Novicia convertida en militar, asesina confesa de al menos diez hombres, pendenciera, ludópata, virgen, lesbiana y trasmutada en hombre. Catalina de Erauso es uno de esos personajes novelescos que sólo el Barroco y el Siglo de Oro español pueden ayudar a contextualizar. La mayor parte de lo que conocemos de su vida se debe a una autobiografía que bien pudiera ser un memorial al rey Felipe IV dictado para acompañar la solicitud de una pensión vitalicia. El relato, lleno de hechos verídicos salpicados de situaciones y coincidencias tan forzadas como increíbles, alcanzó fama. Se hicieron al menos dos ediciones de sus memorias; y, en 1629, el dramaturgo Juan Pérez de Montalbán, discípulo predilecto de Lope de Vega, compuso y representó en la corte La monja Alférez, obra teatral que marcó definitivamente al personaje.
Contradictoria hasta en la fecha de su nacimiento, en sus memorias asegura que nació en San Sebastián en 1585, pero su partida de bautismo de la parroquia donostiarra de San Vicente indica el 10 de febrero de 1592. Hija del capitán Miguel de Erauso, Catalina era la menor de seis hermanos. A los cuatro años fue internada junto a sus tres hermanas en el convento de las dominicas de San Sebastián el Antiguo. Inadaptada y rebelde, la trasladaron al convento de San Bartolomé, de normas y clausura más estrictas. Oprimida y vejada por una de las religiosas, Catalina huyó del monasterio con 15 años sin haber llegado a profesar.
En la piel de un hombre
Su escapada duró varios días, andando «sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino», hasta que llegó a Vitoria, donde entró a trabajar en casa de un médico, pariente lejano, que no supo reconocerla con los ropajes de hombre, pues Catalina había decidido vivir y vestir como un hombre. Tres meses después huyó de la casa con el dinero que había robado a su pariente y se estableció en Valladolid, donde se convirtió en paje del secretario del rey Juan de Idiáquez y se hizo llamar Francisco de Loyola. En sus memorias relata que se encontró allí con su padre, que no la reconoció. Catalina escapó hacia Bilbao. En la capital vasca apedreó a unos muchachos que se burlaron de ella e hirió tan gravemente a uno de ellos que fue encarcelada un mes. Luego pasó a Estella, en Navarra, donde se empleó como paje de un hidalgo. Dos años más tarde volvió a San Sebastián y un día oyó misa junto a su madre, que «no me conoció», asegura en las memorias.
Tras huir del convento sin haber profesado, decidió vestir y vivir como un hombre haciéndose llamar Francisco de Loyola
En busca de nuevos horizontes, Catalina se enroló en la flota que partía hacia América. Cuando al año siguiente los galeones regresaban a España cargados con el oro y la plata americana, Catalina robó quinientos pesos del camarote del capitán de su nave y se escondió en el puerto de Nombre de Dios hasta que los navíos estuvieron bien lejos. Siempre viviendo como Francisco, se trasladó a Perú, donde entró a trabajar como ayudante de un comerciante español al que sirvió con lealtad y diligencia, por lo que al poco tiempo estaba al frente de uno de los almacenes del empresario en la ciudad de Saña. Pero su carácter bravucón la metió en una riña que concluyó con un caballero muerto, otro herido y ella en la cárcel. Su amo la sacó de prisión con el ánimo de casarla con su propia amante, pero al negarse a ello Catalina el comerciante la trasladó a su negocio de Trujillo. Al cabo de un par de meses apareció con dos amigos el caballero al que Catalina había herido en Saña. Una nueva trifulca acabó con otro hombre atravesado por el estoque de la donostiarra y ella refugiada «a sagrado» en una iglesia.
Al servicio de su hermano
Para que escapara del cargo de homicidio y de numerosas deudas de juego, su amo logró enviarla a Lima a trabajar en una tienda de un amigo suyo. En Lima, según cuenta ella misma, tuvo relaciones con la sobrina de su jefe, lo que a la postre le costó el despido. Sin dinero ni trabajo, se alistó en uno de los enganches que reclutaban soldados para enfrentarse con los indios mapuches en el sur de Chile.
Catalina se enroló en la flota que partía hacia América y entró a trabajar como ayudante de un comerciante español en Perú
Dispuesta a «andar y ver mundo», desembarcó en Concepción bajo la identidad de Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, junto con otros miles de soldados. Allí vuelve a darse otra de esas fascinantes coincidencias que hacen sospechar que las memorias de Catalina, tal y como han llegado a nosotros, puedan tener partes de alguno o algunos autores apócrifos que hubieran ido coloreando los escritos originales con ánimo novelesco. Sólo así se entiende que el soldado Alonso se encontrara con su hermano Miguel, a la sazón secretario del gobernador de Chile. Sin confesarle la vinculación familiar, se hicieron buenos amigos y Alonso se incorporó al séquito personal de Miguel, «comiendo a su mesa casi tres años» sin ser reconocido. Cuando Miguel se enteró de que su sirviente cortejaba a una amante suya lo despachó a correazos al fuerte de Paicabí, un duro correccional en el frente araucano.
Ascendida a alférez
Cuatro años estuvo Catalina batallando ferozmente contra los mapuches. El soldado Díaz mostró su valor en varias acciones, la más legendaria de las cuales fue el rescate de las banderas del batallón robadas por los nativos, por lo que su propio hermano Miguel solicitó que se le diera el cargo de capitán. Pero –según refiere Catalina– sólo fue ascendida a alférez de compañía porque había ahorcado a un líder mapuche, Quispiguaucha, en vez de entregarlo vivo para ser interrogado.
Una tarde de 1609, acantonada en Concepción en espera de poder regresar a Lima, en una de sus muchas trifulcas a causa de su afición a los naipes, atravesó con su espada a otro oficial e hirió de muerte al alguacil que iba a detenerla. Siguiendo su vieja estrategia, se acogió a sagrado en el convento de San Francisco, que permaneció más de seis meses cercado por las tropas del gobernador. Cuando se relajó la vigilancia, decidió salir para ejercer de padrino de un compañero suyo en un duelo. En una noche tan oscura «que no nos veíamos las manos», se batieron no sólo los dos que se habían desafiado, sino también sus apoderados. Aparece aquí otra increíble fatalidad, pues el padrino de la parte contraria al que Catalina hirió de muerte resultó ser su hermano. Por si esto fuera poco, éste fue enterrado en el convento de San Francisco, el mismo lugar en el que su asesina tuvo que esconderse ocho meses más antes de poder huir a Tucumán junto con otros dos prófugos en un duro periplo que les obligó a comerse a uno de sus caballos para sobrevivir. Allí hizo promesa de casamiento a dos mujeres, de las que tuvo que huir antes de que se descubriese su verdadera naturaleza.
Condenada a muerte
Catalina alcanzó la villa de Potosí a caballo y allí vivió un par de años hasta enrolarse en una compañía militar con destino a la región de los Chunchos, tierras en las que batalló a los indios con gran ímpetu. Catalina relata un enfrentamiento con éstos –más de diez mil, según ella– en el que «volvimos a ellos con tal coraje e hicimos tal estrago, que corría por la plaza abajo un arroyo de sangre como un río, y fuimos siguiéndolos y matándolos hasta pasar el río Dorado». Después de acumular todo el oro que pudo, se licenció y se estableció en La Plata (hoy Sucre, en Bolivia) como administradora de una viuda rica. Otra vez envuelta en un turbio asunto, fue acusada de rajar la cara a una mujer con una navaja de barbero por vengar a su señora, que había sido golpeada en la cara con un zapato por la malhumorada dama tras una discusión entre ambas.
Huida de nuevo, anduvo comerciando con trigo entre Cochabamba y Potosí. Pendenciera y ludópata sin remedio, mató a dos hombres en sendas riñas de juego, y a resultas del segundo homicidio fue juzgada y sentenciada a muerte. Cuando ya tenía la soga al cuello salvó milagrosamente la vida: dos de los testigos –condenados a su vez– se retractaron y aseguraron «que, inducidos y pagados y sin conocerme, habían jurado falso contra mí».
A continuación, Catalina viajó sin rumbo hasta que regresó a Cuzco, donde otra pendencia de naipes derivó en su enésimo lance de espadas. Catalina fue herida de gravedad, pero acabó con la vida de un gigantón apodado «el Nuevo Cid». Ayudada por amigos vizcaínos «determiné mudar de tierra». Convertida en una homicida buscada por todo el Perú, finalmente fue reconocida y detenida en Huamanga (el actual Ayacucho), no sin antes matar a uno de los guardias que querían prenderla y herir a dos más.
Entonces, el alférez Díaz, al verse enfrentado a una muerte segura, pidió entrevistarse con el obispo, Agustín de Carbajal, al que contó en confesión toda su vida y le reveló el engaño de sus ropas: «La verdad es ésta, que soy mujer». El obispo mandó a dos matronas que reconocieran a Catalina y éstas certificaron que era doncella. El prelado, conmovido, pactó que cumpliera su pena en el convento de las clarisas de Huamanga. La extraordinaria historia de Catalina se hizo pública y los alucinados lances de su biografía circularon por todo el virreinato.
Recibida por el papa
Convertida en una celebridad, Catalina fue reclamada por el arzobispo de Lima y el virrey, ansiosos de conocerla. Enclaustrada en el convento de las comendadoras de San Bernardo, vivió en Lima dos años hasta que se supo que nunca había profesado como monja como ella sostenía, pues en su San Sebastián natal no pasó de novicia. Arrepentida, perdonada y exclaustrada, en 1624 regresó a España como hombre, haciéndose llamar Antonio de Erauso. En el viaje escribió o dictó los escritos que hoy conocemos como sus memorias. Tras ser recibida por el rey Felipe IV marchó a Italia, donde se entrevistó con el papa Urbano VIII, quien le concedió permiso para seguir vistiendo y firmando como hombre.
A partir de aquí su leyenda creció, pero ella desapareció de la vida pública. Al parecer, regresó a América y se dedicó a trasladar a pasajeros y equipajes desde el puerto de Veracruz a la ciudad de México con una recua de mulas. Murió en 1650 en la localidad de Cuitlaxtla.
Para saber más
Historia de la Monja Alférez. Á Esteban (ed.). Cátedra, Madrid, 2006.
Sexo, identidad y hermafroditas. F. Vázquez García y R. Cleminson. Cátedra, Madrid, 2006.