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martes, noviembre 5, 2024
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Por qué las marcas y empresas han dejado de intentar vender felicidad

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PuroMarketing – Marketing en Español

El chocolate te hace feliz. Esta afirmación podría estar basada en la cantidad de libros y películas en los que algún personaje ha hecho esta declaración (y como nos han mostrado el efecto de consumir chocolate = mejora de nuestro estado de ánimo, o en este caso el del protagonista de la historia) y, por supuesto, también en la cantidad de anuncios que han jugado con la idea. El chocolate es un placer y es un elemento con el que nos premiamos, nos dicen los anuncios, un elemento que nos va a hacer más felices tengamos la edad que tengamos. Y, por supuesto, los propios eslóganes y claims de las marcas de chocolate usan la cuestión y el elemento alegría y felicidad para posicionarse en el mercado.

Y la felicidad era lo que vendía el chocolate Cadbury, la marca más popular en las islas Británicas y uno de esos chocolates de importación que se suelen vender en los supermercados fuera de Gran Bretaña e Irlanda.

El gigante de chocolate va a abandonar su mensaje de Free the Joy (libera la alegría o libera la felicidad) para centrarse en cuestiones de generosidad y amabilidad. Es el hachazo definitivo que le dan a la idea de la felicidad, tras el cambio en un anuncio en el año pasado. Según la compañía, están intentando volver a conectar con su esencia (el fundador de la marca fue un filántropo). Según los analistas, la compañía simplemente quiere apartarse de un posicionamiento que ha dejado de ser efectivo y de unas ventas en descenso.

Y es que ¿se ha convertido la felicidad en una palabra y en un mensaje tóxico después de usarla hasta el aburrimiento?

Por qué vendía la felicidad

La felicidad vendía mucho, como bien se podía ver en cualquier punto de venta de casi cualquier sector y de cualquier nicho de mercado. Sea lo que sea lo que se quería comprar en los últimos años, en algún lugar y en algún producto iba a aparecer un mensaje buenrrollista y una promesa de felicidad o de cómo mejorarán las cosas. El boom de los mensajes optimistas se podría ligar, posiblemente, al boom de la crisis económica, cuando todo el mundo estaba atravesando el momento colectivo más difícil de los últimos años y cuando los mensajes optimistas tenían su nuevo y descubierto encanto. Era el momento de las tazas que nos prometían un buen día, del uso del cartel de ‘carry on’ que se hizo viral y de la aspiración a vivir como en un tablero de Pinterest de cosas color pastel y felicidad aparente. Era casi un ‘mundo cupcake’.

La cuestión venía marcada por la presión social, por supuesto. En las últimas décadas, nos hemos obsesionado con ser felices y todo lo que rompe con ello se ha convertido en una suerte de tabú a evitar. Y, también, del contexto económico y social: en los tiempos de crisis, queremos alternativas que funcionen como un bálsamo. Si la realidad te asusta, los mensajes optimistas y las marcas felices son un bálsamo calmante.

Por supuesto, desde el principio hubo críticos con la cuestión, desde esa amiga que se tiene y que lleva años prometiendo quemar en una pira todas las tazas de Mr. Wonderful con las que se cruza cada día hasta el – más académico – columnista de The Guardian que hace unos años lanzó una alerta ante esta burbuja del buenrrollismo a la que bautizó el «cupcake fascism» (el fascismo del cupcake). Pero a pesar de las críticas la felicidad vendía y el concepto era como una especie de imán que arrastraba a las marcas.

La burbuja de la felicidad estaba ahí… y solo el pinchazo de la burbuja la haría reventar.

El comienzo del fin de la dictadura de la felicidad

¿Y se ha llegado ya a ese momento? Por un lado, la crisis económica ha pasado (más o menos) y se empieza a hablar de recuperación económica. Los consumidores se sienten más seguros (o al menos eso es lo que dicen los datos económicos), lo que hace que se sientan menos necesitados del apoyo moral de la promesa de felicidad que todas estas marcas, productos y servicios ofrecían.

Por otro lado, hemos empezado a ser (posiblemente otra vez) más críticos. Las tazas que prometen que vamos a tener un día estupendo y genial conviven ahora con las que prometen una basura de día y con las que nos dicen que madrugar es lo peor. Hay tazas para la mejor mamá del mundo y tazas para la madre que es una pesada. Los consumidores-ciudadanos están empezando además a reivindicar su derecho a no estar siempre felices y a asumir que el mundo no siempre es como un tablero pastel de Pinterest o una foto de las vacaciones en Instagram. La realidad es otra y hay que asumirla, parecen empezar a estar diciendo.

De hecho, no hay más que mirar las tendencias de búsqueda para ver como el interés ha quizás empezado a cambiar. El primer gráfico muestra las búsquedas del término felicidad y el segundo de la frase «ser feliz». Tuvieron un acelerón muy grande hace unos años, pero ahora la gráfica parece haberse invertido.

Y, finalmente, las marcas y las empresas se han empezado a dar cuenta de que han quemado el término. Han usado tanto la promesa de la felicidad, la palabra y el propio concepto que han logrado que se haya quedado sin sentido. «La felicidad se ha convertido en una palabra sobreutilizada en la cultura actual y contemporánea», decía hace un tiempo un directivo de Coca-Cola, una de las primeras grandes marcas que tras usar la felicidad hasta el aburrimiento en sus campañas había decidido cambiar de discurso. Cuando todo el mundo habla de un término y lo hace hasta el aburrimiento, la promesa de la felicidad empieza a ser demasiado ubicua, demasiado poco exclusiva.



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