Siendo profesor de astrofísica en la Universidad de Chicago, Eugene Parker habló de vientos solares en 1958 cuando se consideraba que entre nosotros y el astro rey existía el vacío. Esto se aceptó al comprobarse cuando hubo medios, sabiendo que estos vientos tienen consecuencias tan espectaculares como las auroras boreales, pero ¿de qué manera se creía que se formaban las auroras boreales hace 50 años si no se sabía de los vientos solares?
Quizás nos suene lo de Parker y el Sol, dado que estos días está siendo actualidad la sonda que precisamente lleva su nombre por haberse realizado por fin su lanzamiento el pasado 12 de agosto. El planteamiento de Parker no se aceptó hasta 1962, cuando la Mariner 2 pudo demostrar la validez de su teoría en su viaje hacia Venus, y hasta ese momento las auroras se habían explicado de muchas maneras distintas (pero inválidas).
Un fenómeno que seguimos conociendo mejor
A las auroras las vamos conociendo mejor, aunque aún queda por saber de ellas y la comunidad científica sigue investigándolas, por ejemplo, creando nubes artificiales. Se trata de un fenómeno en el que el cielo nocturno queda cubierto por una cortina de ondas o espirales que viran de verde a violeta entre otros colores, como si unas sábanas kilométricas de luz fluorescente ondearan por unos segundos.
Por muy mágico que parezca, su aparición tiene su explicación científica (aunque no fue así siempre, más o menos pasando la Edad Media). Las auroras son consecuencia de la reacción que se crea cuando las tormentas solares chocan con el escudo magnético de la Tierra y penetran en la atmósfera, siendo la luz el efecto del choque que se da entre las partículas solares y las que se encuentran en la ionosfera.
Pero aunque ya hace siglos desde que hay un planteamiento físico (y no místico) de su aparición, como decíamos al principio, no fue hasta los 60 cuando se planteó y demostró la existencia de los vientos solares, un importante detonante de las autoras. De hecho, fue algo controvertido al considerarse hasta ese momento que en el espacio había vacío y nada de partículas solares.
De los gases a la física más activa, pasando por los reflejos y los terremotos
Tras siglos observando el fenómeno y ver que se restringe a las regiones más polares, se empezó a pensar que el origen de las auroras se debía a la diseminación de partículas de hielo a causa de la luz solar. Algo así como que estas partículas podrían reflejar la luz solar en lo alto de la atmósfera incluso horas después de la puesta, debido a la abundancia de las mismas en estas regiones.
Una idea de René Descartes que en cierto modo ya conectaba al Sol con el fenómeno, aunque Endmund Halley (el del cometa) mantenía que las auroras se debían a un escape de gas por los polos y lo relacionó ya con el campo magnético hablando de magnetic effluvia.
Sus ideas y las de Descartes fueron contradichas por William Derham y Jean Jacques d’Ortous de Mairan en el siglo XVIII (entre 1720 y 1730). El primero teorizó tras verlas que eran consecuencia de los terremotos, planteando que estaban formadas del mismo gas que emana tras éstos (y al considerar una relación causal entre unos y otros basándose en que grandes terremotos parecían preceder auroras). Por su parte, Marian consideraba que las auroras eran consecuencia de una extensión de la atmósfera solar, de modo que la Tierra atravesaba las áreas más externas de ésta y que las auroras aparecían como la interacción entre ambas atmósferas.
De reflejos, nada
La relación con lo magnético volvió cuando, tras el estudio de Anders Celsius (el de los grados) y George Graham de las tormentas y variaciones magnéticas, Olof Hiorter (alumno del primero) detectó la coincidencia de auroras con tormentas magnéticas en 1741. Pero unos años más tarde las teorías experimentaron un shock perfeccionar William Watson la botella de Leyden (lo que vino a ser un condensador eléctrico), por lo que Mikhail Lomonosov planteó que las auroras no eran un reflejo ni nada similar, sino que era un fenómeno como tal y que tenía un mecanismo físico.
Esto fue apoyado por los hallazgos de Jan Baptiste Biot, físico que probó que las auroras eran per se luminosas y que no había ningún reflejo de la luz solar. Denison Olmsted fue quien propuso un origen cósmico en 1835, aunque lo que tuvo más repercusión fue la idee de Henri Bequerel (Premio Nobel en 1903 por descubrir la radiactividad natural) en 1878 de que se debían al hidrógeno proveniente del Sol.
En adelante, con la invención del tubo catódico y otros avances en el conocimiento de la física, así como con todas las observaciones que seguían haciéndose desde la faz de la Tierra, se iba fortaleciendo la relación con el Sol y discerniendo a qué se debían los colores de las auroras. En 1859 fue el físico escocés Balfour Stewart quien escribió a la Royal Society describiendo cómo se habían producido una serie de grandes auroras acompañadas de variaciones elctromagnéticas, seguidas de una gran llamarada solar, planteando la relación entre el Sol, los campos magnéticos y las auroras:
«Ahora supongan que una corriente primaria […] influye en la Tierra, y supongan que permanece en la misma dirección durante al menos siete horas. Esta corriente puede actuar sobre el campo magnético de la Tierra de la misma manera durante esas siete horas; y podría ser la causa de la onda magnética de siete horas de duración» Balfour Stewart (en 1859)
Mientras tanto, se identificaron las bandas de color causadas por el nitrógeno, hidrógeno y por el oxígeno atómico (azul, rojo y verde), y con el inicio de la carrera espacial y los cohetes se detectó la participación de los electrones. Pero no había una conexión entre vientos solares y auroras porque éstos aún no habían sido planteados ni descubiertos, y como hemos dicho al principio se consideraba que más allá de la exosfera nos rodeaba el vacío absoluto.
Parker publicó en 1958 un estudio titulado «Dinámica del gas interplanetario y campos magnéticos», en el que teorizaba sobre la existencia de un flujo de partículas continuo desde el Sol, a causa de que la corona solar estuviese en expansión continua debido a las temperaturas. Esto afectaría a los planetas del sistema solar, pero su idea fue rechazada por la comunidad científica.
Excepto por Subrahmanyan Chandrasekhar, astrofísico y editor de la revista The Astrophysical Journal, quien actuó a su favor para que su idea fuese publicada. No fue hasta cuatro años después cuando la Mariner 2 confirmó la teoría de Parker al medir las partículas energéticas del viento solar, que fluían a través de ese espacio interplanetario que resultó no estar en el absoluto vacío.
En 1964 era Syun-Ichi Akasofu (actual director del Centro de Estudios Árticos Internacional de la Universidad de Alaska) quien estudió también estos fenómenos y conectaba las auroras boreales con las tormentas magnéticas. En 1977 Joan Feynman y su equipo deducían que había una correlación entre la velocidad del viento solar y la actividad geomagnética gracias a los datos de la sonda Explorer 33, y tras años de estudios y más teorías no fue hasta febrero de este año cuando ha sido posible observar el mecanismo de formación de las auroras.
Imagen | Flickr
En Xataka | Un astronauta nos ha mostrado una aurora vista desde el espacio y ¡guau!
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La noticia
Eugene Parker y el soplo de viento solar fresco para el conocimiento de las auroras boreales
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Anna Martí
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