Entre las copiosas colecciones para el cinéfilo que Filmin empaqueta en su web para el deguste, la sorpresa, y la “filmoarqueología” –no lo busquen, que me lo acabo de inventar–, nos encontramos una dedicada a ese Rey Midas de Hollywood que se mantiene en su podio, destacando entre el aluvión de cine comercial sólo a base de narrativa buena, de la suya, de la de toda la vida. La colección Las favoritas de Spielberg aglutina títulos de todas las épocas y un sinfín de nacionalidades, suponiendo, en sí mismo, un perfecto compendio de la historia del cine, amén de una impagable guía de introducción a la cinefilia, la de verdad, no eso que ahora llaman “frikismo”, sino al amor por el Séptimo Arte del de verdad.
El Sr. Spielberg está ahora mismo –lo está cada poco– en el candelero, y no por un filme, sino por dos. Aún resuena su última obra, con la que por fin ha reclamado es efecto nostálgico que le pertenece por derecho y que otros llevan usando desde hace una década, la lisergia infográfica Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) que, por cierto, justifica también otra maravillosa colección de este sacrosanto site.
Se ha cascado Ready Player One para decir “¡Chsssst, wep! ¡Que aquí estoy yo, “estranllercingues”!”, cuando en realidad acababa de cocer otra de sus obras magnas, aquella de Los archivos del Pentágono (The Post. Steven Spielberg, 2017) con Meryl Streep y Tom Hanks , que la habrá visto la mitad de gente, pero es, de las dos, “la buena”, y está llena de “esas cosas” que hacen que, por pirotécnico que sea el proyecto, el cine de este señor pueda ser considerado -de toda ley- cine “de autor”.
Y es que, guste más o menos –servidor, reconoce no ser fan–, la importancia de este caballero en el devenir de la industria y del lenguaje cinematográfico ha de reconocerse como capital. No exagero –y lo siento por a quien así le parezca– al afirmar que la impronta dejada por Spielberg hacia finales de los 80, a nivel taquilla y expresión, es perfectamente comparable a la que dejara Hitchcock en su momento. Con la única excepción de que Hitchcock tenía, por época, esa condición de “semipionero” del lenguaje y el contenido; mientras que Spielberg -a veces con su colega George Lucas antes de que se le fuera la cabeza- venía a recuperar el pulp de entretenimiento, en ocasiones incluso televisivo, y el cine “de género” sin paliativos para, eso sí, dotarlo de un nuevo pulso, ritmo y energía, y hacer así devolver la tan mentada “magia” del cine a las salas.
La lista de favoritas de Spielberg, lo mismo que la de Scorsese -que, por cierto, tiene un par de documentales sobre cine que da gloria verlos: –Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies. Martin Scorsese, Michael Henry Wilson, 1995) y Mi viaje a Italia (Il mio viaggio in Italia (My Voyage to Italy). Martin Scorsese, 1999)-, incluye títulos imprescindibles, clásicos del cine -pero de los de verdad, no los disparates que se oyen/leen ahora, refieriéndose a títulos de los 80 como “clásicos”- de los grandes maestros, y otras joyas menos conocidas pero que le gustan mucho a este hombre.
Uno se puede encontrar en la colección con hitos del cine de los de toda la vida como la insuperable El Maquinista de la General (The General. Buster Keaton, 1927) o el primero objeto semi-sonoro de Chaplin, la mítica sátira social imperecedera Tiempos Modernos (Modern Times. Charles Chaplin, 1936). Y así, se sucede la lista, como un glosario época por época, de algunos de los mejores títulos de la historia del cine yankee, como la primera versión de Ha nacido una estrella (A star is born. William A. Wellman, 1937), la de Janet Gaynor; curiosamente, la que menos trascendió de todas sus adaptaciones -la que más, fue sin duda, el remake de George Cukor de 1954 con Judy Garland de estrella-; así como incontestables del calibre de la segunda de Welles: El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons. Orson Welles, 1942); la más mítica de Reed El tercer hombre (The third man. Carol Reed, 1949) -sí, veteranos de la vida, la de la musiquita de las tragaperras-; o esa puta obra maestra (perdonen el improperio pero, es que, lo merece) titulada En un lugar solitario (In a lonely place. Nicholas Ray, 1950), una de las mejores películas de Nicholas Ray, un tío que tiene pocas y todas buenas, uno de los mejores, uno de los tuertos con parche.
Salvaje (The Wild One. Laslo Benedek,1953), la de Marlon Brando vestido de motorista leather con gorra de cobrador del tranvía, contrasta con los pasteles bienintencionados de Capra, donde encontramos la maravillosa Sucedió una noche (It happened one night. Frank Capra, 1934), y la siempre refrita en Navidad -últimamente, sólo en canales remotos a las dos de la mañana- ¡Qué bello es vivir! (It’s a wonderful life. Frank Capra, 1946).
Y, por supuesto, esos dos maestros, el uno de la composición, el otro del ritmo, los dos de la epopeya fronteriza, John Ford y Howard Hawks, no podían faltar en el compendio. De Ford encontramos El Hombre Tranquilo (The Quiet Man. John Ford, 1956) donde el cachazudo de Wayne llega a conmover, y, cómo no, La diligencia (Stagecoach. John Ford, 1939) que, aunque pueda sorprender por obvia, es incontestable –es como Los Beattles, para el melómano– y donde, aunque Wayne no conmueva, se lleva por delante a unos cuantos pecadores de la pradera. Mientras que entre las elegidas de Hawks está la segunda adaptación de la obra de teatro de Ben Hecht y Charles MacArthur The Front Page (después de ésta, sería adaptada, al menos que yo sepa, tres veces más), la relampagueante Luna Nueva (His girl friday. Howard Hawks, 1940), pero también Río rojo (Red river. Howard Hawks, 1948), y ojo, que ya nos metemos en el tema western, que aquí ya saben hay cine-cine, del gordo.
A parte de la obra maestra de Howard Hawks, que casi se puede elegir al tun-tún porque está repleto de westerns buenísimos, Spielberg se llevaría a una isla desierta otro gran clásico, la palpitante Solo ante el Peligro (High Noon. Fred Zinnemann, 1952). Pero lo que jamás entenderé es cómo se encuentra entre sus favoritas ese tótem de cacafuti dedicado al ego –y a los glúteos– de Marlon Brando, que lleva por título El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks. Marlon Brando, 1961), aquella donde el ya fanegas de Brando hizo que despidieran primero al maestro Sam Peckimpah –autor de la primera versión del guión–, luego al maestro Stanley Kubrick, para acabar dirigiéndola él y estropeando por completo un guión maravilloso. Échenle un ojo, sobre todo quienes se pongan muy cachondos con Brando, que ya digo que este filme es puro glúteo del Actor’s Studio.
El resto de filmes de la colección es perfectamente comprensible porque son todo peliculones, obligatorios del todo. Está la tercera producción del tándem William Wyler-Bette Davis, La loba (The little foxes. William Wyler, 1941) y otro par más de títulos de este autor, nada menos que Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives. William Wyler, 1946) y La Heredera (The Heiress. William Wyler, 1949), ¡ahí es nah!
Grandes autores del mejor cine americano de todos los tiempos se dan cita, como el “venderojos” de Kazan, del que se pueden encontrar hasta cuatro títulos (todos crème de la crème): su primer filme como director, Lazos Humanos (A Tree Grows in Brooklyn. Elia Kazan, 1945); una de las mejores obras del prolífico Tennessee Williams, adaptada en uno de los mejores filmes de Kazan, Baby Doll (Elia Kazan, 1956); y las de todo punto vigentes Un Rostro en la Multitud (A Face in the Crowd. Elia Kazan, 1957) y Río Salvaje (Wild River. Elia Kazan, 1960).
De Kazan hay cuatro, pero también hay tres, algo más modernas, ¡atención!, de Sidney Lumet, el director del que nadie se acuerda en los repasos, pero que, en cuanto le nombran, todo el mundo afirma: “¡Hombreeee, Lumet, pues claro!”. Maestro del thriller donde los haya, con una sensibilidad en el tratamiento de su material como ya no existe. Spielberg elige el melodrama Piel de serpiente (The fugitive kind. Sidney Lumet, 1960), escrita por Tennesse Williams y con el –tormentosísimo- triángulo amoroso formado por Brando, Joanne Woodward y, ¡al loro!, Anna Magnani, en cartel. Sin duda uno de los trabajos más sorprendentes de Don Sidney, visualmente arrolladora. Tanto, como el lapidario Blanco y Negro fotografiado por el maestro Boris Kaufman que se derrocha en la fabulosa El Prestamista (The Pawnbroker. Sidney Lumet, 1964). Dos titulazos de Lumet como dos camiones que se cierra con una tercera seleccionada, Network, un mundo implacable (Network. Sidney Lumet, 1976), un análisis sobre el poder de la televisión, tan de actualidad, que hará que le tiemble la epiglotis.
No todo son cultos a directores concretos, que a Spielberg también le gusta mucho (tiene buen gusto, evidentemente, si no, no viviría tan bien como vive) clásicos como Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses. Blake Edwards, 1962) o la simpatiquísima Charada (Charade. Stanley Donen, 1963).
Y también se pueden encontrar unos cuantos de los denominados (muy de TCM) “clásicos modernos”, como la plagiadísima El Graduado (The Graduate. Mike Nichols, 1967) y La Conversación (The Conversation. Francis Ford Coppola, 1974), una de las grandes contribuciones de su colega Coppola a la historia del cine (las otras son, evidentemente, los primeros Padrinos y Apocalypse Now). Un thriller en el más puro sentido de la palabra tan trepidante como la poco reconocida El Último Testigo (The Parallax View. Alan J. Pakula, 1974), fotografiada por el maestro Gordon Willis, que no se puede perder por nada del mundo.
Que también le mete al rollo internacional, eh, no se crean. Que hay clásicos como El Acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin. Sergei Mijáilovich Eisenstein, 1925), propaganda soviética sin cuya narrativa no existiría el lenguaje cinematográfico moderno, la piedra angular de la divulgación cinematográfica, el filme del que parte el vocabulario mismo del cine de ficción. No es de extrañar que Spielberg la guarde en su lista de “favos”, aunque no se nada más que por respeto. Si v.d., joven, quiere ser director de cine y no la ha visto (en Filmin la ofrecen en su última versión restaurada), o en viéndola no le encuentra su gracia, no lo dude: dedíquese a otra cosa.
Y si hay clásicos rusos, imprescindibles de librillo son también las alemanas de Lang: Metrópolis (Metropolis. Fritz Lang, 1926), más que nada porque, a nivel ciencia-ficción, si bien no es la primera película, es la que lo empezó todo; y la majestuosamente terrorífica, M, el Vampiro de Düsseldorf (M. Mörder unter uns. Fritz Lang, 1931). De Metrópolis puede usted degustar dos versiones –las más trascendentes–: la que supuestamente más se asemeja a la edición original, restaurada por Friedrich Wilhelm Murnau y la recreación de la partitura original de Gottfried Huppertz; y la que en 1984 –año mágico– remontara y reorquestara el crack de Giorgio Moroder, con su techno y su todo.
De Reino Unido está el clásico romántico Breve Encuentro (Brief Encounter. David Lean, 1945), inmortal del cine donde los haya, ópera primera del maestro Lean. Y de Francia, Los niños del paraíso (Les enfants du paradis. Marcel Carné, 1945), el contraataque francés a la arrolladora taquilla de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind. Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939) que, si bien no llega a su altura técnica, la supera en exquisiteces y curiosidades, rodada en plena ocupación nazi es una pieza fundamental del denominado “realismo poético“.
¿Y de Asia?, ¿están ustedes pensando en Japón quizás?, ¿a lo mejor en Kurosawa? ¡Efectivamente! Stevie rescata, de entre las muchas gemas rodadas por el nipón, Los Siete Samuráis (Shichinin no samurai. Akira Kurosawa, 1954), transferida a HD como nunca antes se ha visto –que no necesariamente mejor–.
Cierran la sección de “clásicos extranjeros” un par de Bergmans de los buenos, como son Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende. Ingmar Bergman, 1955) y El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet. Ingmar Bergman, 1957), inmortales donde los haya. Y queda hueco entre el panteón de lo imprescindible para un par de buenas comedias, que no todo va a ser intensidad (recuerden que el mismísimo Steven ha rodado más de una y de dos, no siempre con éxito, desgraciadamente, porque todas merecen la pena). Y así, podemos darnos de bruces con la sorprendentemente moderna Playtime (Jacques Tati, 1967) o seguir los pasos del pobre Hrundi V. Bakshi (Peter Sellers) y volver a consagrar a El Guateque (The Party. Blake Edwards, 1968) -y ya van dos de Edwards, ¡no sabe nah, Spielberg!- como uno de los puntales de la historia, no ya del cine, sino de la comedia en general.
Por supuesto, el señor Spielberg guarda en su corazoncito espacio para los grandes maestros vanguardistas, los artistas-artistas de posguerra. Tales como el hijo de la Cahiers Du Cinema, François Truffaut, del que venera su Los 400 Golpes (Les 400 coups. François Truffaut, 1959), puro cine con mayúsculas, y su La noche americana (La nuit américaine. François Truffaut, 1973), curiosamente menos cine pero puro interés cinéfilo. Mientras que, del maestro Fellini, que no puede faltar porque si no… ¿de qué estamos hablando?, se queda con Ocho y medio (8 1/2) (Fellini Otto e Mezzo. Federico Fellini,1963), servidor supone –ya que no la considera, para nada, la mejor– que por motivos de tipo exótico.
Porque luego, entre toda esta recua de “clásicos básicos” no se crea usted que no va a haber chucherías y rarezas. Filmes importantes para el director, suponemos que por motivos que atañen a su sensibilidad o su propia vida, pero que sirven para seguir deglutiendo y haciendo arqueología con las pelis, que es lo que más mola.
Me refiero a verdaderos objetos de culto como Al Capone (Richard Wilson, 1959), que Spielberg elige entre las inagotables adaptaciones de la novela de Ben Hecht, (publicada como Armitage Trail) y de las noticias de la vida misma, que por algo fue un buen liante, este Capone. Buena oportunidad es la que nos brinda Filmin con esta colección, porque este título, a pesar de llevar el nombre del personaje y de arramplar en su momento con sus buenos óscares, es de los menos conocidos y de los más interesantes.
Del personaje, poco que decir, que ya lo conocen ustedes de sobra. En su tiempo le conocían como “Caracortada”, o más bien, “Scarface”, como ese gran clásico Scarface, el terror del Hampa (Scarface. Howard Hawks, 1932) protagonizado por Paul Muni –sí, el mismo Paul Muni cuyo nombre gritaba Ford Fairlane en la película– y que, sin embargo, no es la predilecta de Don Steven. Sino esta versión de Richard Wilson del 59 donde Rod Steiger interpreta uno de sus papeles más memorables (lo mismo es por eso, que ya van dos de Steiger y varias de Brando).
“Todos nosotros somos cada año una persona distinta. No creo que permanezcamos siendo la misma persona toda nuestra vida.”
Steven Spielberg
Y por estas cosas del gusto, lo mismo que al Trueba mayor le llamaba la atención que a Billy Wilder le pusiera muy palote La lista de Schindler (Schindler’s List. Steven Spielberg, 1993); que no nos pille por sorpresa ahora que a Spielberg le haga más que gracia la mítica Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg. Stanley Kramer, 1961), la superproducción conocida por todos, con un espectacular reparto, un tema de lo más polémico… y ya. Pero que ahí está, junto a su buen par de películas de Huston -aquí sí, no se crean que se ha andado con remilgos Stevie- muy bien seleccionadas: Vidas rebeldes (The Misfits. John Huston, 1961), aquella con guión del mismísimo Arthur Miller, protagonizada por su exseñora Marilyn Monroe, Monty Clift, Telma Ritter y Eli Wallach, que además supuso el último film de Clark Gable, y Reflejos en un Ojo Dorado (Reflections in a Golden Eye. John Huston, 1967), duelo interprétativo entre el Brando y la Taylor, a ver quién la tiene más larga -la vanidad, se entiende-, en una de las pocas adaptaciones de la inclasificable escritora estadounidense Carson McCullers.
Pero es que también por estas cosas del gusto, Filmin nos deja ver la preciosidad, coproducción Francia-Italia, de El hombre de Río (L’homme de Rio. Philippe De Broca, 1964). Una charanga de acción de las que se marcaba Jean Paul Belmondo, sin dobles ni nada, esta vez estirando el fenómeno bondiano un poquito más allá e inspirada en los tebeos de Tintín, que Steven Spielberg se ha metido p’al cuerpo hasta en nueve ocasiones (todas, proyecciones en 35mm). Interés cinéfilo de primer orden, y posiblemente el mejor trabajo del finísimo Philippe De Broca.
Que, por otro lado, no se vayan a pensar que Detective Privado (The Big Sleep. Michael Winner, 1978) desmerece como obra capital del “rebusque” y tótem del “recupere”. Una vez más, estamos ante otra adaptación de la inmortal novela homónima del más Chandler, pero esta vez el detective Marlowe es el mismísimo Robert Mitchum entradito en años, y los ambientes por los que se va a mover van a estar pintados con el pulso más enérgico de Michael Winner y van a ser más tétricos, sórdidos y turbios que nunca.
Merece tanto la pena su descubrimiento, e incluso revisionado, como el drama costumbrista Tender Mercies (Bruce Beresford, 1984), que en su año trincó un Óscar al mejor actor para Robert Duvall y otro al mejor guion original para Horton Foote, y que, hoy en día, y como a toda buena ganadora de óscares, no la recuerda ni Dios.
Y así, y ya que nos hemos acercado al final del siglo XX, sigamos un poco con los títulos más modernos, que también los hay, no crean que Stevie es un señor de estos serios y solemnes como los colegas de Garci.
Sorprende, y al mismo tiempo no, que Corazones en Tinieblas (Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse. Fax Bahr, George Hickenlooper, Eleanor Coppola. 1991) esté en el ranking de las tops de Spielberg. Sorprende por su condición, ya que siendo el único documental de la colección sorprende que sea éste, que no es de los más “rankineros” ni tampoco una rara avis de esas. Pero, al mismo tiempo, no sorprende para nada que Spielberg sude con cada fotograma de este filme, viendo a su colega Coppola dejándose la salud mental en el rodaje de locos de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola. 1979).
Y cerramos, curioso -qué poco le pega lo “dogma” al de E.T.- con la ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes, la danesa Celebración (Festen. Thomas Vinterberg, 1998), ese puñetazo a la mandíbula con el que Vinterberg sorprendió al mundo entero y empezó a labrarse su catedralicia carrera -cada filme, un género, una estética, un pulso-.
¡Mucho cine se ve este Spielberg! Así que no dude en que la selección de sus “favos” tiene que ser buena-buena. Vean cine, y procuren no reñir.