«Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros». George Orwell no lo sabía (y, probablemente, no tenía intención), pero con esa frase de «Rebelión en la Granja» estaba resumiendo una de las cuestiones abiertas más polémicas y sustanciales de las ciencias contemporáneas que se dedican a estudiar al ser humano.
Y, además, está siendo uno de los temas del verano: ¿Hasta qué punto existen diferencias entre hombres y mujeres? ¿A qué se deben? ¿A la sociedad, la cultura o el patriarcado? ¿A la biología, la epigenética o la genética conductual? Más allá del polémico «manifiesto contra su política de diversidad» de Google, se trata de una batalla ideológica que acaba frenando el debate científico y termina por impedir que sepamos cuál es, realmente, la naturaleza humana.
¿Somos diferentes los hombres y las mujeres?
Sí. Lo somos. Hay suficientes evidencias sociológicas, psicológicas y biológicas para ser rotundos en este aspecto. De los 128 rasgos psicológicos y conductuales mejor estudiados, entorno al 22% de ellos presenta diferencias significativas según género. Esto marca los límites del debate: aunque en la mayoría de ámbitos no existen, hay muchos en los que sí y son diferencias significativas.
El debate no es tanto si las diferencias existen, sino por qué existen
Por eso, cuando examinamos el tema nos damos cuenta de que el debate no está en la existencia de las diferencias físicas, psicológicas y conductuales entre hombres y mujeres. Lo que se suele debatir es que, si el origen de estas diferencias es biológico o cultural, si su existencia tiene consecuencias sociales y si son diferencias que podamos modificar de alguna manera.
Se trata de un conjunto problemas que tocan (por complejidad, extensión y ramificaciones) varias ciencias individuales. En principio, las diferencias sexuales abarcan (y desbordan) los campos de la biología, la psicología y la sociología: y para entenderlas tenemos que usar todos los recursos que tenemos.
La ciencia en el laberinto de la hiperespecialización
Si nos vamos a los extremos, podemos encontrar enfoques que desde la biología entienden al ser humano como un «vehículo del ADN» o como «cuerpos fabricados por los genes para poder reproducirse«; y enfoques desde la sociología convencidos de que «casi un siglo de investigaciones para identificar los orígenes de la influencia fisiológica ha sido un fracaso» (Giddens, 2015) y que el abordaje de cualquier fenómeno social debe ser netamente social. En el medio, nos encontramos a psicólogos que entienden que no tratan de explicar las diferencias de los humanos, sino cómo todas esas posibles influencias configuran a los sujetos individuales.
La naturaleza humana es un cubo de Rubik con muchas caras. No podemos coger una y pretender haber solucionado el cubo entero
En el fondo, se trata de investigadores que vienen de tradiciones distintas, que utilizan conceptos e ideas distintas y que explican la realidad de forma distinta. La misma realidad. Simplificando mucho la etología estudia el comportamiento del ser humano a nivel de especie, la sociología a nivel social, la antropología a nivel cultural y la psicología a nivel individual.
Lo que estamos descubriendo es que no son formas diferentes de entender el problema, son formas complementarias. Son, por decirlo de alguna manera, caras del cubo de Rubik de la naturaleza humana. No tiene sentido resolver una de las caras y pretender que hemos resuelto el cubo entero. Y como veremos, resolverlo entero es más complejo de lo que parece.
Etología, biología y evolución
La etología, por ejemplo, es una rama de la biología que se centra (sobre todo) en estudiar las características conductuales de un grupo animal determinado e indaga en cómo evolucionan interaccionando con el ambiente. Es muy común que los etólogos usen herramientas propias de la neurología, la ecología y la biología evolutiva para estudiar los comportamientos que se parecen de una especie a otra.
Es decir, están más interesados en estudiar las diversas formas de altruismo, agresividad o las diferencias entre hombres y mujeres a lo largo de todo el reino animal que en analizar los detalles de, no sé, el reparto de tareas reproductivas en un grupo concreto de animales.
Estos argumentos son los más cercanos a una concepción fuerte, biológica y profunda de las diferencias
Esto les da una visión profunda y general del comportamiento animal que, aplicado al ser humano, ilumina ciertas regularidades que se dan a través de las sociedades y las culturas.
En definitiva, los etólogos evolutivos tienden a ver cada comportamiento (o cada función cognitiva) como la implementación concreta de una estrategia reproductiva que ha evolucionado históricamente. Sus argumentos son los más cercanos a una concepción fuerte, biológica y profunda de las diferencias entre hombres y mujeres.
Sociología, antropología y cultura
Mientras esta perspectiva nos resulta útil para entender lo que tenemos en común todas las personas, resulta más problemática para estudiar las particularidades sociales y culturales de los grupos humanos. A ese problema se enfrentaron con herramientas totalmente distintas la sociología y la antropología social y cultural.
Apoyándose en la economía, la lingüística o la historia, los científicos sociales han estudiado el comportamiento de los grupos humanos como el resultado de la interacción entre las estructuras sociales, las fuerzas productivas y los componentes socio-culturales (religión, educación, etc).
Los argumentos sociológicos apuestan por explicar las diferencias en términos económicos, estructurales e históricos
Así, podemos entender mejor por qué las vacas son sagradas en la India, por qué los pueblos semíticos no comen cerdo o por qué las diferencias entre hombres y mujeres cambian de unas sociedades a otras. ¿Cómo es posible que existan algunas sociedades matriarcales si el género no es una cuestión social?, se preguntan los científicos sociales.
En cambio, los sociólogos tienen problemas para explicar los ‘universales humanos’, cosas que son exactamente iguales en todas las culturas (aunque estas
culturas sean terriblemente diferentes). Esto hace sus argumentos proclives a considerar las diferencias entre hombres y mujeres como un producto social que, en buena medida, se puede modelar.
Psicología, cerebro y conducta
Para acabar, tanto la biología como las ciencias sociales tienen problemas para explicar por qué una persona concreta hace lo que hace y para entender cómo todas esas influencias acaban por conformar al ser humano individual. Sí, pueden hablar de tendencias evolutivas o de características culturales, pero de poco sirven si no somos capaces de saber cómo actúan sobre las personas.
La psicología tradicionalmente recurre a la biografía del individuo. Eso no quiere decir que la psicología actual defienda aún la idea de la ‘tabula rasa’ (hay muchos casos históricos que dejan claro que la biología es crucial), ni que sostengan que la estructura social no ejerce un enorme influjo en los seres humanos. Sencillamente, sostienen que la conducta individual es, sobre todo, fruto de la interacción personal con el ambiente.
La psicología se pregunta cómo todas esas influencias genéticas o sociales actúan sobre el ser humano individual
Esto es una estrategia excepcional para entender el comportamiento de una persona y para modificar conductas concretas. Sin embargo, limita la capacidad de las teorías psicológicas para explicar comportamientos que van más allá de lo individual (o que no se pueden explicar totalmente por el aprendizaje).
Un buen ejemplo de esto es la ‘inteligencia’ que pese a ser uno de los conceptos psicológicos con más evidencia empírica detrás, sigue siendo polémico en muchos ámbitos de investigación psicológica. Algo similar ocurre con muchas capacidades psicológicas.
Para superar estos problemas, hay ramas de la psicología que recurren a las otras dos perspectivas anteriores para completar sus explicaciones. Esto hace que, frente a las diferencias entre hombres y mujeres, podamos encontrar psicólogos cercanos a la biología y psicólogos cercanos a la sociología
Por un lado, la psicología evolucionista trata de buscar las raíces del comportamiento individual en la historia evolutiva compartida (aunque con muchos problemas porque los modelos de la biología evolutiva están pensados para hablar de poblaciones y no de individuos); por el otro, la psicología social recurre a la caja de herramientas de la ciencia social para intentar explicar por qué, pese a que tenemos historias de aprendizaje únicas, nos parecemos tanto (también con grandes problemas si quiere no caer en el determinismo social).
La necesidad de tender puentes…
Nos encontramos con distintas aproximaciones que funcionan muy bien para explicar partes concretas del comportamiento humano, pero que tienen problemas serios para dar cuenta del resto. Sin embargo, esto no debería ser un problema. A lo largo de los últimos siglos hemos visto como se creaban puentes entre disciplinas científicas distintas cuando los problemas las desbordaban (así surgió, por ejemplo, la bioquímica o la neurociencia).
En el tema de las diferencias entre hombres y mujeres debería de ocurrir lo mismo. Todo lo que hemos avanzando durante los últimos 20 años indica que tenemos que combinar las tres disciplinas para entender bien el problema. Según la evidencia disponible, la genética explica entorno al 50% de la varianza de los rasgos conductuales y el ambiente el otro 50% (Burt 2009; Rhee & Waldman 2012 y, sobre todo, Bouchard & Loehlin 2001).
Las medias, como siempre, son poco explicativas: hay rasgos en los que los genes tienen mucho peso (por ejemplo, ‘la conducta prosocial con desconocidos’) y otros en los que no tienen demasiado (‘confiar financieramente en terceros’). Solo un enfoque interdisciplinar puede ayudarnos a desbrozar la cuestión.
…a través de un campo de minas
Y, sin embargo, ese enfoque no llega porque los espacios de debate entre biología, antropología, psicología y sociología no existen. En su lugar, prevalecen la ideología y la política. Una especie de guerra general en la que cualquier resultado científico pasa a ser un argumento de batalla y los esfuerzos por conocer la realidad (sea cual sea) se topan sistemáticamente con sospechas, vetos y linchamientos.
El que tenemos es un escenario cómodo para la batalla ideológica: solo hay que escoger la disciplina que mejor nos va para usar sus investigaciones a nuestro antojo y extender sus conclusiones a todo el problema. Es coger la cara resuelta del cubo de Rubik y gritar a los cuatro vientos que hemos resuelto el problema. Aunque, siendo honestos intelectualmente, no podamos.
Es fácil usar un argumento de la biología evolutiva para justificar la desigualdad social; también es fácil usar una hipótesis de la sociología de género para negar realidades que análisis más sosegados no pueden dejar de reconocer. Y lo más sencillo, sin duda, es acusar de pseudociencia a todo lo que no nos reafirme. Todo eso es fácil; no es honesto, pero es fácil.
No siempre son sospechas infundadas. Es indiscutible que, en el marasmo político-social en el que nos encontramos, hay mala ciencia e incluso activismo disfrazado de estudios científicos. Pero nuestra respuesta no puede ser ideologizar más el debate, sino buscar la forma de separar la paja del trigo.
Ha llegado un punto en que conocemos mejor lo que ha ocurrido a miles de años luz de distancia o los detalles del funcionamiento de los genes de una mosca de la fruta que lo que nos hace ser lo que somos. Y este es uno de los retos fundamentales que la ciencia tendrá que resolver. A ciegas, los problemas son mucho más difíciles de resolver.
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La noticia
Los retos científicos que nos quedan para entender, de una vez por todas, las diferencias entre hombres y mujeres
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Jiménez
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