Esta es la historia de una ciudad de Estados Unidos. La ciudad decidió hace unos años que no iba a gastarse el dinero en crearse una imagen con un logo y un eslogan claro y pegadizo, uno de los elementos que recurrentemente usan las ciudades de todo el mundo para intentar posicionarse de forma recurrente.
«Un montón de ciudades hacen marca y tienen logos y frases y se gastan enormes cantidades de dinero en estas cosas», señalaba el alcalde de la ciudad en cuestión hablando con FastCompany. Y, a pesar de que se gastan muchísimo dinero en encontrar el eslogan pegadizo y la imagen con la que se hace la conexión, en realidad cuando desde fuera de la ciudad se para a pensar en lo que las identifica pocos indicarán ese logo y ese eslogan. La ciudad en cuestión de la que hablamos decidió optar por una vía diferente y simplemente poner a las personas que viven en ella en el epicentro del mensaje. Y, por eso, se han convertido en el arranque de este artículo: la ciudad es uno de los últimos ejemplos de un proceso de debranding.
El proceso se espera que sea seguido por más organismos públicos, pero también por más empresas y más compañías en el futuro. El debranding se integra en toda esa búsqueda de la autenticidad que las empresas se han lanzado a conquistar en los últimos tiempos y en esa intención de ser más reales. La tendencia está en sintonía con otros movimientos, como el no-logo o la tendencia a expulsar al nombre de la marca de los logos.
Básicamente, el debranding viene a ser la eliminación o la atenuación de los signos de identidad de marca para centrarse en otras cosas como elemento diferenciador. La idea no es nueva y lleva, en realidad, dando ya vueltas en los últimos años. Las tiendas a granel que se han convertido en una de las grandes tendencias de moda en Europa en los últimos tiempos son un gran ejemplo. En ellas se elimina el packaging, la marca de lo que se compra y muchos otros elementos cruciales de lo que era tradicionalmente necesario para posicionarse. El consumidor no compra marca, sino más bien la experiencia de comprar de ese modo.
Experiencias y conexiones
Para los consumidores, la marca que hace más ruido y que tiene una presencia más clara como tal ya no es necesariamente la más atractiva. No hay más que pensar en los productos de lujo: ya nadie quiere ir vestido con el logo de la marca de lujo en cuestión en cada esquina. Como apuntan en un análisis de Forbes, los consumidores sospechan más que nunca de las marcas y las ven con ojos más críticos que nunca, lo que hace que busquen no el nombre sino ‘lo de verdad’.
Y en esa búsqueda por la autenticidad, el marketing de siempre no es lo que funciona. Las cosas tienen que asentarse en otros elementos, como las ya mencionadas experiencias, pero también el storytelling, la conexión con los productos o los vínculos sociales.
Hay que crear conexiones. La campaña de Coca-Cola que invitaba a compartir una bebida con otros es un buen ejemplo de esto. Lo que la hizo triunfar no fue la marca detrás de ella y su popularidad, sino el hecho de que estaba asociada a la experiencia de compartir con otro. La marca no era Coca-Cola, sino el más difuso nombre de la persona para la que se compraba la bebida.
Era un camino inevitable
Y a eso se suma que la muerte del branding tradicional parece casi una especie de consecuencia inevitable de lo que se ha estado haciendo en los últimos tiempos. Los movimientos de las empresas y de las marcas fueron creando el escenario propicio para que el branding de siempre empezase a ser mucho menos relevante. Tras un abuso de la idea de la marca y de su presencia en todas partes en los 90, como recuerdan en FastCompany, los consumidores empezaron a sentirse cansados de ellas y hasta en contra de ellas. Esto hizo que las marcas empezasen a jugar con herramientas que les permitían ser mucho más sutiles. En la era de los contenidos, la marca no es el epicentro sino más bien un elemento colateral y difuso.
Las marcas tienen que venderse como menos marcas, además, porque los consumidores han empezado a posicionarse frente al consumo como un elemento para rechazar lo que no les gusta. Y lo que no les gusta es el ecosistema de consumo de hace un par de décadas.