El dibujante de cómics siempre ha trabajado con el apoyo de la fotografía. El lector, desde una perspectiva considerablemente ingenua, con frecuencia ha creído que el artista gráfico estaba dotado de un talento excepcional, casi sobrenatural, que le permitía poder dibujar los más variopintos objetos, edificios o paisajes con absoluta naturalidad, sin tener que recurrir a ningún tipo de documentación; era igual que se tratase de un tanque, una batidora, la campiña francesa, el Taj Mahal o la carga de la Caballería Ligera; no había reto imposible para el prodigioso artista que, fuese en clave figurativa o humorística, podía dibujar cualquier cosa con la precisión más exquisita solo con el apoyo de su memoria visual y de su talento. Este desconocimiento tan intenso podía incluso llegar a generar una pintoresca frustración en el lector al descubrir, ocasionalmente, que ese admirado dibujante había “copiado” una fotografía para componer algún elemento de la viñeta; ingenuidad en estado puro.
La fotografía, como decíamos, siempre ha sido un compañero de viaje imprescindible para el dibujante de cómics, y lo sigue siendo. Es evidente que, hoy en día, el acceso a esas imágenes de referencia que se necesitan es inmediato y sencillo gracias a los fondos infinitos que ofrece la red, pero durante el siglo XX los dibujantes tuvieron que buscar de forma incansable infinidad de fotografías para poder desarrollar su labor profesional. Lo habitual era que, en aras de la necesidad, se buscase la imagen requerida donde fuese, en libros y enciclopedias pero de forma muy recurrente en revistas o catálogos comerciales, mucho más económicos y ricos en el campo gráfico; no era igualmente extraño entre los profesionales que, una vez usada, esa imagen recortada de las páginas de cualquier magazine fuese a parar al fondo de un cajón, perdida entre mil papeles o, de modo más definitivo, se lanzase a la papelera.
No obstante ello, tampoco era raro el caso del dibujante metódico que se creaba un auténtico banco de imágenes, un archivo personal donde siempre poder ir a buscar el referente necesario para sus composiciones gráficas. En este sentido, ha sido ampliamente estudiado el fondo de documentación que Hergé (1907-1983), el padre de Tintín, forjó a lo largo de su trayectoria profesional. El gran patriarca del cómic europeo acumuló un impresionante fondo de imágenes que le fueron imprescindibles a la hora de dotar de verosimilitud sus ficciones; cuidadosamente clasificadas en carpetas temáticas, Hergé y sus colaboradores siempre tuvieron al alcance de la mano las instantáneas que mostraban cosas tan dispares como papeleras, coches, poleas, desiertos arábigos o playas tropicales.
La exposición Le musée imaginaire de Tintin (1979) y el libro homónimo (Casterman, 1979) mostró ya al gran público la importancia de la documentación en el trabajo del dibujante belga pero fue sin duda el libro Tintin, le rêve et la réalité (Moulinsart, 2001), de Michael Farr, el que popularizó el análisis de estas concordancias. Con posterioridad, la investigación minuciosa de estudiosos como Phillipe Goddin y muy especialmente Jacint Guillem, culminada en su monumental exposición Aquell jove reporter belga que tenia un fox-terrier (2011), han descubierto con precisión las fuentes fotográficas del universo Tintín.
En el presente artículo queremos centrar nuestro análisis en el archivo de uno de los grandes del tebeo español, Àngel Puigmiquel (1922-2009) uno de los más importantes dibujantes del país al que toda la crítica coincide en colocar en una posición de privilegio dentro de la historia del cómic, valorándolo como una figura de referencia incuestionable. Nuestro autor comenzó su trayectoria profesional cuando aún no tenía veinte años, a principios de la década de los cuarenta, y fue la suya una irrupción realmente abrumadora, rutilante.
En pocos años su trazo, su manera de componer la página, su concepción del guión y del arte del diálogo se convirtieron en un referente para el público y para los compañeros de profesión, un verdadero descubrimiento, un soplo de aire fresco y de talento en los años de la golden age del tebeo español, una época de penurias y limitaciones pero que, en contrapartida, supuso un momento de esplendor de la historieta, vendida y difundida como nunca.
Su obra vio la luz a través de las páginas de la revista Chicos en años de intensa creatividad, de indagación en las posibilidades del medio, de asimilación de las influencias americanas y de la fusión entre la tradición autóctona de antes de la guerra y la extraordinaria capacidad personal. A partir de 1952, y a la búsqueda de nuevas oportunidades profesionales, nuestro autor se desplazó a Venezuela, donde desarrolló una extraordinaria obra principalmente en la prensa de país, convirtiéndose en un pionero en el campo de la animación y la publicidad.
A mediados de los años sesenta, Puigmiquel volvió a Barcelona y desembarcó en el incipiente mundo de la publicidad, que crecía paralelo al inexorable desarrollo de la sociedad de consumo. En el año 1966 creó los Estudios Cormorán –en activo hasta 1991– y comenzó una actividad profesional frenética que lo llevó a convertirse en uno de los referentes incuestionables en el campo de los anuncios para televisión, donde no sólo obtuvo éxitos de gran repercusión popular sino también varios premios y reconocimientos de ámbito nacional e internacional.
Angel Puigmiquel fue un apasionado de la fotografía a lo largo de toda su vida y, sin duda, su largo conocimiento del medio, empezado a muy temprana edad, en los años del instituto, fue decisivo para el desarrollo ulterior de su trayectoria profesional en el campo de la publicidad. Como todo dibujante y animador, siempre utilizó la fotografía como un complemento indispensable a su labor y para ello se dotó de un archivo minucioso que, ordenado temáticamente, le permitía acceder a infinidad de realidades que después trasladaba a su mesa de dibujo. El archivo, constituido por sesenta y seis carpetas, fue realizado con la colaboración indispensable de su esposa, Cristina Durbá, quien recuerda aún hoy la paciente labor llevada a cabo; durante años, fue una tarea familiar casi cotidiana la de seleccionar, recortar, pegar y clasificar centenares de fotografías destinadas a servir de apoyo a la labor del dibujante.
El criterio de clasificación fue preferentemente temático, pero de especial interés fue el de selección, común a la mayoría de dibujantes que se forjaron un archivo ordenado de imágenes de apoyo. La búsqueda de las fotografías no iba normalmente condicionada por la necesidad inmediata, sino por la posibilidad de que en algún momento surgiese esa necesidad; el dibujante hojeaba revistas y catálogos con la mirada atenta, siempre a la búsqueda de todo aquello que algún día podía llegar a necesitar.
Si encontraba la reproducción de una fotografía de una añeja bicicleta de rueda alta o de un detalle arquitectónico en una moderna construcción, Puigmiquel seleccionaba esa imagen, no porque le fuese necesaria en ese momento, sino porque veía su potencial futuro; si algún día debía utilizar esos elementos en una ilustración, serían necesarias esas fotografías para dibujarlos con la solvencia necesaria para cumplir las exigencias del lector. Desde esta perspectiva, el dibujante minucioso se creaba un archivo del mundo conocido, un imago mundi monumental que respondía a unas hipotéticas necesidades que no siempre se concretaban, pero que allí estaban para satisfacer las posibles variables surgidas en la mesa de dibujo.
La Biblioteca de Catalunya, gracias a la donación de Cristina Durbá, conserva no solo una excelente colección de originales de Puigmiquel –consultables en línea- sino que también guarda con celo su archivo iconográfico, algo realmente inusitado en nuestro país. Este está constituido por las sesenta y seis carpetas antes mencionadas que se identifican con unas etiquetas que describen los contenidos; así, por ejemplo, encontramos Aviones, aeropuertos, globos, trenes (carpeta 1), Peces, reptiles, batracios (carpeta 10), Arquitectura moderna, decoración, muebles, utensilios domésticos, supermercados (carpeta 13), Teatro, ballet, ópera, revista, juego, ruleta, high life, humor (carpeta 20), Renacimiento, siglos XVI, XVII, XVIII, XIX, 1900, vehículos antiguos, 1920 (carpeta 30), o Circo, atracciones, Navidad, Christmas, humor (carpeta 39). La mayoría de carpetas contienen centenares de fotografías agrupadas a su vez por afinidades temáticas; las instantáneas proceden de revistas de la más variada procedencia –entre otras, Enquirer, New Yorker, Life, Time, Vogue, Playboy…- y su datación abarca desde inicios de los años cincuenta hasta finales de los ochenta
Puigmiquel, y por extensión el dibujante de cómic, necesitaba y necesita de la fotografía pues esta es un elemento gráfico indispensable para su labor profesional. A lo largo del siglo XX, el dibujante se creó un verdadero archivo del mundo con las fotografías, un archivo personal, heteróclito y multiforme, caótico al tiempo que ordenado, procedente de fuentes diversas, práctico y funcional, una verdadera work in progress forjada durante años que respondía a sus necesidades presentes pero también a las de un futuro que quizás nunca se concretó.
El archivo iconográfico Puigmiquel, monumental y único, hermana de forma palmaria la fotografía y el cómic pero de forma muy especial demuestra cómo, más allá de la imagen del dibujante imbuido de un poder romántico que le permite plasmar gráficamente cualquier elemento, existen conceptos como el rigor, la documentación y el método que explican su obra. A veces nos quejamos de que el mundo del cómic no está suficientemente valorado; muchas son las causas, pero una de ellas es la ignorancia profunda –más extendida de lo que creemos- de cómo los creadores desarrollan su labor profesional; descubrir la cocina del cómic nos puede ayudar a entender la complejidad de esta manifestación artística