‘Sabrina’ tenía que hacer bien poco para convertirse en una de nuestras series favoritas de una Netflix que entre ésta y ‘La maldición de Hill House’ ya se ha ganado, con seguridad, la fama de fiable proporcionadora de escalofríos en formato seriado. Cuando vimos los cinco primeros episodios de la serie hablamos de su inteligente mezcla de angustia juvenil y terror satánico, su apropiada plasmación visual de una atmósfera amenazadora y de su tono ligero, pero no carente de momentos de oscuridad muy poco complacientes.
La segunda mitad de la primera temporada no solo no desmerece a los episodios que le preceden, sino que los potencian y complementan a la perfección. Después del quinto y el sexto, dos deliciosos monster of the week que apenas hacen avanzar los arcos principales pero que apuntalan la idea de que en Riverdale es complicado quedarse cadáver, la serie entra en una recta final trepidante en la que están metidos hasta las trancas Sabrina y su imposible deseo de nadar y guardar la ropa en términos de hechicería, su novio Harvey y el hermano de éste, que fallece en un accidente-que-no-lo-es-tanto.
Y es después de esos episodios-interludio cuando la serie muestra sus cartas ya sin subterfugios y se revela como una tremenda perversidad con envoltorio pop. Ya no es solo la muy coherente, estupenda y oscurísima conclusión (perfecta para arrancar una segunda temporada ya completamente sumergida en las tinieblas), sino que los guiños negros y diabólicos se acentúan. Que estaban desde el principio, con referencias directas a lo satánico y un ritual en el que Sabrina se niega a participar (ese es el núcleo de la serie) para no someterse al Señor Oscuro. Pero en la segunda mitad la cosa se pone ya a nivel de cine genuínamente Satán en lo temático y lo visual.
Por ejemplo: la serie ejecuta una constante y ciertamente meticulosa -muy divertida a veces, rozando lo impío en muchas otras ocasiones- inversión de los preceptos de las religiones establecidas. Rituales en negativo (de los bautismos a las bodas), simbología invertida (crucifijos, imágenes de santos), meros juegos de palabras y frases hechas cambiando referencias cristianas por satánicas… de lo banal a lo abiertamente perverso, desde simples detalles para fans del terror cornudo a una sistemática procesión de blasfemias en cada capítulo, ‘Las escalofriantes aventuras de Sabrina’ hace algo ciertamente inesperado: tomarse el satanismo muy en serio.
Otro ejemplo: la Iglesia de Satán, organización religiosa anti-religiones, no exactamente satánica en el sentido popular del término, ha denunciado a la serie porque en la sede de la Academia de las Artes Oscuras a la que acude Sabrina hay una estatua de la deidad Baphomet. Es un icono andrógino con cabeza de macho cabrío y que fue popularizado por un grabado del ocultista Eliphas Lévi, vinculándose desde entonces al satanismo pop, aunque en sus orígenes estaba más bien unido a los templarios y al cristianismo heterodoxo. La representación de Baphomet en la Academia le muestra acompañado por un par de niños que le miran fascinados, igual que una estatua creada por la Iglesia de Satán. (Fascinantes) cuestiones legales aparte, demuestra hasta qué punto ‘Sabrina’ entra a fondo en la iconografía oscura.
‘Las escalofriantes aventuras de Sabrina’: tenebrosa pero pop
Todos estos detalles, que le dan un tono de exquisita malevolencia a Sabrina, y que la hacen incomparable a literalmente cualquier producto televisivo actual están redondeados por guiños a la cultura del horror, no todos necesariamente evidentes. A ‘Pesadilla en Elm Street’, ‘El exorcista’ o ‘La noche de los muertos vivientes’ se suman homenajes delicatessen como la casa de Sabrina, salida de la novela de Nathaniel Hawthorne de 1851 ‘La casa de los siete tejados’, ambientada en una casa real en Salem. O los posters en la habitación de Harvey, que van de la clásica ‘Häxan – La brujería a través de los tiempos’ al cómic de Archie ‘Mad House’, pasando por anuncios de la espiritista victoriana Miss Baldwin.
En su segunda mitad es donde queda claro que nada en ‘Sabrina’ ha quedado al azar: su claro mensaje feminista, presentando la brujería como una forma de hermanamiento natural entre mujeres -y no solo entre brujas, véase la actitud final de las amigas de la protagonista- es contundente y directo; se readirma el atractivo de personajes tan sugerentes como la villana interpretada con ambiguo magnetismo por Michelle Gomez; y el diseño de producción se despliega (desde los escenarios al espectacular vestuario, nada ostentoso pero muy sugerente en personajes como el de Tía Hilda), dándole una identidad única a la serie, casi revelándola como algo inaudito en estos tiempos: una serie sencilla, pop y sin demasiados humos, pero con una autoría definidísima.
Por supuesto que ‘Sabrina’ no es perfecta: la subtrama del hermano de Harvey a veces se muestra dubitativa y arroja a los personajes a un precipicio moral tan brutal que solo complacerá a los amigos de los giros de guión casi folletinescos. Con todo, en ningún momento da la sensación de estiramiento artificial que tanto mal ha hecho a otras producciones Netflix (de las adaptaciones del universo Marvel a la propia y mucho más aplaudida ‘Hill House’, y sirve para que la producción encuentre una identidad y un tono definitivos. Pero, sobre todo, para que le quede claro al espectador que esta ‘Sabrina’, pese a las apariencias, es una cita imprescindible para devotos de lo siniestro.
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‘Las escalofriantes aventuras de Sabrina’: un auténtico caramelo satánico disfrazado de comedia adolescente
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Espinof
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John Tones
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