Es curioso que, durante algunos años, entre los 70 y 80, a este valle del norte de California se le llamaba «valle de la Silicona», por la e que, incorrectamente, se le añadía a la palabra «silicon». Anécdotas aparte, la denominación Silicon Valley proviene de la cantidad de empresas que allí se establecieron dedicadas a los semiconductores de silicio. Luego vino la eclosión de start-ups y empresas tecnológicas que asentaron allí sus reales, en muchas ocasiones por una simple cuestión de inercia dado que bastantes de éstas surgieron impulsadas por ingenieros y ejecutivos que habían decidido abandonar a sus antiguos patrones.
El hecho es que hoy tienen su sede en dicho valle empresas como Apple, Adobe, Cisco, Ebay, Google-Alphabet, Intel, Oracle, Symantec, Yahoo, Tesla, Facebook, PayPal, Twitter… en fin, ese selecto grupo al que prácticamente todos los habitantes de este mundo damos a diario dinero o datos (que, para ellos, viene a ser lo mismo). La innovación que impulsó su origen, convertida hoy en necesidad, hacen que los productos y servicios de estas corporaciones sostengan nuestra forma de vida. Por ello, si nos fijamos en la dependencia que nos ata a ellas, no es exagerado decir que son los nuevos «dioses» de nuestra civilización, más aún cuando cumplen bastantes de los requisitos que se supone deben exhibir ocupar nuestros altares.
«VENGA A NOSOSTROS TU ALGORITMO»
Un algoritmo es un conjunto de pasos que se emplean para hacer cálculos, resolver problemas o/y tomar decisiones. No es, por tanto, el cálculo en sí, sino el procedimiento. Netflix usa algoritmos para sugerir contenido y crear programas basados en los hábitos de consumo y las preferencias de sus suscriptores. Epagogix analiza los guiones de películas para predecir cuánto recaudarán en taquilla y ofrece recomendaciones para hacerlas más comerciales. La empresa de paquetería estadounidense UPS usa un algoritmo llamado ORION para ahorrar millones en las rutas de envío. Y por supuesto, el famoso algoritmo de Facebook resuelve cuáles son las publicaciones más relevantes para un usuario y las coloca en un lugar destacado en su página de inicio. Las redes sociales, en general, deciden qué «amigos» nos interesa tener, como Google qué respuestas convienen a nuestras consultas.
¿No tiene eso un cierto aire de «omnipotencia»? Nuestro nuevo dios todopoderoso está seguramente en Silicon Valley. De hecho, podría incluso decirse que se está escribiendo una suerte de nueva Biblia, cuyo primer capítulo nos contaría un Génesis en el que la tecnología digital se está encargando de crear una «naturaleza» con parecidos requisitos a los que posee la que ya conocemos: su imprescindibilidad para que la vida fluya y su capacidad de transformación de las relaciones humanas.
Hoy, un smartphone tiene parecido poder para condicionar nuestra personalidad al que tiene el mar permanentemente a la vista para los insulares o la nieve para los esquimales. Incluso nuestro cuerpo está cambiando, de forma quizá tan sutil como ocurrió antes durante miles de años, provocando que ya nuestros adolescentes estén desarrollando unos pulgares más musculosos (Whatsapp es lo que tiene), a la vez que padeciendo crecientes problemas cervicales.
Y en cuanto a su poder para cambiar nuestra convivencia, el filósofo coreano Byung-Chul Han llega a decir que «el mundo no es hoy un teatro en el que se representen acciones y sentimientos, sino un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. (…) El Smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. Facebook es la iglesia, la congregación de lo digital».
En segundo lugar. desde ese nuevo «cielo» que es Silicon Valley no solo se nos está regalando una nueva creación porque, como en la anterior, también vio Dios que la tierra estaba desordenada y vacía, sino que, además, se tiene el poder y se ejerce el control. El Big Data es sin duda el arma de vigilancia e intervención más poderosa que le hombre ha inventado, y no me refiero solo a sus implicaciones comerciales puesto que ése es un territorio en el que nos dejamos manipular sin demasiada oposición dado que al otro lado de la tarjeta de crédito nos espera la recompensa, sino a la influencia del algoritmo en nuestras posiciones ideológicas, sociales y políticas.
De todos es sabido que, tras las elecciones de Estados Unidos, Mark Zuckeberg dijo que era crazy creer que Facebook había tenido alguna influencia en la elección de Donald Trump; hoy sabemos que 126 millones de votantes recibieron mensajes falsos. Durante la misma campaña, como antes había hecho Obama, se crearon 170.000 versiones de un mismo mensaje de Trump que dependía del perfil al que fuera dirigido. Fueron entre 30.000 y 50.000 versiones de sus mensajes de media al día. En otras latitudes y algunos años antes, hubo estudios durante la Primavera Árabe de 2010 que vaticinaban que los medios sociales derrotarían a los dictadores; apenas un lustro después los hechos demostraron justo lo contrario y, más aún, corroboraron que la aparente libertad de la red no suponía garantía alguna de democracia sino un instrumento más de control en manos de regímenes dictatoriales o seudodemocráticos. Si eso no es poder, que venga nuestro otro Dios y lo vea.
En tercer lugar, por no faltarle, a la religión de nuestros días, ésa que se practica ante una pantalla, no le falta ni su poquito de fe.
Yuval Harari ya nos diseccionó en su momento la «falacia» del valor efectivo que otorgamos a nuestro dinero en forma de billetes. Dicho valor, como objeto de intercambio comercial, es una convención aceptada por todos que, mientras siga siéndolo, permitirá que el mercado continúe, que es, en fin, lo importante. Pues bien, hoy las criptomonedas, Bitcoin, por ejemplo, suponen uno de los actos de fe que la vida digital nos trae. Existe, pero nadie la ha visto; sirve para pagar, pero es intangible; mueve montañas, pero depende de una cadena de bloques (blockchain) que navega entre la confianza y el anonimato. Fe en estado puro que, como otras virtudes religiosas, también puede perderse, por cierto.
Y, por último, de Silicon Valley nos llega también el «juicio final». Cada like, emoticono sonriendo, pulgar hacia arriba, retuit, pin o equivalentes son pequeños juicios que podemos emitir sobre el prójimo. Tenemos el poder de juzgar sin conocer, de valorar sin analizar, de dar por cierto sin contrastar… Tenemos una brizna de poder ficticio que no persigue otra cosa que mantenernos tranquilos en esa burbuja digital hecha a base de filtros que las propias redes sociales se encargan de aplicar. Buscan que permanezcamos con ellos el mayor tiempo posible y para lograrlo nada mejor que «facilitarnos» nuestros contactos y relaciones, sugerirnos aquello que ya saben que nos gusta y, por supuesto, crearnos la falsa impresión de que el control está en nuestras manos a golpe de like o de unfollow.
El homo sapiens nos ha llevado al homo digitalis, con la curiosa apariencia de haber ido hacia atrás porque mientras sapiens significa «sabio», digital proviene de los diez dedos que tenemos para aprender a contar. Nadie dijo que la sabiduría tuviera que ser necesariamente analógica. A la vista está que es nuestro conocimiento e inteligencia los que nos han traído hasta aquí, pero convendremos en que la historia se repite. Somos el mismo ser humano, pero con un juguete nuevo al que estamos imbuyendo de una cierta divinidad, como hicimos antes con el fuego o con el sol, por ejemplo. La diferencia es que ahora el poder está en manos de muy pocos y se ejerce en un paraíso terrenal allá, próximo a la Bahía de San Francisco. Y parece que el apostolado on line está funcionando, pues mientras los conventos y seminarios languidecen por falta de mano de obra, las empresas enloquecen por un buen Comunity manager y un Data Intelligence Analyst, a ser posible con estancia en la «ciudad santa» calforniana.
Por si acaso, no nos olvidemos de rezar: «Padre nuestro que estás en Silicon Valley, danos hoy nuestra app de cada día y líbranos del virus y el hacker. Amén.»