Se encuentran en la sacrosanta RALE –o RAE, o como a v.d. se le apetezca porque ya no se ni cómo se llama– tres acepciones para la palabra “censura“, que es más o menos, de lo que vamos a tratar aquí hoy por ser, lúdica o desgraciadamente, un tema de rabiosa actualidad –en este caso, rabiosísima–, de difícil solución, y de honda preocupación para todo enemigo del aburrimiento, entre los que gusta de contarse un servidor.
Una de sus acepciones apela a su uso más simple y posiblemente antiguo, a su sinónimo de “reprender” o “regañar” –concretamente, la definición reza: “Juicio negativo o reprobación del comportamiento de una persona, de una acción o de otra cosa”–. Vamos, lo que nos hacía nuestra madre cada vez que destrozábamos el pantalón nuevo o dejábamos en evidencia nuestros apellidos delante de vecinos más serios. Por supuesto la acepción de la palabra que más nos interesa hoy es la otra, la primera y principal, aquella que satelita en el campo de la “prohibición” o el “recorte”. Esa, los diccionarios de la Real Academia de la Lengua, la definen como “Acción de examinar una obra destinada al público, suprimiendo o modificando la parte que no se ajusta a determinados planteamientos políticos, morales o religiosos, para determinar si se puede o no publicar o exhibir”.
La tercera acepción de la palabra, nos la vamos a guardar para más adelante porque, aunque guarda tanta relación entre estas dos, como ambas entre sí, no goza de vigencia actualmente –no, al menos de manera velada–.
Respecto a la segunda, ¿qué decir ya que no se haya dicho? Conocidos son los casos, pretéritos y presentes, de agresiones al honor, corrupciones de moral, ofensas colectivas y mofas multitudinarias, pitotes de primer orden, disgustos de padre y muy señor mío, escandalazos monumentales todos, que han provocado/promovido censuras, a estas alturas de la vida, ya de todo tipo y singladura. Como conocidas son también las respuestas, urbanas y oficiales, ante tales retiradas, tachas, mermas y prohibiciones.
De pronto, una compañía multinacional, enorme y poderosa, reyes del entretenimiento infantil y el ocio naif, como es Cartoon Network, en haciéndose con los derechos de los célebres Looney Tunes, y con toda la legitimidad del mundo, ve problemas en la serie protagonizada por el ratón más rápido del mundo, el mejicano Speedy González. Problemas consistentes en la perpetuación de unos estereotipos que juzga, también muy legítimamente, de todo punto xenófobos, y que hacen que la serie sea archivada por la cadena. Al fin y al cabo, Speedy González es un tipo majo, pero lo único que hacen él y sus compadres es saltarse la frontera para robarles el queso a los yankees, y así poder tumbarse todos a la bartola, a beber tequila y fumar marihuana.
Pero, de pronto también ocurre, que la web para la comunidad latina en los USA HispanicOnline.com decide recoger firmas para que se recupere la serie. Y lo consigue. Porque, en lugar de la sarta de tópicos fronterizos, lo que la comunidad mejicana ve es a un mejicano carente de medios, pero veloz e ingenioso, que siempre se burla del gringo torpe y asalvajado –generalmente representado en el gato Silvestre– que ve su frontera –ideal patriota– violada sistemáticamente, quedando humillado, sin su solemnidad soñada, por el suelo.
Porque aquí reside el problema siempre que cualquier tipo de censura sube a la palestra de la polémica popular: en la subjetividad plena. En la pasión, jamás en la razón. Lo que a unos ofende, o otros les da lo mismo, pero habrá otros a quienes incluso les guste. La censura, llevada a cabo más allá de la acepción que les he expuesto en primer lugar, siempre –y fíjense que lo pongo en negrita– se fundamenta en el desconocimiento de uno –el censor–, frente al otro –el censurado–. De la fuerza censora frente al material censurado. A veces, incluso de manera tronchante.
Todo lo demás, no es censura. Es material judicial del de verdad. Son ofensas al honor y exaltación a la violencia y cosas así de serias. Pero aquí, lo que suele pasar es que entre en juego esa la otra línea con la que también solemos –ahora me refiero a los españoles– tener problemas, y que ha causado también más de un rifi-rafe, con lo cual vuelve al cuadrilátero de la laceración de sentimientos. Me estoy refiriendo, claro, a la línea del humorismo, la sátira y el cachondeo. Tema con el que, si les parece bien, mejor no me extiendo, que da para debate entero, con dietas y barbero, y que además cansa ya.
Porque, lo que es servidor, el tema del límite del humor ya es algo zanjado. Ese caballero, educado y de todo punto amigable, que es Darío Adanti –uno de los padres de esa sacrosanta publicación de humor, la revista Mongolia, cuya existencia pende de un hilo en estos momentos por no se qué honor de quién– ha explicado bien explicado, ya muchas veces, donde está dichoso límite. Y no está en otro sitio que el contexto. Como buenos mediterráneos que somos, seguimos –menos mal– siendo permeables al llamado humor negro; ahora bien, está feo y es, incluso, de mala gente, interrumpir un velatorio para arrancarse, voz en grito, con un “¡Esto va uno que se muere…!” dejando flipado al personal porque, hete aquí el tema, no es el contexto adecuado para hacer chistes de muertos, como no lo es cantar No es serio este cementerio de camino al funeral. Fuera de ahí, no dejan de ser un chiste negro y una canción de Mecano, y ver ataques, velados o no, es mucho ver.
Pero… ¿y qué pasa con aquello que, encima, no va de cachondeo? Eso irrita, si cabe, más. El que hace bromas con algo que a uno le parece solemne es un imbécil, pero el que lo derriba desde la seriedad o, ¡peor aún!, desde la libre interpretación o el albedrío inspiracional… ¿ese? ¡ese es un bellaco, hombre! Ese que se ponga a trabajar y nos deje de decirnos a los enfurecidos lo que tenemos que hacer.
¿Decimos entonces que son dos los casos donde “todo vale”, el del humorismo y el de la canción? No, mejor aunemos los términos, como si fueran lo mismo, y añadámosles otros como “espectáculo”, “arte”, “entretenimiento”… o los que les salgan del higo. Está claro que no es lo mismo escribir en una fachada “Don Aristónico, cabrón”, que hacer decir a un personaje en una película “¿Don Aristónico? Ese es un cabrón”.
Que lo uno es temeridad a la hora de emplear la libertad de expresión, y lo otro estropear una fachada; y que, aunque en cualquier momento Don Aristónico te pueda dar una hostia, la peli donde dicen eso, ni se secuestra, ni se mutila, ni nada de nada. ¿Y si en la película dicen los apellidos y la dirección postal de Don Aristónico? Hombre, entonces creo que el debate se abre, ¿no? Pues este tipo de cosas son las que se admiten a juicio, dependiendo ya, de la legislación de cada país y las influencias de Don Aristónico. ¿Se puede decir entonces, que la censura existe, de una manera u otra, siempre? Hombre, pues también se puede ver así. ¿Ven lo que les digo? Un tema difícil donde los haya que atañe a los humores más homínidos. Y no habría ningún problema… si no fuera porque existe esa otra parte, la que gusta de descojonarse de Don Aristónico, sin estar perturbada ni nada.
“Los que no saben qué es amor me censuran porque te amo; / pero, a mi juicio, tanto me da el que injuria como el que calla”.
Fragmento poético andalusí (Época Omeya, entre el siglo VIII y el XI)
O bien son cosas que se meten contra un colectivo al que uno pertenece, o cosas que afectan a lo generacional, o a lo regional, o incluso cosas que tocan la fibra sensible de manera tan incómoda que son autosaboteadas casi desde su arranque. El caso es que, lo que molesta, pensado así, en primitivo, mejor que no exista. En eso se fundamenta la censura, de cualquier pelaje o ideal.
Servidor reconoce ser un damnificado de la censura pura y dura; no en mi trabajo en audiovisual, no crean, si no como consumidor. Y he de remontarme a mi niñez, supongo que por esa edad donde a uno más le ofende y agravia todo. En los 80 de La Movida y los punkis y drogotas ya existía quien se molestaba por la fantasías inocuas que consumían los demás –seguro que por miedo a “La Droga”–, y enfrente, quien se molestaba porque quienes no comprendían le quitaban lo que molaba.
Quizá en esa década naciera la pudibundez de ahora. Ese miedo cerval a lo desconocido, alimentado por el ocio acomodaticio y una infantilización de las costumbres en el entertaiment más de andar por casa, que hace que, en pleno siglo de drones y “roboces”, las supersticiones y escandaleras estén más candentes que en plena época de Acción Católica.
En estos días, ya les digo, de ausencia total de confort, susceptibilidades berserker, mojigatería florar y molestia máxima, a uno le descuelgan un cuadro de la alcayata y los encarga’os te cuentan que se lo tienen que llevar porque “desvía la atención del conjunto de la feria“. Así, sin estar borrachos ni nada y mientras te empujan sutilmente con el canto de los nudillos hacia la salida. Pero antes, cuando la censura era “censura-censura“, en la época de los rombos e incluso antes todavía, a la desfachatez del asunto se le podía atribuir, por lo menos, cierta creatividad. En algunos casos, se podría hablar incluso de la censura como arte en sí misma.
No como ahora, que al hacedor en cuestión le censuran unos señores muy majos, con los que da pena reñir, que no le imponen nada pero le mandan a sujetar la tapa del váter en un santiamén. Servidor supone que esto se debe a que la censura, por ejemplo, de la Dictadura Franquista servía para algo muy concreto: evitar que se propagaran determinadas ideas contrarias al Régimen. Ahora no sirve para nada, se ponga como se ponga el caballero de turno, y su mero ejercicio es igual de fútil y absurdo.
Ojo, que ahora, con esta suerte de repaso histórico de chichinabo, estamos entrando directamente en la tercera acepción de la palabra “censura”, esa que nos habíamos dejado suspendida en el aire -hace un montón de párrafos- y que es la que hacía alusión a La Entidad en sí misma, la que dice: “Organismo oficial que se encarga de censurar obras destinadas al público”.
Que no se crean que fue la primera que hubo. Que organismos que velaran por la sensibilidad del espectador han existido, prácticamente, desde que se creo el rollo éste de señoritos de ciudad al que llaman “periodismo“. Échenle: estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX, que es periodo así de mucho trajín, mucha tertulia, muchisísima propaganda y mucha cosa moderna traída de los “sistemas liberales” de fuera. Juego que se perpetúa hasta La Guerra, llevándose a cabo auténticas filigranas durante la Segunda República, Ley de Orden Público mediante, para luego consagrarse con una buena dictadura, militar y católica, que para esto del censurar, dónde va a parar, es muchísimo mejor.
“Hombre, a mí La Censura no es que me parezca bien. Es que en una Dictadura, y más en una como aquella, lo que me parece es indispensable”
Fernando Fernán Gómez, en 1999.
En 1939, por parte del bando nacional rebelde del África tropical, vencido y desarmado el ejército republicano y librada España ya por fin del ateísmo rojo y la perfidia soviética, se decide crear el Registro Oficial de Periodistas, y en 1941 la Escuela Oficial de Periodismo, a las que por supuesto sólo se accedía con el carné de las FET o las JONS en la boca, para que ningún rojeras pérfido publicara ninguna burrada contraria al régimen de rectitud y decencia que se pretendía. El arte de la noticia quedó mancado y marcado, como toda buena dictadura requiere, pero dónde más dio de sí esta expresión del existencialismo humano que es la censura, fue en el campo arriba referido, aquel reservado “al respetable”, al consumidor espectador.
Porque lo cierto es que los de La censura franquista sí que tenían arte y salero. Da igual la consistencia del pensamiento en cuestión, todo régimen totalitario, en su afán por trastocar ficción –y realidad– a su conveniencia, hacen de esto del censurar un oficio, no de tránsito como hoy, si de creatividad pura. El daño que se le hace con estas privaciones culturales a las generaciones que toca en cada momento es irrecuperable. Me da igual la España de nuestro Paquito prohibiendo todo estreno de Luis Buñuel, que la Cuba de Fidel Castro, privada de los Beatles –prohibidos hasta que desapareció el grupo–.
Fueron años de pura fantasía, de mantenencia y conservación de nuestra esencia y caspa frente al elemento extranjero, a base de dadaísmo del bueno, deconstrucción arbitraria, amputación de celuloide, “Ley de Prensa”, arrancamiento de página, cierre de editorial, multa al canto, cárcel… Sólo en la carrera de nuestro inefable Luis García Berlanga da para crónica en solitario.
A Berlanga –del que el mismísimo caudillo llegó a decir que “no es un rojo, es algo muchísimo peor: es un mal español”–, le censuraban incluso a priori, antes de hacer nada siquiera. Cuando, en la preproducción de esa maravilla de cortometraje que compone el filme Las cuatro verdades (Les quatre vérités. Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, Luis G. Berlanga, René Clair. 1962) Don Luis solicitó permiso para rodar desde los tejados de Gran Vía, éste le fue denegado, según los censores castrenses de turno “porque usted es capaz de sacar a un grupo de curas saliendo del Pasapoga”. Imaginen el careto del valenciano al oír una idea de oro, desaprovechada por la prohibición, y que ni siquiera se le había ocurrido a él.
Así de creativa era nuestra censura –como lo son todas cuando se pone empeño–. Fíjese por ejemplo en el padre Garau, “encantador y simpatiquísimo“, según palabras del propio director de Los jueves, milagro (Luis G. Berlanga, 1957), que tenía ya ínfulas teatreras y había escrito entremeses religiosos y todo. El padre Garau era tan moderno que le llegó a confesar a Berlanga “aquí donde me ve, he sido el primer sacerdote de España… ¡en llevar reloj de pulsera!”. Pues bien, este dominico llegó a ser insistido hasta la saciedad por el cineasta para que su nombre apareciera en créditos en el apartado de Guión –en aquél entonces, “guion” llevaba tilde–, debido a que sus cambios sobre el texto afectaron incluso a la estructura del relato. Llegó a cambiar el final entero, con un nuevo desenlace, en pos de la fe y la mitología católica, que a Berlanga encandiló y hoy Los jueves, milagro ha envejecido a las mil maravillas.
La coña marinera del reloj de pulsera fue recuperada por Garci en You’re the one (José Luis Garci, 1998), en boca del sacerdote que interpreta Juan Diego. Pero bueno… que ya me salgo del tiesto.
El caso es que estos señores de La Censura, el organismo, vivían con una onda preocupación. Ahora bien, rara vez retiraban o prohibían, a no ser que la ínfula de la propia obra fuera contra el régimen de cruzados o que la cinta viniera de Francia, o algún sitio así donde le pegan fuerte al “arte y ensayo”, y fuera de esas de de mucho destete e incluso traen alguna que otra pirindola. casi siempre se las apañaban para tunear e incluso, tijeras y doblaje en ristre, elucubrar alguna suerte de remedo provinciano de la obra original. Y si conocidas son las virguerías realizadas en montaje, tan poco sutiles que hasta se silbaban y abucheaban en la sala, y existen anécdotas cuya fama trascienden a la cultura colectiva, como el desafortunado doblaje de Mogambo (John Ford, 1953) que hacía nuestra versión, a nivel sexual, muchísimo más cerda y degenerada –ya saben, se cambió un el adulterio por una insinuación de incesto–, menos conocidas son otras piruetas del ingenio y la perspicacia, que han dejado para la historia, versiones alternativas de lo más vanguardista. Un crisol de despropósitos de lo más psicotrónico e ibérico.
En la maravilla del spaguetti-western Los Compañeros (Vamos a matar, compañeros. Sergio Corbucci, 1970) se daba un acto censor de lo más lisérgico y ye-yé. Habrán observado, por el contenido del paréntesis en negrita, que el título original de este filme, protagonizado por Franco Nero y Tomás Milian, es Vamos a matar, compañeros. Por supuesto, a ojos de la susceptible censura, ese título sonaba a instigación revolucionaria de las violentas, al levantamiento en armas, al concepto “camarada” tan de los soviéticos, a rojerío puro. Ningún problema. Aquí en España se le quita eso del “Vamos a matar” y se le pone un artículo. Y así, el filme se estrena, sin apenas cortes –se coló alguna teta en la cortina de humo de lo político, incluso– rebautizado como Los Compañeros, porque son dos tipos y así, sin instigar a nada, ya no suena a reunión clandestina ni a nada feo.
El problema vino con el trabajo de Ennio Morricone para la película, una partitura que da gloria oírla, entre el americana music y la opereta, con el banyo de toda la vida y la psicodelia rock que caracterizaban al compositor, con un coro de voces femeninas que cantaban en castellano y… ¡repetían el título original constantemente! De hecho, el “Vamos a matar” lo decían dos veces.
“Teñiremos de rojo sol y cielo / Vamos a matar, vamos a matar / Compañerooooos”
Ennio Morricone (1970)
Solución a adoptar: Se les ocurrió, al ver el trailer enviado desde Italia –ya con medio título cercenado– donde Nero tapaba dichas frases a ráfaga de ametralladora, añadir por encima selectos tracks de disparos y rebotes de bala, tan sólo en ese verso –que pertenece al estribillo, no se lo pierdan– con el fin de atenuarlo hasta morir. Queda así una cabecera estupenda, con la gene que canta en español y a la que se le entiende muy mal –el coro era italiano, claro– y que, por si fuera poco, llegado el estribillo se les entiende todavía menos porque quedan ahogados por unos tiros de lo más molestos. ¡Y a otra cosa!
Y no se vayan a pensar que estas expresiones sólo las tomas como agravios los gobiernos fachas, que los sociatas también se ofenden y se estremecen. Que en los años 80, cuando esto de la censura ya no servía como herramienta, ni como nada, porque ya la gente se había echado a la calle, había mucho punky, mucha droga, y mucho escupitajo en el Rockola, pero también seguía habiendo cosas que… no. Vamos… los cromos de La Pandilla Basura (Garbage Pail Kids. Art Spiegelman, Mark Newgarden, John Poun. 1985) duraron around nuestros colegios, lo que nuestras madres tardaron en beyondear a la Vírgen, medio telediario. Las asociaciones de padres se llevaban por delante entretenimientos infantiles, mientras la prensa se cepillaba el boxeo profesional en nuestro país. Parecía que no, porque había otros excesos, pero la cosa siguió, atenuada aunque viva.
Buena cuenta de esto que les digo puede dar el cantautor, poeta y pensador, Javier Krahe, al que directamente desenchufaron de la tele durante una colaboración en un concierto en directo de Joaquín Sabina, más arrancarse a interpretar su tema Cuervo Ingenuo. “Me dijeron que eso no se podía cantar en televisión”, contó Krahe en más de una ocasión, al que no dejaron en paz ni en sus últimos años de vida al hombre, que se tuvo que chupar juicio y de los gordos antes de irse al otro barrio porque en 2004, durante una entrevista, se emitió su cortometraje Cómo cocinar un Cristo (Javier Krahe, Enrique Seseña. 1978) y se le echaron encima hordas de católicos y que pueden ver a continuación para que me digan si es para enfadarse tanto
Si se fijan, tanto en el caso del corto y la canción de Krahe, el título y canción de Los Compañeros, los cromos de La Pandilla Basura o Bola de Dragón, siempre ocurría lo mismo: venían dadas por una cuestión de exposición.
Si el corto de Cómo cocinar un Cristo no hubiese sido emitido tantos años después de su gestación y en un canal de televisión, si su Cuervo Ingenuo no hubiera sido televisado tampoco… Si Los Compañeros no fuese un spaguetti con primeras figuras y fuera una marginalidad de autor que se pudiera prohibir entera… Si los cromos de La Pandilla Basura no los hubieran promocionado por los colegios y si Bola de Dragón no hubiera gozado del éxito arrollador del que gozó… En definitiva, de no haber existido determinada exposición, no habría pasado nada. Pero nada de nada.
Ahora anda la polémica viva y resplandeciente, porque hace poco que se dieron tres actos de represión de censura por la vía judicial o, en cualquier caso, oficial y/o institucional. Aunque no ha dejado de haberlas. Recientes están polémicas, cortapisas, vetos y prohibiciones, e incluso despidos, de toda índole.
Lejana parece ya la polémica de los chistes nazis en el twitter de Nacho Vigalondo, censura por finiquito que no entendieron ni los jefes judíos americanos del cineasta; y la polémica montada después a raíz de la cita de dichos tweets, en el de Guillermo Zapata, que acabó en censura por cese de actividad. O de la retirada inmediata –tan absurda que ya la exposición ya había sido filmada y emitida– del Franco en conserva de Eugenio Merino. Y no hace tanto de los juicios que se hubo de chupar el excelso César Strawberry, componente lenguaraz de Def Con Dos, por las chuflas en sus canciones. Amén, por supuesto, de paranoias nuevas surgidas a raíz de estas nuevas tecnologías que ahora mismo tiene usted entre manos, y que han posibilitados armas de defensa contra la amoralidad y la fealdad como la denominada “Ley Mordaza”.
Pero la peculiaridad de los casos de Santiago Sierra, el rapero Valtònyc –hay que poner siempre delante “el rapero”, que es como gusta a los medios, para que se vea que entienden de lo que hablan– o la novela de Nacho Carretero –que, afortunadamente, sí “pasó” como serie de televisión–, residía que ambos eran noticia en medios, ergo “eran expuestos”, durante la misma semana.
El caso del libro Fariña es peculiar, y se debe al azar del devenir de los acontecimientos –aparte de que, la propia prohibición ha hecho trascender a la obra de inmediato–. El caso de Valtònyc también está lleno de peculiaridades que viajan desde el desconocimiento del medio, a la eterna –nuestra– falta de privacidad en el medio rural y mil detalles y birlibirloques de corte legislativo, no se crean que nada fácil, siempre con la susceptibilidad, y conceptos tan fenecidos como “el honor” y “la solemnidad” flotando en el ambiente. Ahora, lo del mural de fotos del IFEMA, y su posterior excusa… ¡eso ya es de Berlanga!
Lo de “Ley Mordaza” es, evidentemente, un calificativo popular. Un término que se aplica cuando determinada ley se caga fuera de la taza. Se llama Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana y entró en vigor el 1 de julio de 2015. Polémicas aparte, aún tendremos que esperar para poder hacer un análisis a posteriori, que son los que molan más. De lo que no cabe duda es de que la “Ley Mordaza” se ha puesto a trabajar.
Esa ley que hubo de suavizarse porque en su anteproyecto presentado en noviembre de 2013 –basándose en la Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad Ciudadana de 1992– pretendía algo, como dice mi madre, “de juzgado de guardia”. ¿Quizá estuvieran ofreciendo carnaza?, al igual que en Los Compañeros, ¿algo preocupante que permitiera colar otras cosas, en principio, más light?, ¿quizá esa teta que se coló en el montaje final porque las energías estaban puestas en el “Vamos a matar, vamos a matar”? Quien sabe.
Servidor aboga por la plena libertad de expresión, y piensa que las apologías y doctrinas se detectan y distinguen a la legua. ¿Y si uno es un nazi indecoroso? Pues que hable también, que diga lo que quiera, que publique. Prefiero saber que ese señor es un nazi indecoroso que pensar que es una persona normal. Desde luego, si la cosa molesta, si estorba siquiera, lo más práctico es cambiar de canal, ¿yo qué quieren que les diga? Y sí, se que es el argumento más sobado del mundo, pero es que ahora hay más canales que nunca. Todo un sinfín de rincones donde ser bombardeado sólo con lo que a uno le agrada. ¿Acaso quiere que se llenen de gente contraria a v.d.? ¡Pues entonces déjeles sus propios rincones! Que la vida son dos días y, sin embargo, si uno se aburre, puede resultar larguísima.