No cabe duda: las fotos que mostramos portan un mensaje. Uno que no ha de ser ni único ni eterno. Tampoco ha de ser necesariamente el que nosotros nos empeñamos en difundir. Y ni siquiera tiene que ser un mensaje al uso, como en los anuncios publicitarios en los que suele ser evidente lo que pretenden vender. Las fotos pueden tener infinidad de significados según quien las contemple. Sus códigos, su educación, su nivel de implicación y el contexto determinan que una obra sea vista de una manera o de otra completamente opuesta. Incluso sin querer lanzar ningún tipo de comunicado, nuestras fotos dicen algo a aquellas personas que las ven. Puede ser indiferencia o arrebato, belleza o desolación, melancolía o entusiasmo. Cuando la obra sale de tus manos cada espectador es libre de interpretarla como mejor le venga en gana. En ese momento de contemplación es suya y de nadie más, te guste o no. En ese instante cada uno decide qué siente y qué ve.
Pero pasando por alto esta obviedad, tengo la sensación de que el concepto ha suplantado a la imagen. De que una fotografía sin mensaje es como un barco a la deriva. De que la idea que subyace a cada obra ha engullido la parte visual y la tiene retenida en su estómago. Como si la tuviese prisionera y para liberarla pidiera un rescate en forma de comprensión literal, y solo cuando accedemos a ese entendimiento racional de su concepto, entonces se nos permitiese su visión “plena”. Me invade el sentimiento de cierta obsesión con que las fotografías lancen al espectador sesudas reflexiones sobre lo humano y lo divino; pretendiendo mostrarle el reflejo literal de un mundo objetivo, frío, lógico, rígido y real. Podríamos decir que la realidad ha desbancado a la poesía. Soy consciente de que es un prejuicio mío, pero no me resisto a desenmascarar a este fantasma que altera mis sueños.
Me duele esa tendencia que “exige” que la fotografía sea mensaje. Sorprendido ante esa manía de que las imágenes hayan de entenderse sin necesidad alguna de ser “sentidas”. De que ya no busquen el sustrato emotivo del espectador sino solo su juicio racional. Cansado precisamente porque una gran parte de la fotografía se haya convertido en un ensayo; en una radiografía fiel y certera de lo sucedido a nuestro alrededor. Perplejo de observar cómo se nos muestra el mundo sin que a menudo haya un atisbo de sentimiento, de lírica, de éxtasis. Aturdido con esa inclinación a convertir la fotografía en algo masculino; en una expresión intelectual, práctica, concreta, realista, definida. En una manifestación llena de alusiones al propio hecho fotográfico, a conceptos filosóficos, a dilemas sociales. Referencias explícitas a la identidad, al lenguaje, a la memoria, al género, a la globalización… Todo muy evidente, muy real. ¿Pero no habíamos quedado que era mucho mejor el erotismo que la pornografía? ¿Qué era mucho más fascinante una puerta cerrada que una bragueta abierta? ¿Que lo bonito era precisamente que hubiese un hueco para la imaginación?
La fotografía es femenina. Lo es porque se trata de un lenguaje que utiliza la sutileza y el ardid, los símbolos y los dobles sentidos, las metáforas y los sueños. La fotografía es femenina pues trabaja con la imaginación y la estética, con la belleza y la seducción, con el mito y la poesía. La fotografía es femenina porque juega con la ironía y el cuestionamiento, con la intuición y el sentido de la existencia. La fotografía es femenina ya que busca la profundidad y el deseo, pero sobre todo debido a que persigue el asombro y el misterio de las cosas. Definitivamente, la fotografía es femenina porque exige compromiso y pasión.
La fotografía trabaja sobre todo con la memoria, y la memoria está llena de recuerdos, cada uno de los cuales lleva asociado un sentimiento –o varios–. Y los sentimientos son la base de nuestra vida mental, social y afectiva. El investigador y neurólogo Antonio Damasio es mundialmente conocido por sus estudios en el campo de las bases neurológicas de la mente, especialmente en lo que se refiere a los sistemas neuronales que subyacen en la memoria, el lenguaje, las emociones y el procesamiento de decisiones. Una de las aportaciones fundamentales del científico portugués al conocimiento del universo emotivo es la constatación del mecanismo por el cual los procesos emocionales guían la conducta e influyen especialmente en los procedimientos de toma de decisiones, pero también en el propio proceso de aprendizaje. Damasio deduce que los pensamientos que se relacionan con la emoción llegan después de que ésta haya comenzado. Todo esto nos recuerda que en la raíz del conocimiento existe un mundo sensible. Los seres humanos somos así: antes de decidir, sentimos.
Cuando la fotografía se hace masculina se hace útil, relacionada con lo visible y palpable. La fotografía masculina identifica arte y política, pretende explicar el mundo de una manera concisa, clara, evidente. Se centra en lo que puede demostrar, como si fuese una tesis visual que persigue confirmar algo. La fotografía masculina tiene una visión excesivamente mecanicista que tiende a negar los sentimientos y el goce. Y esta no es la manera en que trabaja la mente de un creador porque la mente de un fotógrafo no utiliza solo explicaciones causales, conceptos concretos, proclamas intelectuales y discursos de corte social o político. La mente del fotógrafo trabaja con sensaciones, expectativas, certezas, sueños, dudas e intuiciones. La mente del fotógrafo necesita, faltaría más, la realidad, pero requiere filtrarla a través de su vasto mundo interno.
Precisa alimentarse con el trabajo de los demás, las ideas de su época, los tópicos de su cultura y las inclinaciones de su familia. Necesita digerir todo esto y luego decidir, seleccionar, sentir y regurgitar. La mente del fotógrafo desea crear imágenes, pero sabe que en cada una de ellas van trozos de su vida y gotas de sus llantos. Que cada una de sus obras carga su forma de percibir el mundo porque un fotógrafo, más que explicar, desea también expandir nuestra capacidad de percepción: mostrarnos lo que su creatividad ha sido capaz de imaginar y de plasmar.
La fotografía, nadie lo duda, tiene relación con lo que se ve y la idea que se pretende comunicar, pero también tiene que ver, y mucho, con lo que no se percibe, con lo que se intuye y se siente, con lo que se imagina y se sobrentiende, con lo que se sugiere y se provoca. La fotografía siempre tiene que ver con la experiencia directa de nuestra realidad interior y, por eso mismo, con los deseos dormidos de nuestro subconsciente. A veces el mensaje es la propia experiencia artística; un mensaje que, según el escritor Andrés Ibáñez, está hecho también de emoción, intelecto, misterio, ingenio, placer e imaginación.
Mis fotos, de tener alguno, solo tienen un único mensaje: me chifla la naturaleza y aún más estar solo en el campo explorando con mi cámara. Pero esto no es un concepto al uso; es la raíz de mi pasión fotográfica. Cada persona puede interpretar mis paisajes en clave de postales, fotografías de autor, imágenes viajeras, recuerdos de lugares maravillosos, destellos naturalistas, reivindicaciones ecológicas u obras de arte. Todo vale y todo es cierto si el espectador lo siente así. Lo que siento es cosa mía y resulta difícil ver en mis fotos todo lo que, antes de realizarlas, imagino en la cabeza. Lo que pretendo con ellas es mucho más simple y mundano: busco seducir a los demás. Y lo intento con lo que mejor se me da: retratar paisajes. Sería absurdo intentar seducir a alguien con tus peores armas.
Y si las acompaño de un pequeño texto no es para hacerlas más atractivas –a mí ya me gustan a rabiar–, sino para seducir a más personas. Soy consciente de que no es muy contemporáneo, pero me sube la moral cuando alguien reconoce que se emociona con mis fotos. No que las ha entendido (porque no sé si realmente hay algo que entender en ellas), sino que se le ha erizado el vello, que se le cayó la baba, que no pudo dejar de mirarlas, que las colgaría en su salón para poder contemplarlas todos los días del año. Lo sé; suena a canción de Celine Dion, un poco ñoño, superficial. Suena a la Edad de Piedra, a mirar un atardecer cogidos de la mano, a besarte en el cine cuando los protagonistas se besan, a decir “te quiero” bajo la luz de la luna. Sin embargo, yo me siento el hombre más afortunado del mundo cuando beso en un cine a la mujer que deseo.
A la fotografía moderna –estoy convencido– le faltan estrógenos y le sobra testosterona. Le falta un toque femenino que diluya tanta utilidad, tanta manía por explicar un mundo inexplicable y ese afán por intelectualizar una actividad que ya de por sí es más profunda que una fosa marina. El misterio de la fotografía no está en los conceptos utilizados, las herramientas usadas o los mensajes lanzados; está en las personas que hay detrás de todo ello. En su vida y en su alma. Además, la conceptualización no añade necesariamente más profundidad a esta actividad maravillosa.
Estoy aburrido –y soy consciente de mi prejuicio– de una fotografía cada vez más masculina, menos “hermosa”; más explícita, menos seductora, más pornográfica, menos cálida y mucho más racional. No pido un cambio de paradigma –sería demasiado egoísta por mi parte–, tan solo un pequeño espacio donde se dé el valor que se merecen a las impresiones sensibles y a nuestras experiencias perceptivas. Un lugar donde seamos conscientes de que sin sentimiento no hay experiencia y que las sensaciones son necesarias para poder desarrollar el pensamiento. Únicamente pido un poco más de equilibrio. Dicen que es bueno para la cabeza. Y para el cuerpo también.