Ahora que en España se ha montado sola, y de manera póstuma, la mayor superproducción de Luis García Berlanga, donde andamos todos enfadados, gritándonos cosas, coreando himnos y meneando banderas… aireando, que hacía ya tiempo, esta cosa cainita que nos calienta y excita, para alumbrar uno de nuestros mejores sainetes a este plano de la realidad.
Entremeses ibéricos de lo más sueltos, con la presencia de tiernas estampas costumbristas, con humor cargado de sufrimiento, con uniformes, pegatinas, improperios, narices de payaso, faltas de ortografía patriotas, impresoras de ordenador, Donald Trump, Joan Manuel Serrat, Silvestre, Piolín, Bugs Bunny, El Coyote, El Pato Lucas y el Diablo de Tasmania… Ahora que, como diría mi abuela “andamos con lo de Cataluña”, servidor se ha sacado de la manga esta entrega para nuestra serie Cinefagia, con el ánimo de no politizar en absoluto, ni tomar partido, apelando tan sólo a la paz y al “no reñir”.
Y para ello, vamos a desarrollar -que no pormenorizadamente, porque sería demasiado extenso- este fascículo a modo de juego sobre “lo catalán“, para quien “no lo es”, que para eso sirve el cine, ¿no? El que “es” algo, ya se conoce, y el Séptimo Arte, amén de mil utilidades –que las ha tenido hasta científicas–, también ha dado a conocer culturas, pueblos e incluso tópicos y arquetipos.
Porque para los castellanos como éste que escribe –aunque, en cierta ocasión, ese prodigio andaluz que es nuestra María León, le dijera que “¡Kike, tú eres de España!”– el catalán –como el gallego o el canario, no se crean– tiene algo de propio que, incluso, el castellano viejo más lento, por no hablar del andalusí más apegado a su tierra, podrá tildar hasta de exótico. De esta guisa, el salero del artículo no consiste en conocer el denominado cine catalán, aquel que se cataloga aparte del netamente español por estar rodado allí y en su idioma, y que ha dado a nuestro cine artistas de reputación internacional como Ventura Pons, Bigas Luna, Marta Balletbó-Coll, Francesc Rovira-Beleta, Francesc Betriu, Joaquim Jordà, Francesc Bellmunt, Agustí Villaronga… por no mencionar a cineastas catalanes que no se adscriben a esa etiqueta y que hacen pelis hasta con americanos y todo.
El trasiego consiste en hablar sobre Cataluña como ente cinematográfico, sea entidad productora o no, de filmes que, más allá de retratar, supongan una mirada, real o equivocada, sobre esa esquina de la península que toca con Los Pirineos, estén hechas por cineastas catalanes o no. Y descubrir, al tiempo, la insondable presencia de este pueblo para con el mundo audiovisual.
Para la generación de niños madrileños coetánea a la de un servidor, Cataluña y Barcelona era unos recónditos y desconocidos lugares, sitos aquí, pero lejos, como el pueblo de nuestros padres que visitábamos en verano, vomitando copiosamente por el camino –el mío pueden adivinar cual era por el apellido–. Tan lejos, que incluso se hablaba raro, y los nombres de sus municipios tenían resonancias muchísimo más modernas y cyberpunk.
Localidades como Esplugues de Llobregat, a cuyo apartado de correos había que enviar las cartas de todos los programas de la tele –desde El Planeta Imaginario a, años más tarde, Pinnic–, sonaban a fantasía y diversión a oídos de todo niño chipé que más tarde sería privado de Bola de Dragón, envidiando de nuevo, ahora con algo más de consciencia, al infante catalán que seguiría viendo su Bola de Drac tranquilamente hasta llegar a conocer a personajes que aquí no oleríamos hasta la reposición en Antena 3, cuando ya éramos mayores perdidos.
Vamos, que el auténtico maná para lo que se dice ver, estaba en Cataluña, donde lubrificaban el pan de bocadillo y llevaban gafas con monturas de colores; y desde luego no entre las cárdenas roquedas de Castilla. Eso nos quedó bien clarito. Para que se hagan una idea, lo primero que hizo mi cuadrilla en el viaje de fin de curso de 8º de E.G.B a Lleida, fue encerrarse en una habitación a ver la prole desconocida de Goku, aunque fuera en catalán cerra’o, sin subtítulos ni nada –todos allí, arrodillados, flipando con la existencia de Son Goten–. Pero ya desde lo germinal. Que, si los franceses habían estrenado esto del cinematógrafo, nosotros teníamos que tener nuestro propia Salida de los obreros de la fábrica (La sortie des usines Lumière. Louis Lumière, 1895), nada tardaron los pioneros Hermanos Jimeno en asthonizar al personal con nuestra españolísima Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza (Eduardo Jimeno, 1896).
Lo que no se suele citar es la versión catalana, fechada en el mismo año, Plaza del puerto en Barcelona (Alexandre Promio, 1896), producida con parné de la france, eso sí, para la Société Antoine Lumière et ses Fils, la sociedad que el otro Lumière montara por su cuenta. Y, muy posiblemente no se suela citar, eclipsada por el otro hito que supone Riña en un café (Fructuoso Gelabert, 1897), catalana también, y considerada -a no ser que aparezca un cofre secreto o algo así- como la primera película con argumento en la historia del cine, no ya catalán, sino español en general. Qué duda cabe, a poco que se hojee por ahí, que durante la década de los 10 y los 20 del siglo pasado, Barcelona era el centro neurálgico de la industria del entretenimiento, fox trot mediante, peninsular.
El cine gordo se hacía allí, de la misma manera que los grandes hits musicales de, por ejemplo, La Bonet de San Pedro –los de Rascayú–, se bailaban en los y despendoles del resto de España. Conste que les surto de personalidades y títulos al azar para que usted, castellano turístico como lo soy yo, pueda ejemplificar en su cabeza con cierta claridad. Pueden aprovechar, si quieren, para ir politizando a su gusto –luego no quiero saber nada en los comentarios que no sea sobre cine o televisión, por favor– y discernir lo que les parezca sobre televisiones autonómicas, doblaje multilingüe o anime japonés.
La historia debería continuar por un desgrane del movimiento denominado como la “Escuela de Barcelona”, que grandes perlas dio a nuestra cinematografía, y de donde salen figuras importantes como Jaime Camino, Jacinto Esteva, Pere Portabella o el luso José María Nunes, cuando no directamente principales, como el maestro Vicente Aranda, o mi pseudopaisano Gonzalo Suárez. Pero ya les digo no va de esto, sino de la jarana catalana, y quizá concretamente la barcelonesa, que es donde está hasta el cine porno.
Casi tendría antes cabida esa auténtica genialidad documental titulada En construcción (José Luis Guerin, 2001), donde se aprovecha una barrabasada por reformas que trocó un barrio del Raval, en un intento de higiene mediática, para capturar magistralmente un momento irrepetible que culmina con un inesperado punto de giro –aparecen restos arqueológicos romanos– que supone la mejor de las alegorías sobre la sucesión de civilizaciones. Porque es el film de Guerin es cine de todo punto catalán –no solo en su idioma y mecenazgos–, como lo es, en lírica y prosa, la imprescindible La piel quemada (Josep María Forn, 1967), sin duda, una de las mejores películas españolas de todos los tiempos. Una bomba de relojería semiológica, magistralmente solventada por el todoterreno Josep María Forn –José María cuando dirigía pelis de bandoleros– Antonio Iranzo, Marta May y Silvia Solar protagonizan un triángulo pasional mediterráneamente abrasivo, tocando temas de los que, además, de molestar –que somos muy de molestarnos–, se mantienen de rabiosa actualidad, tal y como si hubieran estado metidos en vinagreta.
Antonio Iranzo –en el que puede que sea su mejor trabajo– interpreta a José, un albañil que curra en un pequeño pueblo de la Costa Brava. Está misma presentación del personaje, simultaneada con otra paralela, que nos descubre a su mujer y sus hijos rumbo a su encuentro desde Andalucía supone la mecha del gran barreno. Porque la cerilla será una turista belga, a la que interpreta Silvia Solar –nacida, por cierto, en París, con el nombre de Geneviève Couzain– que descubrirá para el “alma de cántaro” de José todo un mundo de posibilidades y moderneces. En La piel quemada cabe el llamado desarrollismo cuyas carreteras tuvieron ecos hasta en los tebeos de Astérix, pero también la emigración, el auge de la especulación inmobiliaria, la represión sexual, el dinero en B, los privilegios de La Iglesia, las costumbres terruñeras, el turismo…
Barcelona ella sola, que ejemplifica esto de lo que les hablo, como escenario, como tema, como otro personaje más, y como inspiración. Fíjense que allí están rodadas y producidas las más mejores –y prácticamente únicas– películas noire, o policíacas si prefieren, permeadas por el neorrealismo italiano y las más punteras de las vanguardias fotográficas. Las décadas de los 50 y 60 nos dejaron maravillas soberbias como, Distrito quinto (Julio Coll, 1957), A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Los atracadores (Francesc Rovira Beleta, 1962) o A tiro limpio (Francesc Pérez Dolz, 1963), de las que ha mamado hasta el mismísimo Quentin Tarantino –jueguen, cuando quieran, a adivinar pósteres en el primer bar donde para el primer grupo de amigas Deathproof–. Un movimiento de lo más “agradecible” para los arqueólogos cinéfagos que puede ser que arrancase con la tremendísima Barrios Bajos (Pedro Puche, 1937), y que ha dado joyas de esas que sientan cátedra y coronan ránquines, como pasa con la magistral Apartado de correos 1001 (Julio Coll, 1950), cuya imagen corona hoy nuestro artículo.
Francesc Rovira Beleta dejaría más veces inmortalizada a Barna. Como en su excepcional adaptación de Romeo y Julieta llevada a cabo justo detrás de Los atracadores. En Los Tarantos (1963), los amantes de la tragedia de Shakespeare pertenecían a familias gitanas barrio del Somorrostro –donde, por cierto, fue a nacer una de las estrellas flamencas del filme: Carmen Amaya– inmortalizando para siempre una zona de duras condiciones de vida que fue olvidada por los sedimentos y por el tiempo. De la misma manera que hiciera José Antonio de la Loma con su saga de Perros Callejeros, que creo que ya les desarrollé bastante. A este último respecto, sólo lamento no haber desgranado mejor esa pieza de museo que es Barcelona Sur (Jordi Cadena, 1981), testigo absoluto de su momento y lugar, y es que no la había catado hasta que hace unas semanas la recuperarán en Nuestro Cine, en La 2.
Porque toda esta entidad y empaque se pierde, como pueden imaginar, bajo ópticas sajonas, que esos no tienen ni idea de lo que es un catalán, un español, un portugués, ni nada. Y así, en las alusiones guiris, encontramos dos vertientes de lo más divertidas: una en la que las localidades catalanas están imaginadas bajo estereotipos más bien andaluces, cuando no manchegos o, directamente, mejicanos, quizá con visos medievalescos al gusto del Productor Designer, más propios del cuarto de estar del Rey Arturo, que de un pueblo segoviano rollo Pedraza.
Que los americanos son capaces de cualquier cosa ya lo comprobó sobradamente el mismísimo Régimen, con aquel susto tremendo que se llevaron a cuenta de la pérfida Columbia, donde se sacaron de la manga que en España nos comíamos a los turistas, lo filmaron, y lo iban poniendo por ahí, por el mundo. Y es que cuando el clásico de Hollywood De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer. Joseph L. Mankiewicz, 1959) fue revisado por la comisión de censura, en 1962, tras mucho vahído, hinchazón de vena y baba sobrante, y por mucho aire de aperturismo que Fraga tuviera en sus dominios culturales, la película fue prohibida solo –y digo “solo” porque ahí había carnaza para parar un tren– por lo que entonces llamaban “homosexualismo”, porque no debía haber cláusulas escritas acerca del resto de inmoralidades y tachas a la virtud nacional colectiva. Fue prohibida y recurrida varias veces, hasta que cualquier alusión a la Costa Brava, donde los supuestos caníbales –ah, que les estoy contando el final. Bueno… hay películas que se dan por vistas– catalanes se zampaban a Sebastian, el hijo gay de Katharine Hepburn.
Aún con cambios, y aunque el pueblo en la ficción se llamara Cabeza de Lobo, cuando se planteó en serio proyectar De repente, el último verano en salas españolas, ya había trascendido que la escena de marras había sido rodada en la localidad de Begur (Girona), y, como somos así, nos lo tomamos como una afrenta. Eso la gente que se dio cuenta, que a los del Régimen –y no me refiero a ninguna ensalada de tofu– casi les da el baile de San Vito. La película siguió siendo pasto de los comunicados censores, de tal manera que en 1969 aún seguían erre que erre, con joyas de este calibre:
“Pese a la turbiedad de la trama –desviaciones sexuales: sugerencias incestuosas y homosexualismo– esta película podría autorizarse para un público adulto; pero lo que es totalmente inadmisible es la localización española, y más concretamente, catalana, de la parte final de este filme donde el autor desarrolla la secuencia de canibalismo por parte de unos pilletes, de una chiquillería depauperada y miserable, y que, como es natural, es intolerable”.
Vamos, que se montó un cirio de padre y muy señor mío. Un pitote donde hasta tuvo que mediar el propio Tennessee Williams, marcándose un viaje a Madrid con su señora madre, para explicar… y eso. Los catalanes no comen gente, hombre, y menos así, sin pan ni nada.
Porque luego también hay un mucho de lo otro. Es decir, de otros lares recreados en Cataluña. Que no se vaya a pensar ustedes, que en mi añorada Esplugas del Llobregat se montó un proto-Almería y todo, en lo que a spaguetti-western, y producción descombacante se refiere. De hecho, a raíz del éxito de Esplugas City, que así se llamaba el primer poblado levantado en el lugar, se construyeron los tres primeros del desierto de Tabernas, en Almería. Rodajes locos, día y noche, de género y desparrame, donde pasaron estrellas de Hollywood, que dieron lugar a más de 200 películas, y por cuyos tejados rodaron stunts inmortales de nuestro cine como el sacrosanto Aldo Sambrell.
La saga familiar de los Balcázar, que ya venía surtiendo a producciones ajenas desde la Escuela de Barcelona que les mencionaba más arriba, supo verle las posibilidades a un campo de cultivo, y terminó montó un emporio cinematográfico que llegó a contar con más de 5.500 metros cuadrados de platós, hasta que el ministro de Información y Turismo franquista Alfredo Sánchez Bella decidió derribar el poblado porque, según él, daba mala imagen a Barcelona. Aprovecharon la orden de derribo para un último rodaje y, como salía más barato que desmontarlo, le prendieron fuego a todo, desde la oficina del sheriff a la valla del cadalso, para una secuencia de incendio en Le llamaban Calamidad (I bandoleros della dodicesima ora. Alfonso Balcázar, 1972). Si quieren extender conocimientos, les recomiendo muchísimo un libro de Rafael de España Balcázar Producciones Cinematográficas. Más allá de Esplugas City. Y si quieren ver cuánta gracia le hacía la dictadura antes de que le dejara de hacer gracia, existe hasta un No-Do con la noticia.
Pero ni por un momento pensemos que Barna sólo ha pasado por los USA fronterizos. Es tan buen plató que en su plaza Reial se recreó La Habana de El viaje de los malditos (Voyage of the Damned. Stuart Rosenberg, 1976), que su parque Güell sirvió de base al pérfido Dr. Fu-Manchú, como ya les conté. Y que, más recientemente, ha sido el París del siglo XVIII en El perfume (Tom Tykwer, 2006).
Y como no, y así me dejo ya de disparatar y me voy a la cama, Barcelona también ha sido Barcelona, no vaya a ser. Que a su power plástico son sensibles los maestros del cinema, ya sean manchegos que se marcan una de sus mejores películas, como con Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), o neoyorquinos, como aquel que parió Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008). Ni su gótico que tuvo, ni su modernismo que sigue teniendo ha dejado frío a grandes maestros del celuloide, incluso en inmortales imperecederos de obligado visionado, como aquella adaptación de la novela de Pierre Mac Orlan que llevara a cabo el maestro Duvivier, con Jean Gabin enrolado en La Legión, huido de París a Barcelona por asesinato: La bandera (La bandera (La grande relève). Julien Duvivier, 1935). Una cinta de todo punto insoslayable.
Y ocurrió en El reportero (Professione: Reporter. 1975) del ínclito italiano Michelangelo Antonioni, con Jack Nicholson y María Schneider entre ambrosías de Gaudí, o Las rutas del Sur (Les routes du sud. 1976) de ese otro “gran”, esta vez británico, Joseph Losey. Y espero siga, por los siglos de los siglos, atrayendo las miradas de todos los grandes maestros a lo largo y ancho del mundo. Todo lo demás, más o menos, me da un poco igual. ¡La cinefagia por encima!