Siempre he sentido una atracción irresistible hacia la cuestión de por qué hacemos fotos y cómo es que, treinta años después de estrenar mi primera cámara réflex, sigo queriendo realizar imágenes y deseando mostrárselas a los demás. Como la cuestión es delicada y nada baladí, vamos a comenzar tomando como punto de partida el testimonio de dos renombrados creadores.
El primero de ellos es Marcel Duchamp que llegó a afirmar que el artista es simplemente alguien que hace cosas. El segundo es el escritor César Aira, el cual está convencido de que “la obra de arte es apenas el modelo de sus reproducciones y casi nada más –el resto es un objeto de prestigio, sujeto a todos los accidentes y manipulaciones de un objeto cualquiera–” (1). Así que tenemos, para comenzar, la certeza por parte del padre del ready-made de que, nosotros fotógrafos, no somos especiales sino más bien personas fabricando imágenes. Y por parte de Aira nos encontramos con que nuestras obras, una vez fuera de su burbuja “artística”, no son más que objetos cotidianos como lo pueden ser una postal o una ilustración cualquiera.
Aunque haya personas que no compartan estas afirmaciones, vamos a explorar un poco ambas sendas –la del autor como artesano y la de la obra que produce como objeto ordinario–, a ver dónde nos llevan. Empecemos con la última a través de dos de las características que definen toda obra fotográfica al menos hasta ahora: su naturaleza objetual y la posibilidad de ser reproducida. Como piezas que se parecen demasiado a otras, las imágenes que realizamos adquieren su carácter icónico o aura a través de una serie de canales que nada tienen que ver con la utilidad o la eficiencia.
Cuando creamos una fotografía, el prestigio que pueda conseguir le vendrá dado según nuestra propia estimación subjetiva, pero sobre todo en función de cómo se desenvuelva dentro del denominado mercado del arte –tasaciones, ventas, exposiciones, críticas…–. Fuera de este circuito, nuestras fotografías pueden llegar a tener la misma importancia que las de cualquier otro. Excluida de esa burbuja dentro de la cual los objetos adquieren su “artisticidad”, la mayor parte de su valor se obtiene según la consideración emotiva que les otorgamos o la relevancia histórica que logran debido a, por ejemplo, su antigüedad. Así pues, fuera del ámbito artístico o histórico la obra que realizamos queda reducida a un objeto sentimental en el que proyectamos lo vivido y lo sentido.
Vamos con el fotógrafo como artesano. Al margen de la importancia del diseño, los objetos artesanos se caracterizan por la función para la que son fabricados y, en este sentido, cuanto mejor la desarrollan –sea conservar la temperatura del agua o evitar que nos achicharremos las manos–, más valor adquieren –aunque sea un valor monetario–. Si la estética lo es todo y su funcionalidad resulta nula, el objeto en cuestión solo podrá adquirir valor como obra de arte. Perderá entonces toda su capacidad de resultar útil, pero a cambio ganará un aura que puede hacer que su precio se multiplique. Perderá asimismo su funcionalidad para la vida cotidiana, pero pasará al ámbito de la decoración o del mercado especulativo.
Ya sabemos que hay muchas personas que defienden la utilidad del arte, pero no se trata de negársela sino de asumir que el mundo funcionaría igual sin nuestras queridas obras maestras. El que algo sea funcional no significa que sea imprescindible para la vida, y esto pone en una situación delicada a todas esas fabulosas imágenes que hemos creado pero que nadie quiere. He aquí el dilema: aura o utilidad. Así pues, ¿artistas o artesanos?
Por otro lado, la fotografía se hizo para copiar “la realidad”, es decir, para reproducir y, por tanto, para reproducirse. Si Walter Benjamin la desposeyó de todo aura por haberse excluido de esa senda que marcaba la “obra única”, la fotografía tuvo que buscarse su propio hueco y hacerse valer a través de una serie de características que solo pudiese tener ella: primero la fidelidad descriptiva o la congelación del momento, luego lo exótico o la preservación de la memoria, y más tarde la función social de la imagen y su poder de hacer visibles ciertos conceptos relacionados con el arte en particular pero también con la sociedad y con el ser humano en general –una especie de metafotografía–.
Una vez superados los postulados de Benjamin, todos asumimos que la reproductibilidad de la fotografía no era algo malo sino parte de su naturaleza y, por eso mismo, parte de su grandeza. En la actualidad nadie discute la categoría artística de la fotografía como disciplina creativa a pesar de su inherente capacidad de ser reproducida a veces hasta el infinito. Como afirmaba Joan Fontcuberta en su decálogo posfotográfico, hoy en día “ya no se trata de producir obras sino de prescribir sentidos”, es decir, ya no es cuestión de realizar fotos originales sino de contextualizar unas imágenes que, muy posiblemente, ya están hechas. Con esta tendencia a punto de ebullición, a la fotografía no le quedó más remedio que hacerse más conceptual y superar esa fase “retiniana” en la que primaba la estética. El aura, finalmente, salió de la imagen y se instaló en su significado.
Nos encontramos entonces con que fuera del universo artístico, y al margen de lo que sintamos por ellas, nuestras obras pueden llegar a valer lo mismo que cualquier postal. Aunque nos consideremos fotógrafos –con todo el derecho del mundo–, hay muchos momentos de nuestra vida en que somos, tal y como decía Duchamp, personas que fabricamos cosas –en este caso imágenes–. Tenemos que aceptar también que con mucha probabilidad no vamos a fotografiar temas que no hayan sido ya tratados en el pasado y que, por tanto, nuestra labor no va a consistir en crear objetos “únicos” sino más bien creaciones que tendrán que ganarse un hueco dentro de un mercado altamente competitivo y terriblemente selectivo e injusto. Ganarse esa categoría tan codiciada y etérea de “obra de arte”.
Llegados a este punto creo que estamos en condiciones de afirmar que mostrar a los demás el producto de nuestra habilidad creativa es un acto de comunicación –en el cual la cámara se convierte en un medio y la obra en portadora del mensaje– a través del cual nos convertimos en fabricantes de piezas que portan un sentido concreto. Ese empeño en dotar a las imágenes que realizamos de un significado que vaya más allá –mucho más allá diría yo– de su función, nos conduce directamente al afán de trascender. Trascender como personas a través de objetos que sobrepasen su propia naturaleza objetual.
[…no es cuestión de realizar fotos originales sino de contextualizar unas imágenes que, muy posiblemente, ya están hechas…]
Diferenciemos entonces entre lo que forma parte de nosotros y aquello que es “accesorio”. Podemos modificar las herramientas, pero no el deseo de mostrar –y por tanto de comunicar– ni la pretensión de ir más allá. Podemos cambiar las temáticas o los tamaños, pero no ese anhelo de contar historias que ha acompañado al ser humano desde el origen de los tiempos. Podemos variar los modos de exhibición, pero no la urgencia de darle a la vida un sentido que sea nuestro, personal, intransferible. Podemos transformar los materiales utilizados, pero no el impulso de gritarle al universo entero lo mucho que necesitamos a los demás. Podemos cambiar de registro y de soporte, pero creo que jamás esa necesidad última de encontrar una identidad a través de aquellos que nos rodean ni de ir más allá de una existencia a veces demasiado mecánica e insustancial.
Ahora llegamos al final del camino y nos encontramos con el deseo de contar y cierta inquietud para con la vida que nos lleva a un intento de trascendencia. Así pues, ¿por qué hacemos fotos? Pues bien, yo creo que para comunicarnos con los demás y para darle un significado concreto a la vida. Esto es, creo yo, lo que hacemos de una forma u otra todos los fotógrafos: transformar una experiencia en un artefacto visual que nos ayude a interpretar el mundo –a darle un orden, un sentido– con la esperanza, tal vez, de establecer un vínculo emocional con el público. No es nada místico; es lo mismo que hacen a diario miles o millones de personas en todo el planeta. Personas como nosotros que han elegido la fotografía, o cualquier otro medio de expresión, para intentar tocar el alma de quienes les rodean y que ese intento haga su vida algo más plena. Y en todo esto también hay cierta ambición narcisista que, junto con ese deseo de relacionarnos y de buscarle un sentido a la existencia, forman parte del mapa de la identidad humana.
El escritor José Donoso afirmaba que “en el fondo, uno escribe para saber por qué escribe”. Quizá fotografiamos para saber por qué necesitamos hacerlo. En definitiva, entender por qué necesitamos satisfacer ese impulso para sentir que la vida merece –un poco más– la pena. Un impulso que nunca parece ser independiente de las personas que nos rodean.
Yo, desde luego, es lo que persigo cuando hago fotos. Ahora soy consciente de ello y me parece lo más normal del mundo. Tan normal que me resulta increíble no haberlo descubierto mucho antes. Pero claro, hace años estaba demasiado preocupado porque mis imágenes fuesen “artísticas”. Quizá estoy equivocado y hay gente que persigue otras cosas, pero a estas alturas de la vida eso es lo de menos porque no siento ninguna vergüenza en admitir que yo busco a los demás.
Posdata: Con este artículo finaliza la serie “El abogado del diablo”. Quería terminar con esta pregunta –¿Por qué hacemos fotos?– para compensar ciertas aseveraciones negativas en algunos títulos anteriores y dejar constancia de que, a pesar de muchas de las declaraciones que he hecho durante el último año a través de esta serie, yo sigo teniendo más preguntas que respuestas. Quizá tanta afirmación no sea sino un reflejo de mi inseguridad y una manera de esconder mis dudas. Nunca pretendí derribar mitos –quizá alguno– ni verdades consolidadas, sino más bien alentar a los fotógrafos a que reflexionen sobre lo que leen, lo que les dicen y lo que ellos mismos piensan y sienten.
Tradicionalmente el abogado del diablo era la persona –generalmente un clérigo doctorado en derecho canónico– que designaba la Iglesia Católica en los procesos de canonización, y su labor consistía en buscar pruebas y descubrir posibles errores en los méritos de los candidatos al santoral. Si alguien no merecía ser santificado, el abogado del diablo era el encargado de descubrir las causas y los porqués. Yo quería ponerme detrás del muro; en la parte menos complaciente de un mundo que a veces se pinta con colores brillantes y música de carrusel. Quería gritar desde el otro lado que a veces nos dejamos engañar y muchas más fotografiamos con el piloto automático –yo el primero–. Gritar que antes que fotógrafos somos personas, que fotografiar –como no podía ser de otra manera– implica copiar, que mucho más importante que la luz es el alma y que para cualquier autor, aunque no lo sienta así, los sentimientos son decisivos.
Soy consciente de que no he descubierto nada, pero me quedo más tranquilo después de haber lanzado a los cuatro vientos todas esas ideas que bullían en mi cabeza. En realidad, esta serie nunca pretendió responder cuestiones sino generar más preguntas, porque solo quien se cuestiona lo que hace puede alcanzar su siguiente escalón creativo.
Como con mi propia obra fotográfica, esta es otra manera que tengo de buscar a los demás…
(1) César Aira, “Duchamp se cruzó en el camino de Rimbaud”, ABC cultural, 27-2-2016, pág. 9.