Parece increíble pero viéndoles ahora juntos nadie diría que jamás llegaron a conocerse. Y es una lástima, porque habrían sido buenos amigos. Walter es alemán y llegó aquí 40 años antes, justo tras suicidarse huyendo de la ocupación nazi. Roland es francés y llegó después de ser atropellado por una furgoneta en París. No hizo falta presentarles; nada más verse tuvieron la intuición de que estaban hechos el uno para el otro. Es normal; les une, entre otros, su papel de intelectuales, una elevada afinidad hacia el psicoanálisis, un gran interés por la filosofía y la semiótica, así como cierta querencia por el marxismo. Pero por encima de todo les vincula el hecho de ser posiblemente dos de los pensadores más influyentes de la teoría fotográfica.
A pesar de que el alemán es 23 años mayor que el francés, los dos prestaron una gran atención al destinatario de las fotografías como elemento constitutivo de su significado y a cómo las experimenta. Asimismo, dieron mucha importancia a la experiencia directa del espectador –y a su conciencia de esa misma experiencia– respecto a la imagen que observa. En definitiva, les une el valor que otorgan a los estímulos emocionales y especialmente subjetivos que generan las imágenes fotográficas. Además, saben que apenas hay tesis relacionadas con la fotografía que no contenga sus nombres, pues son autores de dos de los textos más importantes que se han escrito acerca de la fotografía (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La cámara lúcida). Dos obras seminales que, bastantes años después, continúan nombrándose una y otra vez como referencias inevitables en infinidad de libros, artículos y conferencias.
Así pues, no es una cita de dos completos desconocidos, sino un encuentro entre dos formas de pensar y enfrentarse al hecho fotográfico. Y aunque uno y otro modificaron su foco de atención y algunos de sus puntos de vista, son más los temas que los unen que los que los separan. Les unen tantas cosas que podrían hablar sin pausa de los recuerdos y las vivencias personales de ambos, pero también del encuentro entre imagen y sujeto, de los poderes mágicos de la fotografía y su función política, de la sustitución del referente por el objeto referencial, de fenomenología, de duelo y de placer, de Proust y Freud, del declive de la experiencia “auténtica”… Digamos que hay cierta complicidad entre ellos. Si uno nombra el punctum, el otro cita el inconsciente óptico; si uno habla del retrato de su madre, el otro replica con el retrato de Kafka; si uno se refiere a la tristeza, el otro saca a relucir la melancolía.
El alemán vivió todo ese debate, a finales de los años veinte, sobre si la fotografía era, o podía ser, un medio genuino de expresión artística. Su historia del medio –Kleine Geschichte der Photographie– está escrita desde la lente de su propia biografía. Para él, la fotografía no es un mero producto de la modernidad cincelado por las transformaciones en el terreno de la experiencia, sino, en sí misma, una parte muy importante de esa evolución histórica. La mayor accesibilidad y distribución de la fotografía redujo su “autenticidad”, según él, a medida que dejaba de ser una forma de artesanía propia de especialistas dando paso a un medio industrializado de masas. Perdiendo así ese aura que Walter Benjamín percibió claramente en esos primeros retratos del siglo XIX. Un aura, por cierto, que no es sino una experiencia íntima y activa por parte de quien observa la fotografía: una verdadera inmersión afectiva y espacio-temporal.
El francés nació ya en el siglo XX y cuando comenzó a escribir sobre fotografía, en los años cincuenta, el medio ya poseía un alto grado de diferenciación funcional, usándose en muchos contextos culturales, sociales y científicos –arte, publicidad, educación, astronomía, periodismo… –. Sigue siendo uno de los pensadores más influyentes de la teoría fotográfica, estableciendo una serie de conceptos como studium y punctum que pretenden describir la respuesta individual de cada persona ante la imagen fotográfica. La reflexión de Roland Barthes puede considerarse una continuación (y quizá una radicalización) de algunos planteamientos del alemán. Una reflexión que representa, además, un salto conceptual desde la idea de un espectador genérico a otro individualizado que “siente”, y cuyo encuentro con la fotografía está mediado por el deseo y la emoción. Poniendo en duda esa idea de que este medio comunica una “verdad” neutral.
Una de las conclusiones a la que llegan ambos es la siguiente: ya no son suficientes las taxonomías tradicionales supuestamente imparciales, relacionadas con el estilo, la cronología o el género. Benjamín y Barthes dan la bienvenida al espectador y le hacen protagonista de sus consideraciones. Se acabó la supuesta objetividad de las imágenes fotográficas. Lo importante no es tanto lo que aparece en la superficie, sino cómo lo recibe el observador y qué siente ante ellas. Por tanto, la búsqueda de la “esencia” de la fotografía no puede hacerse al margen de quién la percibe y de sus sensaciones. Una búsqueda que tiene que ver con cierta subjetividad existencial basada en certezas afectivas y emocionales, y que, precisamente por ello, traspasa las barreras técnicas, históricas y estéticas. Ellos fueron en realidad quienes dieron lugar al nacimiento del espectador al colocarlo en el centro de sus teorías fotográficas.
Haberlos tenido cara a cara y escuchar de primera mano un debate entre estas dos luminarias del hecho fotográfico (incluso discrepando de sus ideas), habría sido una verdadera experiencia revolucionaria para muchos amantes del medio. Esto ya no es posible, pero hay personas que, por fortuna, siguen empeñadas en confrontar sus tesis buscando además coincidencias y discrepancias en una especie de duelo dialéctico entre la vida y obra de estos dos gigantes de la teoría fotográfica que, además, pusieron toda su energía en definir lo indefinible. Una pugna que proyecta la fotografía mucho más allá de su papel como transmisora de información o constatación de la realidad. La proyecta al interior de cada uno de nosotros en una suerte de artefacto existencial que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestro subconsciente.
La historiadora del arte Kathrin Yacavone ha querido colocar frente a frente las ideas de Walter Benjamin y de Roland Barthes, convencida de que las exploraciones de uno y otro siguen siendo a día de hoy puntos de referencia omnipresentes y vitales para cualquier consideración crítica y teórica de la fotografía. Convencida también de que lo estético jamás podrá usurpar lo ético y lo existencial, y que la ontología de la imagen fotográfica es siempre secundaria y va por detrás de sus efectos psicológicos. Unos efectos que nunca pueden reducirse a lo material, a lo fáctico o a lo objetivo.
En su libro Benjamín, Barthes y la singularidad de la fotografía (Alpha Decay, Barcelona, 2017), no habla de un encuentro –que jamás existió– entre estos dos fascinantes personajes, pero sí del roce, los detalles, las influencias y los contextos de las convicciones y los pensamientos que fueron capaces de producir. Y habla, como no podía ser de otra forma, de la singularidad de la fotografía como algo vinculado al particular encuentro entre el observador y la imagen fotográfica; a su relación con lo que representa para él la imagen más que lo que aparece en ella. Una singularidad que se teje con los hilos del presente y del pasado, del yo y del otro, de la realidad y de la imaginación. Y que no puede identificarse con el aura de Benjamin aunque ésta esté relacionada con una inmersión afectiva y espaciotemporal por parte del espectador. Una singularidad que es por encima de todo una vivencia afectiva, efímera, subjetiva y tremendamente personal.
La autora, además, no se limita a leer la teoría barthesiana mediante la de Benjamin, sino que además pretende reflexionar sobre la relación del alemán con las imágenes desde la perspectiva de la fenomenología del francés. De esta manera cierra un círculo que encarna también el camino de ida y vuelta que todos realizamos desde la retina a la superficie de la imagen y desde ésta al corazón de nuestra singularidad individual e intransferible. Un viaje a la dimensión afectiva y existencial de la experiencia fotográfica.
Kathrin Yacavone llama a redescubrir la importancia de la recepción fotográfica como un proceso complejo, variable y dialéctico para resistir la tentación de cualquier sistematización reduccionista con el fin de elaborar una teoría absoluta del medio. Para ella sería mucho más adecuado hablar de teorías o historias de la fotografía pues el hecho fotográfico está atravesado inevitablemente por multitud de acontecimientos particulares que se desencadenan en infinitas circunstancias. Visto así, podríamos hacernos una pregunta que seguramente se habrían hecho los propios protagonistas del libro: ¿Es posible entonces la singularidad de la fotografía aunque pueda ser reproducida un millón de veces? La autora demuestra que es posible porque no tiene que ver con los aspectos materiales de la imagen, sino con la experiencia que tiene de ella el observador. Así pues, lo digital y lo analógico pueden considerarse como meros accidentes circunstanciales dentro de una historia –la de la fotografía– que aún continúa escribiéndose y de la que nosotros, como creadores y consumidores de imágenes, también formamos parte.