga a ese nivel, es elevada. Si esto ocurre, la probabilidad de que cada uno de los clientes atendidos por Juan quede satisfecho o muy satisfecho con los resultados que ha obtenido, o sea, con el valor que Juan le ha entregado, también tenderá a ser elevada. Y como consecuencia de ello, la probabilidad de que cada uno de esos clientes salga de la empresa sintiendo, pensando y dispuesto a expresar cosas favorables acerca de Juan, del servicio recibido, del valor obtenido y de la empresa en general, será también razonablemente elevada. Y por supuesto, en cada uno de estos tres momentos cabe y funciona una gran viceversa.
Ahora bien: ¿cuántos clientes son atendidos por Juan? ¿Qué impresión se llevará cada uno de ellos del servicio recibido y del valor obtenido? ¿A cuántas personas les hablará al respecto? ¿Cuántas de ellas leerán su elogio (si la valoración es positiva) o su queja (si es negativa), digamos, en Facebook y en Twitter? Y una vez recibida y mentalmente procesada tal valoración, ¿qué sentirán, pensarán, expresarán, decidirán y eventualmente harán todas esas personas con respecto a Juan, y sobre todo, con respecto a la empresa en la que Juan labora?
Esos son los verdaderos insumos de una marca corporativa: las diferentes formas en que la marca personal de quienes trabajan en la organización, nace, crece, se manifiesta, se expande, es conocida, reconocida, valorada y posicionada en las mentes de los clientes y otros públicos relacionados con la entidad, y a través de ellas, lo es la propia entidad. Como bien afirma el gran experto mundial en branding Andy Stalman, ya los colaboradores no son los embajadores de una marca: SON LA MARCA. Y es en eso que debe centrarse una gerencia competente y comprometida con su equipo humano, como el único gran garante del éxito organizacional.
Al cliente no le importa absolutamente nada si la logística empresarial funciona bien o mal. Si el cash flow es favorable o desfavorable. Si los precios de la materia prima han subido o se mantienen. Si los salarios constituyen allí motivadores suficientemente poderosos, o no lo son. Si hay o no hay un liderazgo efectivo, o si la cultura organizacional promueve y privilegia tales o cuales comportamientos, o no lo hace. Nada de eso es relevante, ni útil, ni siquiera conocido por el cliente. Él va allí buscando SOLUCIONES asociadas a SUS NECESIDADES Y PROBLEMAS. Y la empresa EXISTE PARA PROVEÉRSELAS, y compite haciéndolo, y gana dinero haciéndolo, y se posiciona en el mercado haciéndolo, y genera su marca haciéndolo. Entonces, la marca corporativa de esa empresa (la huella que ella deja en la mente de sus públicos, a partir del valor que les aporta y los modos en que lo hace) es una función directa de la correspondencia existente entre las soluciones que la empresa genera y provee y los problemas para los cuales las genera y provee. Así de sencillo.
Y se puede concluir, en virtud de ello, que la marca corporativa de esa empresa depende del modo en que cada uno de sus empleados (ojalá sus colaboradores, o mejor aún, sus asociados) sea capaz de marcar a cada uno de los clientes que a ella acuden en busca de soluciones a sus problemas. Es decir, de la huella que queda en cada una de sus mentes luego de ser servidos por cada persona de la empresa, o de consumir sus productos y recibir el impacto de la calidad consumida, que ha sido generada por el trabajo de las personas que integran la organización. Más detallado: la marca corporativa es un resultado, directo o indirecto, de la marca personal que cada empleado (ojalá colaborador, o mejor aún, asociado) haya dejado de forma directa –mediante interacciones cara a cara– o indirecta –a través de la calidad de los productos-, en las conciencias de sus clientes, de esas personas que son sus clientes, ya sea aportándoles valor, o por la ausencia de dicho aporte.
Como he planteado en otros trabajos, «?marca es propuesta de valor. Marca es símbolo de un potencial de aporte y contribución. Marca es memoria y evocación de soluciones. Marca es el artefacto intangible mediante el cual se recuerdan los aportes y contribuciones de algo o alguien a nuestras vidas, y se nos facilita -recuerdo mediante- volver a buscarlos cuando los requiramos.» Por eso es tan importante que las organizaciones se enfoquen en asegurar, a toda costa, que CADA EMPLEADO (ojalá colaborador, o mejor aún, asociado) sepa, quiera y pueda marcar en positivo, en todas y cada una de sus interacciones, A TODOS Y CADA UNO de los clientes actuales y potenciales de la entidad, así como a CUALQUIER OTRA PERSONA con la cual interactúe a nombre y en representación de la empresa (y también a título y de forma estrictamente personal; porque un colaborador no deja de serlo cuando su jornada laboral concluye, ni deja de proyectar la marca de la empresa en que trabaja cuando no se halla físicamente en ella). Porque todo colaborador de una organización ES esa organización (y desde él, MARCA y SE HACE MARCA la organización), a los ojos de todos sus públicos, y especialmente, de sus clientes.
En este tenor, regresemos brevemente a Juan y a los clientes a quienes sirve.
Para esos clientes, Juan ES la empresa. El modo en que Juan les marca define la huella que la empresa deja en ellos. Para el cliente, la marca personal de Juan se equipara y equivale a la marca corporativa de la empresa. Entonces, cada Juan que deja una marca personal positivamente memorable, proveyendo soluciones y aportando valor a los clientes, está generando y cultivando una marca corporativa igual de positiva y de memorable en ese mismo sentido; y obviamente, aquí también cabe y funciona un gran viceversa.
Y por supuesto, todo ello es independiente de si el cliente conoce y maneja, o no lo hace, los conceptos de marca personal y corporativa, o el significado de sus propias valoraciones al respecto, o el impacto que ellas tienen sobre el posicionamiento de dichas marcas. Es más: la mayoría no tiene mucha noción de todo ello. Pero no por eso es menor su importancia para los procesos de branding personal y corporativo; posiblemente, hasta puede ser mejor así. La expresión de la satisfacción o de la insatisfacción del cliente, efectuada de forma genuina y no sesgada por tecnicismos o por el conocimiento de las implicaciones de sus planteamientos, aporta un valor más auténtico a la empresa que desea mejorar continuamente su gestión, su servicio y su marca, a través de la mejora continua de lo que cada Juan que en ella trabaja ES, HACE y LOGRA, y del IMPACTO que consigue gracias a ello.
Cada cliente satisfecho, emocionado, sorprendido, estremecido por un servicio WOW, y dispuesto a regresar y recomendar, asume y califica a TODA la empresa a través del valor que ha recibido aportado por SU Juan. Cada cliente insatisfecho, rabioso, molesto, despechado, decepcionado, quejándose de incumplimientos y clamando por indemnizaciones, asume y califica a TODA la empresa a través de lo negativo que ha recibido de SU Juan. Por ello afirmo que cada Juan efectivo APORTA VALOR a la empresa, y que cada Juan inefectivo SE LO RESTA.
Entonces, tal como la solidez y resistencia de una cadena depende de su eslabón más débil, la fuerza y el valor de una organización está asociada a su empleado de menor efectividad; porque el efecto que este provoca, marcando a su entorno en tono negativo, se extrapola y colorea en los más feos tonos a toda la entidad. Y mientras el liderazgo gerencial de las organizaciones no asuma que apoyando la gestión y desarrollo de las marcas personales que integran la empresa (integrando, potenciando y estimulando su mejor ser, su mejor hacer y su mejor nivel de logro), estará generando marca corporativa, proyectándola positivamente al entorno y contribuyendo a su mejor posicionamiento en el mercado, no avanzaremos como sociedades de la forma en que deberíamos hacerlo, considerando el enorme desarrollo tecnológico y productivo que como humanidad hemos conseguido; ni mejorará de modo significativo nuestra calidad de vida, al menos, no al ritmo que estos tiempos requieren.
Porque el único modo de tener clientes realmente felices, es aportarles valor de forma personalizada, enfocada en SUS necesidades, proveyéndoles SUS soluciones a partir de un buen conocimiento de SUS problemas, que no son los de nadie más, sino LOS SUYOS. Esto solo se consigue personalizando el servicio (sustentándolo en un conocimiento profundo de la persona que es el cliente y en una calidad relacional excepcional), y elevando constantemente su calidad técnica y su efectividad resolutiva, para conseguir el máximo impacto; o sea, para marcar en positivo persona a persona (el imprescindible P2P sobre el que tanto y tan bien tú propones, ¿verdad, amigo y colega Guillem?) Así se es y se deja una gran marca personal en entornos organizacionales; y si cada Juan en la empresa lo hace así, estamos en el camino hacia una gran marca corporativa.
Y tú, amigo lector, ¿coincides conmigo en la afirmación de mi título de hoy? ¿Consideras, o no, que una organización vale tanto como su peor empleado? Y en cada caso, ¿por qué?
Yo sé que pude haber escrito este mismo trabajo (invirtiendo ciertos enfoques e incorporándole algunas ligeras variaciones más) titulándolo al revés: «Una organización vale tanto como su mejor empleado.» Mi pregunta para ti es: ¿significaría, implicaría y transmitiría lo mismo, sabiendo como sabemos que falta tanto camino por andar en la tan necesaria y hasta urgente incorporación del branding personal a la filosofía de gestión de las organizaciones de hoy? Te dejo entonces con la invitación a seguir profundizando al respecto, en mi trabajo de 2018 titulado «Marca personal y empresa: la otra verdad.»
Seguiremos interactuando en 2019, compartiendo sobre personas, marca personal y corporativa, organizaciones, mercado, gerencia, liderazgo, y educación pertinente a todo ello; temas cuyo debate resulta tan necesario para la mejora continua de toda sociedad en esta nueva época, y sobre los cuales procuraré seguir generando contenidos para ti, e intentando aportarte valor a través de su tratamiento en la medida que me sea posible. Feliz navidad y un venturoso y próspero año nuevo. Gracias por ser, por estar, por acompañarme hoy y siempre.