èEse reducto de entretenimiento que es Netflix, ahora que la tele de toda la vida agoniza lentamente, retoma su coalición con el monstruo multinacional del ocio ligero que es la Marvel/Disney. Y así, acaba de presentar a su cuarto superhéroe con serie propia, dentro de un plan de crossover que parece minuciosamente trazado. Ya están, desde el viernes pasado, los trece capítulos de la primera temporada de Marvel’s Iron Fist, creada por Scott Buck, con Finn Jones en la piel del indomable Puño de Hierro –como se ha llamado, de toda la vida de Dios, en la edición española de la colección–.
Hace quince años desde el accidente aéreo que hizo desaparecer a la familia Rand, propietarios de una de las multinacionales mayores del mundo, sobre la cordillera del Himalaya. Durante estos años, Rand Enterprises ha continuado con sus actividades, multiplicando sus beneficios… Pero en ese momento, un extraño forastero, con aspecto mendicante y modales obsoletos, aparece en Nueva York. Asegura ser Danny Rand, el vástago heredero del matrimonio. El pequeño Danny sobrevivió al accidente y, criado por unos monjes budistas de la ciudad secreta de K’un-Lun, ha vuelto de entre los muertos convertido en un experto en todos los estilos de kung-fú, en el arma viviente Iron Fist.
De esta manera arranca y se presenta al cuarto elemento en discordia que le faltaba a Marvel/Netflix por presentarnos. Tras dos temporadas de Daredevil, una de Jessica Jones y otra de Luke Cage, Marvel’s Iron Fist cierra el círculo preambular antes de la serie-crossover que se va a dar en titular The Defenders, y cuyo estreno aún no tiene fecha anunciada. La culminación de un proyecto televisivo de varios años con los que recrear un Universo Marvel diferente, sito en el interior del oficial, pero alejado de todo punto de las producciones de Kevin Feige.
En estas, Iron Fist se sirve de los aciertos de sus predecesoras para deleitarnos con otra temporada completa que, si bien acaba de todo punto “abierta” –no voy a entrar en detalles, claro–, cumple su función de serie-eslabón sin arredramientos ni complejos de “hermana menor”. Así, podemos encontrar los mismos recursos que caracterizaban al resto de productos, haciéndolos despuntar en lo que a material dramático se refiere: un fotografía sin artificios en demasía, naturalista y cruda –obra, esta vez, de los habituales Manuel Billeter y Christopher LaVasseur–, unos personajes sufrientes con una trama dramática sita en la “vida real”, y una violencia explícita, no soslayada ni sublimada según la costumbre de los buenos justicieros enmascarados.
“Hay que darle crédito a Marvel por atreverse a hacer algo más oscuro”
Charlie Cox, protagonista de Marvel’s Daredevil
Para muchos, se ha perdido el esmero con el que cada coloso –Marvel y Netflix– venía construyendo las series de sus distintos muñecos, aunque para un servidor no llega a tanto. Simplemente queda más en evidencia –más aún que en la segunda temporada de Marvel’s Daredevil, frivolizada varios estadios para embutir “punisheres” y acercarla al concepto de la gran serie-evento; y más aún que las vueltas en espiral de Marvel’s Luke Cage– su condición de elemento cohesivo, de exordio para presentar al nuevo de la pandilla.
Es bien cierto que Daredevil tenía un look crudelísimo, cercano a la enajenación, muy a tono con las mejores etapas del personaje –que, daba la casualidad, suponían hitos en la historia del comic mundial–, que lo convertían en una suerte de delicioso The Wire (David Simon, 2002-2008) “frankmilleriano” y superheroínico. Como también es bien cierto que los setenteros homenajes, al noire en Marvel’s Jessica Jones, al blaxploitation en Marvel’s Luke Cage, plagados de referencias sociopolíticas, de ambigüedad moral y turbiedad generalizada, dotaban a las dos series siguientes de un empaque y una entidad de todo punto desmarcada del marvelismo “para todos los públicos”. Fuera de esta onda, Marvel’s Iron Fist, también es bien cierto, no aporta nada de nada. La historia, como ya hiciera en las viñetas, tan sólo viene a contribuir una vez más al mil veces repetido cuento del hombre blanco, puro como la nieve y con cualidades innatas, que se mete en berenjenales misteriosos fruto del llamado “terror amarillo” –no olvidemos que el tebeo es de los 70, pero no nos adelantemos–.
Esta temporada de Iron Fist, en su condición de link que no me cansaré de resaltar, viene a cubrir un hueco específico en el cumplimiento de la mitología –más bien, mitomanía– de su universo. Y, si bien aporta un cierto “aroma” al tinglado y sale airosa de una producción a todas luces más ajustada que sus predecesoras, cumple renqueante como parte de un pastel, tirando puntualmente de calzadores de buena fabricación, para meter lo que haya que meter. Pastel cuya guinda, ya veremos cómo va la cosa, supondrá ver a toda esta muchachada encarada a la Sigourney Weaver que, de momento, es lo único que se sabe de Los Defensores.
Para que se hagan una idea, resulta tan liviano y “a huevo” introducir al clan mafioso La Mano –que creara en los 80 Frank Miller para Daredevil y que ya conocerán los seguidores de su serie–, con torticero y “venga, sí” recuperar el personaje de Rosario Dawson; que, visto su peso en los anteriores títulos, tenía que estar “sí o sí”, consagrada ya como la “sidekick” grupal de los futuros Defensores –sólo faltaría que ahora se ausentase del evento–.
Pero, antes de seguir citando personajes y elementos con nombre como de juguete, aprovechemos esta veta para hablar de la verdadera dificultad a salvar en la adaptación de un cómic tan intermitente e irregular como el de este Puño de Hierro.
El personaje nació de las mentes de Roy Thomas y Gil Kane, y en su momento fue editado por el guionista Christopher Priest. Su primera aparición aconteció en el número 15 de Marvel Premiere (1974), y el personaje tardó un tiempo en tener colección propia que, además, desaparecía y reaparecía según ventas allende las décadas. Precisamente con Luke Cage pondría una agencia de superhéroes a sueldo en la que posiblemente sea su mejor etapa, titulada Héroes de Alquiler. De esta empresa también formarían parte otros ínclitos que hemos visto en la saga Netflix. Algunos como Misty Knight, a la que vimos con el aspecto de Simone Missick en Marvel’s Luke Cage; o Colleen Wing, que en los tebeos era caucásica y pelirroja, y a la que han reinventado por completo –y con acierto– cobrando vida a través de la actriz Jessica Henwick. Hasta el mismísimo Daredevil repartió hostias con los Héroes de Alquiler en un intercambio continuo entre colecciones, números especiales, anuales, “Márveles” Team Up y demás carruseles del superhéroe; colecciones, más de cachondeo que otra cosa, para mantener en salmuera a los personajes que menos vendían. Vamos, que Danny Rand nació como secundario, y acabaría a lo largo de los años como marginal absoluto.
Muchos de los enemigos de tebeo de Puño de Hierro son otros flipados de las artes marciales, ansiosos por desposeerle de su título y reclamar su poder para hacer maldades. Por supuesto, todos acaban pillando a base de bien –nunca muertos– porque Danny es un arma viviente –no dejarán de oírlo, en cada capítulo–. Es un samurái rubio que ha conseguido una iluminación mágica derrotando al dragón Shou-Lao, que le ha regalado plena autonomía y control sobre su mente, su cuerpo y su espíritu. Pega tollinas como panes de hogaza con su mano luminosa y, a mala leche, es capaz de hacer temblar el mismísimo suelo. Lleva un dragón tatuado en el pecho –eso cabe en la serie que nos ocupa–, y un pañuelo-pirata a lo Tortuga Ninja con agujeros para ver igualitos que el Spiderman ese.
Vamos, que Danny Rand, ya desde su comienzo, era hijo del aprovechamiento del exploit cinematográfico imperante: el del cine de artes marciales. Sus pintas y colorines de mamarracho tenían sobrada cabida –la misma que la facha de Luke Cage– porque eran los setenta. A Bruce Lee ya le habían brotado veinte primos imitadores, y hasta en el último pueblo de La Mancha, la gente salía de los cines excitadísima, buscando un árbol al que pegarle una buena patada. Iron Fist es hijo absoluto de su tiempo, y sólo desde esa óptica –más bien caleidoscopio– puede observarse con objetividad el material nodrizo.
El personaje fue creado por Roy Thomas y Gil Kane, y su primera aparición tuvo lugar en el número 15 de Marvel Premiere, en 1974.
Sería precisamente Brian Michael Bendis, y digo “precisamente” porque su nombre no ha dejado de salir en toda esta colección de artículos superheróicos –se podría decir que, en términos autorales, desde hace diez años, Bendis es Marvel–, quien desempolvaría al personaje en su afán por resucitar -otra vez, precisamente– a Luke Cage, llevándolo, ni más ni menos, a la alineación de Los Vengadores en la colección donde comenzó a hacerse su prestigio como guionista imprescindible de la editorial. Más tarde, en la llama Era heroica de la editorial, y aún de la mano de Bendis, Puño de Hierro continuaría enriqueciéndose como carácter de ficción llegando hasta lo impagable. Claro está que toda esta maravilla es inadaptable –para que se hagan una idea, en la coalición de Vengadores de ese momento, Iron Fist está con gente como Spiderman o Lobezno… imposible en el audiovisual–, que sólo puede entenderse desde su rifirrafe intrínseco, desde su desparrame absoluto de personajes y mezcolanza de géneros que la complicidad de las colecciones septuagenarias de cómic permiten. Una locura, eso sí, que permitió traer al personaje de nuevo a primera línea.
De ahí, a llevarlo a la pantalla, con actores de carne y hueso, con sus leyes sociales que la propuesta del proyecto dicta –las de la vida, hay policías y los edificios no se pueden caer al tún-tún, básicamente– … hay un trecho. Un trecho muy difícil de superar. La crítica se ha deshecho en improperios, aludiendo al carácter más inverosímil de la propuesta. Muchos se han quejado de lo naif y tontunero, pero muy pocos se han parado a pensar en que dicha pobreza envuelta de disparates ya estaba en el material original –el tebeo– y que la adaptación del mismo era una tarea más ardua que ir a K’un-Lun un par de veces y volver.
Y oigan, miren, no creo que se haya hecho mal. Si hacen el esfuerzo de no compararla con el resto, verán que el esmero es el mismo. Sólo que el personaje a adaptar “jugaba a la contra”. Y más, saber darle ese toque de original a la cuestión “superheroil”, y hacerlo desde una premisa tan hilarante como esta.
Qué gran premisa es, la del héroe queriendo reclamar su identidad privada. En Marvel’s Iron Fist, el protagonista ya es un héroe con nombre psicotrónico aceptado hasta por los malos –aquí no hay identidad secreta que valga– en el momento en el que comienza la serie. Su lucha será por recuperar su verdadero yo, oficialmente fallecido quince años atrás, el multimillonario y accionista mayoritario de Rand Enterprises al que todo quisque da por muerto. Todo el mundo sabe que ese chico rubio de pelo ensortijado que acaba de llegar a la ciudad es el prodigioso Iron Fist; ahora, sólo le quedará por demostrar que es Danny Rand. Y, mientras tanto, dormirá en un parque y andará por ahí descalzo, con la barba sin arreglar, comiendo mal, y sin duchar ni nada.
Y, desde luego, la gran trama secundaria que se extiende a lo largo de toda la temporada, y que entronca con la hamartía más profunda del personaje, exactamente igual que pasara con el Matt, la Jessi y el Luke, sigue siendo pura jauja. Sagaz, la manera de fabricar una “femme fatale sin querer” como el que supone Joy Meachum –y al que da vida Jessica Stroup–; mucho brillo en la ejecución del carismático David Wenham como pater familias, pero más brilla aún el riquísimo y versátil Tom Pelphrey en su composición de sociópata millenial. Una trama espeluznante, tan inquietante como llena de giros que, no por esperados menos violentos, de la que no les voy a contar absolutamente nada pero que tiene tanto sabor a las tramas made in Wall Street como al más puro Cronnenberg.
Y el personaje sigue siendo el que es, y por ello las críticas le lloverán también al pobre Finn Jones, Loras Tyrell de Juego de tronos que escupe las frases más adacadabrantes mientras hace aspavientos de Locomía entre ataque esquizoide y venada calenturienta, sin más afán que el conflicto para rellenar metraje. Y, en honor a la justicia, ante semejante Kung-fu-hipster, este muchacho sale airoso.
Las citas al universo cinemático –al “grande”, me refiero– vuelven a recordarnos que también existen Iron Man, Hulk y compañía; la Dawson vuelve a “soltarlas” para ir abriendo boca, y la abogada Jeri Hogarth, que ya jugara con y contra Jessica Jones, también repite, de nuevo interpretada por Carrie-Anne Moss.
A este respecto, mucho más no se puede exigir. Se ha conseguido hacer cohesionar esta serie con las demás, a pesar de su inferioridad. Sin embargo, no se ha conseguido lo más fácil: la cohesión consigo misma. Esa falta de adherencia, más allá de hacerse notar, desinfla las tramas por momentos, hace centrar la atención en las carencias y en las vueltas de relleno –que toda serie tiene, dicho sea de paso–, y diezma de manera fatal, el ritmo. Ritmo que no deja de sufrir altibajos constantes. ¿Se debe quizá esto a una ausencia de… por llamarlo de algún modo, “estilo editorial”, marcado e inflexible? Poco bueno augura la cantidad de nombres entre los créditos en el apartado de realización. Porque en Marvel’s Iron Fist, otra cosa no, pero directores… Desde veteranos de Jessica Jones como John Dahl, quien también se ha cascado alguno de la forzosamente comparable Arrow (2012-en emisión) y rodara aquella rareza recomendable con Nicolas Cage y Dennis Hopper titulada Red Rock West (1993), el “regente” de Daredevil Andy Goddard (en sus episodios nos encontramos con las que quizá sean las mejores peleas del bloque), o el rapero reconvertido en cineasta RZA, cuyo filme como director/protagonista/debutante se titula El hombre de los puños de hierro (The Man with the Iron Fists . RZA, 2012), y que ya demostraba amar el rollo de las katanas y las artes marciales desde sus tiempos de Wu-Tang Clan. Estos, entre todo un popurrí de cineastas profesionales y artistas por encargo como Farren Blackburn, Uta Briesewitz, Deborah Chow, Miguel Sapochnik, Tom Shankland, Stephen Surjik… y un largo etcétera. Cada director, un capítulo.
Quizá sea tal batiburrillo de directores el que haga que la cosa cojee por donde les digo. El nivel de las secuencias de acción difiere mucho de un capítulo a otro –ninguna, por supuesto, al nivel de Daredevil–, y los recursos narrativos, algunos incluso excesos como la pantalla partida por mor del viñeteado jamás conseguido, ni siquiera se repiten en un catálogo de estilos y referencias que hacen oscilar el tono producto, haciendo difícil ganar al espectador por simpatía. Por momentos, se ha de decir todo no pequemos de pacatos, se echa en falta una mirada con férrea impronta que haga una exposición adecuada. Exposición que sí está, y repetida, en el guion.
Con todo, ya les digo. Ni es tan mala como han sentido los decepcionados, ni se podía dejar al margen a este Señor Rand, por razones que desalentarían de todo punto al lector. Ni pasa nada de nada, porque todo está levantado en pos del evento Defensores. No nos vayamos a engañar ahora, que hace años que las superproducciones de Hollywood son una gran serie. Ya era hora de una gran serie, compuesta por otras series.
Y bueno, los planes a largo plazo es lo que tienen. Así que… habrá que esperar a ver. Tiempo tienen, y material también. Tienen “la netflix” repleta de “márveles”.