Nuestro cerebro altera profundamente su conducta y su misión, atenuando nuestra consciencia. Durante un breve período de tiempo estamos paralizados casi por completo. Nuestros ojos, en cambio, se mueven con rapidez bajo los párpados cerrados como si viesen, y los diminutos músculos del oído medio se mueven como si oyésemos, aun estando en silencio. Experimentamos estimulación sexual, hombres y mujeres, en repetidas ocasiones. A veces nos creemos capaces de volar. Rondamos las fronteras de la muerte. Dormimos.
En torno al año 350 a.C., Aristóteles escribió un tratado, «Del sueño y la vigilia», en el que se preguntaba qué era dormir y por qué lo hacíamos. En los siguientes 2.300 años nadie pudo aportar una buena respuesta. En 1924 el psiquiatra alemán Hans Berger inventó el electroencefalógrafo, que registra la actividad eléctrica del cerebro, y el estudio del sueño saltó de la filosofía a la ciencia. Sin embargo, hubo que esperar a las últimas décadas para que las técnicas de imagen nos permitiesen vislumbrar algo mejor el funcionamiento interno del cerebro y empezar a esbozar una respuesta convincente a las preguntas del sabio griego.
Todo cuanto hemos aprendido acerca del sueño subraya su importancia para nuestra salud física y mental. Nuestro patrón de sueño-vigilia es un rasgo central de la biología humana, una adaptación para habitar un planeta que rota sobre su eje en una interminable noria de días y noches. En 2017 se concedió el Premio Nobel de Medicina al trío de científicos que, en las décadas de 1980 y 1990, identificó el reloj molecular que desde el interior de nuestras células intenta sincronizarnos con el sol. Cuando este ritmo circadiano se rompe, apuntan las investigaciones recientes, corremos más riesgo de padecer diabetes, enfermedades cardiovasculares y demencia.
Sin embargo, el desfase entre nuestro modo de vida y el ciclo solar ha alcanzado niveles de epidemia. «Parece como si estuviésemos en medio de un ensayo mundial sobre las consecuencias negativas de la privación de sueño», dice Robert Stickgold, director del Centro del Sueño y la Cognición de la Facultad de Medicina de Harvard. Hoy muchos de nosotros no dormimos ni siete horas al día, unas dos menos que hace un siglo. Esto se debe principalmente a la proliferación del alumbrado eléctrico, seguida de los televisores, ordenadores y teléfonos móviles. En nuestra sociedad frenética e hiperiluminada solemos concebir el dormir como un enemigo, un estado que nos roba productividad y ocio. Thomas Edison, el padre de la bombilla, dijo que dormir era «algo absurdo, un vicio», una pérdida de tiempo. Estaba convencido de que algún día prescindiríamos de ello por completo.
Dormir toda la noche a pierna suelta se nos antoja hoy tan raro y anticuado como recibir una carta manuscrita. Da la impresión de que todos buscamos nuestros atajos, combatiendo el insomnio con somníferos, atiborrándonos de café para espabilarnos, obviando el intricado viaje que estamos diseñados para emprender cada atardecer. En una buena noche recorremos cuatro o cinco veces varias fases del sueño, cada una de las cuales tiene sus características y su finalidad, en un descenso surrealista y zigzagueante hacia un mundo alternativo.
Fases 1-2
Cuando conciliamos el sueño, el cerebro permanece activo y emprende un proceso de limpieza en el que decide qué recuerdos guarda y cuáles descarta.
La transformación inicial se produce rápidamente. Al cuerpo humano no le gusta verse atascado entre estados, vacilando en el umbral. Preferimos estar en un mundo o en el otro, despiertos o dormidos. Así que nos acostamos, apagamos la luz y cerramos los ojos. Si nuestro ritmo circadiano está en sincronía con el ciclo de luz diurna y oscuridad, y si la glándula pineal segrega melatonina desde la base del cerebro para señalarnos que es de noche, y si toda una serie de sistemas se alinean, entonces nuestras neuronas se duermen enseguida.
Las neuronas –y tenemos unos 86.000 millones de ellas– son las células nerviosas que forman la World Wide Web del cerebro, comunicándose entre sí mediante señales eléctricas y químicas. En plena vigilia, son un bullicioso hervidero, una tormenta eléctrica celular. Cuando su relampagueo (sus descargas eléctricas e impulsos químicos) es rítmico y regular –expresado en un electroencefalograma por ondas bien ordenadas–, sabemos que el cerebro se ha replegado sobre sí mismo, ajeno al caos de la vigilia. Al mismo tiempo nuestros receptores sensoriales se inhiben y pronto estamos dormidos.
Los científicos llaman a este estadio la fase 1, la parte más somera del sueño. Dura unos cinco minutos. A partir de ahí, ascendiendo desde las profundidades del cerebro, llega una serie de chispas eléctricas que descargan en la corteza cerebral, la materia gris llena de pliegues que recubre la capa exterior del cerebro, donde residen el lenguaje y la consciencia. Estas ráfagas de medio segundo de duración, llamadas husos del sueño, revelan que hemos entrado en la fase 2.
El cerebro no reduce su actividad mientras dormimos, aunque así se creyese durante mucho tiempo; simplemente emprende una actividad diferente. Se especula que los husos del sueño estimulan la corteza para que se preserve la información recién adquirida, y quizá también para vincularla con el conocimiento ya asentado en la memoria a largo plazo. En las unidades del sueño se observa un aumento en la frecuencia de los husos del sueño cuando los sujetos sometidos a estudio han aprendido tareas nuevas, tanto mentales como físicas. A mayor número de husos, parece ser, mejores serán los resultados al ejecutar esas tareas al día siguiente.
El sueño y la inteligencia
La intensidad de los husos nocturnos podría incluso ser un indicador de la inteligencia general, han sugerido algunos expertos. Dormir crea literalmente conexiones neuronales que quizá nunca habríamos formado en el plano consciente, algo que siempre habíamos intuido. Por eso decimos que consultamos las cosas con la almohada.
El cerebro despierto está optimizado para hacer acopio de estímulos externos; el cerebro dormido, para consolidar la información recabada. En otras palabras, de noche dejamos de grabar y nos ponemos a editar, y ese cambio puede medirse a escala molecular. No nos limitamos a archivar nuestros pensamientos de forma mecánica: el cerebro dormido organiza activamente qué recuerdos se guardan y qué recuerdos se desechan.
Pero no necesariamente elige bien. El sueño refuerza hasta tal punto la memoria –no solo en la fase 2, en la que pasamos más o menos la mitad del tiempo que dormimos– que si un soldado llega exhausto de una misión angustiosa, por ejemplo, quizá sería mejor que no se fuese directamente a la cama. Para prevenir el trastorno por estrés postraumático, debería quedarse despierto otras seis u ocho horas, apunta la neurocientífica Gina Poe, de la Universidad de California en Los Ángeles. Sus investigaciones y las de otros colegas sugieren que dormir inmediatamente después de un acontecimiento importante, cuando todavía no ha habido tiempo para resolver mentalmente parte de la experiencia, hace más probable que lo vivido se arraigue en recuerdos permanentes.
La fase 2 puede ocupar hasta 50 minutos del primer ciclo de sueño nocturno, de 90 minutos de duración. (Normalmente es más corta en los ciclos subsiguientes). Durante un rato pueden registrarse husos cada pocos segundos, pero cuando estas erupciones se van espaciando también se ralentiza la frecuencia cardíaca. La temperatura central desciende. Desaparece cualquier vestigio de percepción del entorno externo. Emprendemos la larga inmersión en las fases 3 y 4, las partes profundas del sueño.
Fases 3-4
Entramos en un sueño profundo, casi un coma, tan esencial para el cerebro como el alimento para el cuerpo. Toca hacer limpieza fisiológica, no es momento de soñar.
Todos los animales, sin excepción, presentan alguna forma de sueño, aunque sea rudimentaria. El perezoso tridáctilo dormita unas 10 horas al día, y se han comunicado casos de murciélagos marrones americanos que sestean 20 horas. Las jirafas duermen menos de cinco. Los caballos suelen dormir parte de la noche en pie y parte tumbados. Los delfines cuando duermen solo desconectan un hemisferio: medio cerebro duerme mientras el otro está despierto, de modo que no cesan de nadar en ningún momento. Los rabihorcados grandes pueden echarse un sueñecito mientras planean, una habilidad que seguramente comparten con otras aves. Los tiburones nodriza reposan amontonados sobre el fondo del mar. Las cucarachas bajan las antenas mientras duermen.
El sueño, definido como un estado de disminución de la receptividad y la movilidad fácilmente resoluble (a diferencia de la hibernación o el coma), existe incluso en criaturas sin cerebro. Las medusas duermen –la actividad pulsátil de su cuerpo se enlentece perceptiblemente– y en organismos unicelulares como el plancton y las levaduras se observan claros ciclos de actividad y reposo. Todo ello implica que el sueño es antiquísimo y que su función original y universal no es organizar recuerdos o consolidar aprendizajes, sino preservar la vida misma. Es una ley natural evidente que ningún ser vivo, sea del tamaño que sea, puede ir a todo gas las 24 horas del día «La vigilia es un estado exigente –dice Thomas Scammell, profesor de neurología de la Facultad de Medicina de Harvard–. Te obliga a salir y competir contra los demás organismos por la supervivencia. En consecuencia necesitas un período de descanso para que las células se recobren».
En los humanos esta recuperación se produce sobre todo durante el sueño profundo, en las fases 3 y 4, que difieren en el porcentaje de actividad cerebral consistente en ondas delta. El electroencefalograma muestra que estas grandes oscilaciones están presentes en menos de la mitad de la fase 3 y en más de la mitad de la fase 4. (Algunos científicos consideran que ambas fases constituyen un único estadio de sueño profundo). Es durante el sueño profundo cuando nuestras células producen la mayor parte de la hormona del crecimiento, que nuestros huesos y músculos necesitan desde que nacemos hasta que morimos.
Todo apunta también a que dormir es esencial para mantener en niveles sanos el sistema inmunitario, la temperatura corporal y la presión arterial. Si nos falta sueño, tenemos dificultades para modular nuestro estado de ánimo o para recuperarnos con rapidez de una lesión.
Es posible que dormir sea más importante que comer; los animales mueren antes si les falta el sueño que si les falta el alimento, apunta Steven Lockley, del Brigham and Women's Hospital de Boston.
Dormir bien también reduce el riesgo de padecer demencia. Un estudio con ratones llevado a cabo por Maiken Nedergaard en la Universidad de Rochester, en Nueva York, sugiere que durante la vigilia las neuronas se compactan unas con otras, pero cuando dormimos algunas pierden un 60 % de su volumen, aumentando la holgura entre ellas. Estos espacios intercelulares hacen de vertedero de los desechos metabólicos de las células, singularmente de una sustancia llamada beta-amiloide, que perturba la comunicación interneuronal y está muy relacionada con la enfermedad de Alzheimer. El sueño es el único momento en que el líquido cefalorraquídeo puede inundar a modo de detergente estos pasillos ampliados del cerebro y arrastrar la beta-amiloide.
Mientras se ejecutan todas estas tareas de limpieza y reparación, nuestra musculatura está completamente relajada. La actividad mental es mínima: las ondas de la fase 4 se asemejan a las gráficas de los pacientes comatosos. Por lo general en la fase 4 no soñamos; tal vez ni siquiera sintamos dolor. En la mitología griega los dioses Hipnos, (del sueño) y Tánatos (de la muerte) son gemelos. Tal vez algo de eso haya.
«Hablamos de un nivel de desactivación cerebral intenso –dice Michael Perlis, director del programa de Medicina Conductual del Sueño de la Universidad de Pennsylvania–. El sueño de la fase 4 no dista demasiado del coma o de la muerte cerebral. Aunque regenera y reconstituye, no conviene practicarlo en exceso».
La fase 4 dura como máximo unos 30 minutos, hasta que el cerebro la abandona de golpe. (En los sonámbulos ese salto puede ir acompañado de una sacudida física). A menudo atravesamos directamente las fases 3, 2, 1 y nos despertamos.
Incluso quienes duermen bien se despiertan varias veces por la noche, aunque la mayoría no se dé cuenta. Volvemos a dormirnos en cuestión de segundos. Pero llegados a este punto, en vez de repetir las fases desde el principio, el cerebro se reinicia para emprender una actividad totalmente novedosa: un viaje por un mundo de lo más raro.
«Hablamos de un nivel de desactivación cerebral intenso –dice Michael Perlis, director del programa de Medicina Conductual del Sueño de la Universidad de Pennsylvania–. El sueño de la fase 4 no dista demasiado del coma o de la muerte cerebral. Aunque regenera y reconstituye, no conviene practicarlo en exceso».
Según los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades de Estados Unidos, más de 80 millones de adultos estadounidenses sufren una insuficiencia crónica de sueño, es decir, duermen menos de las siete horas mínimas recomendadas. El cansancio está implicado en más de un millón de accidentes de tráfico anuales, y en un número significativo de errores médicos. Incluso un ligero reajuste del sueño puede resultar problemático. En Estados Unidos, el primer lunes con horario de verano se registra un 24 % más de ataques cardíacos respecto de otros lunes, así como un aumento drástico de los accidentes de coche con víctimas mortales.
A lo largo de la vida, alrededor de una tercera parte de todos nosotros sufriremos al menos un trastorno del sueño diagnosticable, que va desde el insomnio crónico hasta la apnea del sueño, pasando por el síndrome de las piernas inquietas y dolencias mucho más raras y curiosas.
En el síndrome de la cabeza explosiva, por ejemplo, la persona tiene la sensación de que dentro de su cerebro reverbera un ruido estruendoso cuando está intentando conciliar el sueño. Un estudio de Harvard descubrió que la parálisis del sueño –la incapacidad de moverse por espacio de unos minutos al despertarse de un sueño– es el germen de muchos relatos de abducciones extraterrestres. Los ataques narcolépticos, episodios incontrolables de sueño fulminante, son desencadenados muchas veces por emociones positivas fuertes: un chiste, unas cosquillas, una comida deliciosa. Quienes padecen el síndrome de Kleine-Levin experimentan cada pocos años un episodio de sueño ininterrumpido de una o dos semanas de duración y luego recobran los ciclos habituales de consciencia sin secuelas perceptibles.
Pero el insomnio es de largo el problema más frecuente, el motivo principal de que en cualquier mes del año el 4 % de los estadounidenses adultos tome somníferos. Los insomnes suelen tardar más tiempo en conciliar el sueño, sufren desvelos prolongados en plena noche o ambas cosas a la vez. Si dormir es un fenómeno natural omnipresente, ¿por qué es un problema para tanta gente? Tal vez haya que echarle la culpa a la evolución. O al mundo moderno, o a la discrepancia entre ambos.
La evolución nos ha dotado, igual que a otros seres vivos, de un sueño de temporización maleable y fácilmente interrumpible, para que pueda subordinarse a actividades prioritarias. El cerebro posee un sistema de anulación que funciona durante todas las fases del sueño y puede despertarnos en cuanto percibe una emergencia: un bebé que llora, un depredador que se acerca…
El problema es que en el mundo moderno ese ancestral despertador innato suena constantemente por situaciones en las que no peligra nuestra vida: los nervios previos a un examen, una preocupación o la alarma de un coche en el vecindario. Antes de la Revolución Industrial, que trajo consigo relojes despertadores y horarios laborales inamovibles, lo habitual era compensar el insomnio levantándonos más tarde. Eso se acabó.
El primer segmento del cerebro que empieza a claudicar cuando dormimos poco es la corteza prefrontal, donde se toman las decisiones y se solucionan los problemas. La falta de sueño nos vuelve más irritables, temperamentales e irracionales. «Parece que todas las funciones cognitivas se ven afectadas hasta cierto punto por la falta de sueño», afirma Chiara Cirelli, neurocientífica del Instituto del Sueño y la Consciencia de Wisconsin.
Dormir habitualmente menos de seis horas al día eleva el riesgo de sufrir depresión, psicosis e ictus. La falta de sueño también está vinculada a la obesidad: si no se duerme lo suficiente, el estómago y otros órganos producen demasiada cantidad de grelina, la hormona del hambre, que nos induce a comer más de lo necesario. Probar la relación causa-efecto en estos casos resulta complicado, porque no podemos someter a seres humanos a los experimentos que lo demostrarían, pero no cabe duda de que la falta de sueño perjudica a todo el organismo.
Echarse una siesta no soluciona el problema; los fármacos tampoco. «El sueño no es monolítico –advierte Jeffrey Ellenbogen, científico de la Universidad Johns Hopkins y director de Sound Sleep Project («Proyecto Sueño Profundo»), que asesora a las empresas para que sus empleados alcancen niveles más altos de eficiencia por la vía de mejorar su descanso–.
No es una maratón; tiene más de decatlón. Conjuga mil factores diferentes. Existe la tentación de manipularlo con fármacos o aparatos, pero todavía no sabemos lo suficiente sobre él como para arriesgarnos a manipular artificialmente sus componentes».
Ellenbogen y otros expertos critican los atajos, y muy en especial el original: la idea de que prácticamente podemos pasar sin dormir. Fue toda una ocurrencia: si pudiésemos prescindir de las partes innecesarias del sueño, sería como si sumásemos décadas a nuestra vida. En los albores de la somnología, las décadas de 1930 y 1940, había quien consideraba la segunda parte del sueño nocturno un descanso de segunda. Hubo quien creyó que quizá no la necesitásemos en absoluto.
En realidad ese período resulta ser la fuente de una forma de sueño completamente distinta pero igual de esencial, casi se diría que un tipo diferente de consciencia.
REM.
En un estado desatado de psicosis, soñamos, volamos y caemos, lo recordemos o no. También modulamos nuestro estado de ánimo y consolidamos nuestros recuerdos.
El sueño REM, acrónimo en inglés de «movimiento ocular rápido», fue descubierto en 1953 (cuando las fases de la 1 a la 4 llevaban descritas más de
15 años) por Eugene Aserinsky y Nathaniel Kleitman en la Universidad de Chicago. Hasta entonces este período solía considerarse una variación de la fase 1 sin especial importancia, dado que en los primeros encefalogramas no mostraba un patrón demasiado llamativo. Pero en cuanto se documentó el característico movimiento veloz de los globos oculares y la congestión de los órganos sexuales que invariablemente lo acompaña, se comprendió que la práctica totalidad de los sueños ocurren en esta fase, y la ciencia del sueño dio un vuelco.
En términos generales una noche de sueño saludable empieza con un descenso en espiral hasta la fase 4, un despertar fugaz y una sesión REM de entre cinco y 20 minutos. Con cada ciclo subsiguiente, el período REM aproximadamente se duplica. En conjunto el sueño REM ocupa alrededor de una quinta parte de las horas que duerme un adulto. Aun así, las fases 1, 2, 3 y 4 se han denominado sueño no REM (o NREM): el 80 % del sueño se define en referencia a lo que no es. Los científicos conjeturan que determinadas secuencias NREM y REM optimizan de algún modo nuestra recuperación física y mental. A nivel celular, la síntesis proteínica se dispara durante el sueño REM, lo cual mantiene el correcto funcionamiento del organismo. El sueño REM también parece esencial para modular el estado de ánimo y consolidar los recuerdos.
Cada vez que experimentamos el sueño REM, enloquecemos en el sentido literal de la palabra. La psicosis es, por definición, un trastorno caracterizado por la presencia de alucinaciones y delirios. Según algunos científicos, soñar es un estado psicótico en toda regla: creemos ver lo que no existe y aceptamos que el tiempo, el lugar y hasta las personas pueden metamorfosearse y desaparecer de repente.
Desde los antiguos griegos hasta Sigmund Freud, pasando por los adivinadores de trastienda, los sueños siempre han sido una fuente de fascinación y misterio, interpretados como mensajes de los dioses o de nuestro subconsciente. Hoy muchos expertos en el sueño no tienen el menor interés en las imágenes y los acontecimientos concretos que pueblan nuestros paisajes oníricos. Creen que los sueños son el resultado de la actividad caótica de las neuronas y que, aun estando imbuidos de resonancias emocionales, carecen de significado. Cuando nos despertamos, el cerebro consciente, siempre a la caza de significados, rápidamente cose una colcha a partir de lo que eran retazos incoherentes.
Cada vez que experimentamos el sueño REM, enloquecemos en el sentido literal de la palabra.
Otros científicos rechazan de plano esa visión. «El contenido de los sueños –dice Stickgold desde Harvard– forma parte de un mecanismo evolucionado destinado a descubrir la significación global de los recuerdos nuevos y sus posibles utilidades futuras».
Aunque por la mañana no recuerdes ni una sola imagen, ten por seguro que has soñado. Todo el mundo sueña. No recordar los sueños es en realidad indicativo de que se duerme bien. Mientras soñamos, la actividad se produce en planos cerebrales tan profundos que no se registra bien en un electroencefalograma, pero con ayuda de tecnologías más modernas hemos deducido lo que ocurre a nivel físico y químico. También soñamos durante el sueño NREM, sobre todo en la fase 2, pero por lo general esos episodios oníricos se consideran una suerte de obertura. Hasta que entramos en el sueño REM no nos topamos de frente con la enorme potencia de nuestra locura nocturna.
A menudo se dice, erróneamente, que los sueños son meros flashes, pero en realidad se cree que ocupan el período REM casi completo, generalmente unas dos horas por noche; sí es cierto que conforme envejecemos soñamos menos, quizá porque el cerebro, que ha perdido plasticidad, ya no aprende tanto durante la vigilia y tiene menos recuerdos nuevos que procesar mientras dormimos. Los recién nacidos llegan a dormir hasta 17 horas al día y pasan en torno a la mitad de ellas en un estado activo afín al REM.
Y durante un mes de su existencia intrauterina, desde la semana 26 de la gestación, se cree que los fetos permanecen constantemente en un estado muy similar al del sueño REM. Toda esa permanencia en estado REM, se ha teorizado, vendría a ser como si el cerebro estuviese testando su software, preparándose para la inminente conexión con el mundo. Este proceso, llamado teleencefalización, es nada menos que la inauguración misma de la mente.
Durante el sueño REM el cuerpo no se termorregula; nuestra temperatura interna se mantiene en sus cotas más bajas. La frecuencia cardíaca se eleva en comparación con otras fases del sueño y la respiración es irregular. Los músculos, con contadas excepciones –ojos, oídos, corazón, diafragma–, se hallan inmovilizados. Por desgracia esto no impide que algunos ronquemos; esta tortura del compañero de cama se produce cuando un flujo de aire turbulento hace vibrar los tejidos relajados de la garganta o la nariz. También es común en las fases 3 y 4. En el sueño REM, ronquemos o no, somos incapaces de mostrar reacciones físicas, el cuerpo se desmadeja, no podemos ni siquiera regular la tensión arterial. Y así y todo, nuestro cerebro se las arregla para convencernos de que cabalgamos sobre las nubes matando dragones.
En el sueño REM, ronquemos o no, somos incapaces de mostrar reacciones físicas, el cuerpo se desmadeja, no podemos ni siquiera regular la tensión arterial. Y así y todo, nuestro cerebro se las arregla para convencernos de que cabalgamos sobre las nubes matando dragones.
Si nos creemos lo increíble es porque en el sueño REM el gobierno del cerebro deja de estar en los centros lógicos y las regiones que controlan los impulsos. Se suprime por completo la producción de dos sustancias específicas, serotonina y norepinefrina. Sin estos neurotransmisores esenciales para la comunicación entre las neuronas, nuestra capacidad de aprendizaje y memoria se ve gravemente mermada: nos encontramos en un estado de consciencia químicamente alterado. Pero no es un estado similar al coma, como el de la fase 4. Durante el sueño REM nuestro cerebro está totalmente activo, consumiendo tanta energía como en la vigilia.
El sueño REM está regido por el sistema límbico, una región del cerebro profundo donde surgen algunos de nuestros instintos más atávicos y básicos. Freud tenía razón cuando afirmaba que los sueños beben de nuestras emociones primitivas. En el sistema límbico residen nuestras pulsiones sexuales, la agresividad y el miedo, aunque también nos permite sentir alborozo, felicidad y amor.
En el tronco cerebral, una pequeña protuberancia llamada puente troncoencefálico se sobrecarga durante el sueño REM. Los impulsos eléctricos del puente suelen dirigirse a la zona del cerebro que controla los músculos oculares y auditivos. Normalmente los párpados no se despegan, pero los globos oculares se mueven de un lado a otro, quizá como respuesta a la intensidad del sueño. El oído interno también muestra actividad mientras soñamos.
Otro tanto ocurre con las regiones del cerebro que controlan la función motora, razón por la cual en los sueños experimentamos tantas veces la sensación de volar o de caer. Además, soñamos a todo color, a no ser que seamos ciegos de nacimiento.
Cada vez que un hombre sueña tiene una erección, aunque el sueño no sea de tenor sexual; en las mujeres se congestionan los vasos sanguíneos de la vagina. Y mientras soñamos, por absurdo que sea el escenario onírico y por mucho que se transgredan las leyes de la física, casi siempre creemos a pies juntillas que estamos despiertos. La máquina de realidad virtual más perfecta existe dentro de nuestra cabeza.
Y menos mal que estamos paralizados. Cuando soñamos, el cerebro intenta generar movimientos, pero un sistema del tronco cerebral se ocupa de inhibir por completo las motoneuronas. Existe una parasomnia –una anormalidad del sueño que afecta al sistema nervioso– llamada trastorno de conducta del sueño REM en la cual las motoneuronas no se inhiben del todo, y la persona actúa físicamente conforme a lo que está soñando, con puñetazos, puntapiés y juramentos, todo ello con los ojos cerrados y totalmente dormido.
La conclusión de una sesión REM suele estar marcada por un despertar fugaz, como también ocurre con la fase 4. Si descansamos lo que nos pide el cuerpo, sin despertador de por medio, el último sueño de la noche suele ser el broche final. Aunque la cantidad de tiempo que hayamos dormido determina el momento óptimo para despertar, la luz solar es una alarma de acción inmediata. Cuando la luz traspasa los párpados y alcanza la retina, una región profunda del cerebro llamada núcleo supraquiasmático recibe una señal. Para muchos de nosotros ese es el instante en que se desvanece el último sueño, abrimos los ojos y reanudamos nuestra existencia real.
O quizá no? Tal vez lo más llamativo del sueño REM es que demuestra que el cerebro puede actuar al margen de los inputs sensoriales. Como un pintor atrincherado en un estudio secreto, nuestra mente parece experimentar sin inhibiciones.
En estado de vigilia el cerebro está ocupado con mil y una tareas: extremidades que hay que controlar, conducir, ir a la compra, mandar mensajes de móvil, conversar…
Pero entonces nos dormimos y, cuando comenzamos la primera sesión REM, el instrumento más sofisticado y complejo del universo recibe vía libre para hacer cuanto desee. Se autoactiva. Sueña. Es, por así decirlo, el recreo del cerebro. Algunos postulan que durante el sueño REM alcanzamos nuestros máximos niveles de inteligencia, perspicacia, creatividad y libertad. Que vivimos de verdad. «El sueño REM tal vez sea lo que nos hace más humanos, tanto por sus efectos sobre el cerebro y el cuerpo como por la experiencia en sí misma», dice Michael Perlis.
Quizá llevemos desde Aristóteles formulando una pregunta equivocada. El verdadero misterio no es por qué dormimos, sino por qué, cuando la alternativa es tan portentosa, nos molestamos en estar despiertos.
Y la respuesta tal vez sea que necesitamos ocuparnos de los cometidos básicos de la existencia –alimentarnos, aparearnos, pelearnos– solo para que el cuerpo esté en condiciones para dormir.