Hoy es un día triste para todo amante del buen cine que se precie, y es que Jonathan Demme, director productor y guionista que nos ha regalado joyas de la talla de ‘Philadelphia’, nos ha dejado a los 73 años. Y qué mejor manera para honrar al neoyorquino que analizando una de las secuencias de la que probablemente sea su obra magna, ‘El silencio de los corderos’ (‘The Silence of the Lambs’, 1991).
Una pieza para comprender aún mejor por qué fue galardonado con, entre otros, los merecidísimos Oscar a la mejor dirección y la mejor película. El fragmento en el que nos sumergiremos a continuación —para servidor, aún más especial que el mítico primer interrogatorio— es la muestra fehaciente de que un director, mediante una gestión inteligente del espacio y la cámara, puede potenciar hasta límites insospechados la intensidad de una escena y el magnetismo entre sus protagonistas.
Una complicidad, en este caso entre el Dr. Lecter y la agente Clarice Starling, cuya fuerza, alejada de las magistrales —y oscarizadas— interpretaciones del dueto Jodie Foster-Anthony Hopkins, recae sobre los hombros de un Demme que extrae oro puro de un elemento, a priori, intrascendente: los barrotes de una celda.
Primer movimiento
La escena arranca con la Starling lanzando una mirada furtiva a un espacio aún desconocido para el espectador mientras habla con el encargado de vigilar la estancia. Nuestras expectativas aumentan en proporción al nerviosismo que transmite la agente.
Una panorámica en seguimiento del personaje nos muestra el escenario en todo su esplendor: una enorme sala en la que predominan los colores parduzcos y apagados en cuyo centro se alza una celda inmensa. En su interior, bajo un haz de luz, una figura ataviada en un blanco nuclear, totalmente disonante con el espacio, destaca sobre el resto: Es el Dr. Hannibal Lecter, cuya vestimenta no hace más que evidenciar que está fuera de su elemento; confinado en una jaula sin sus dibujos —o vistas—.
Clarice avanza hacia el doctor, y nuestra mirada se acerca progresivamente con ella, centrándonos en su rostro en un plano medio y en su punto de vista. Lecter le da la espalda a la protagonista con una maraña de barrotes de acero siempre presente, creando una barrera impenetrable entre ellos.
La conversación entre ambos da inicio, y el resentimiento del caníbal hacia la investigadora queda reflejado en su posición corporal. Los barrotes siguen actuando de separación, incluso después de que Starling haga saber a Lecter que ha ido a verle por voluntad propia y no siguiendo órdenes del FBI. Esta confesión, de agrado del psiquiatra, propicia un cambio en la posición del personaje y, con ella, una nueva puesta en escena con su consiguiente statu-quo.
Segundo movimiento
Lecter se ha girado, diluyendo un tanto la hostilidad y estableciendo contacto visual con Clarice. Los barrotes de la celda reencuadran su siniestra expresión facial mientras los planos van cerrándose progresivamente, incrementando la sensación de ansiedad de la agente, a quien se le está acabando el tiempo para completar su investigación.
Su desasosiego se demuestra en sus movimientos, desplazándose constantemente alrededor de la prisión improvisada, lo que hace aún más evidente con los seguimientos de cámara la barrera impuesta entre los personajes por los barrotes, difuminados en primer término. En contraposición, los planos de Lecter, sentado y paciente en su cautiverio, se ruedan estables y limpios, con las líneas metálicas enmarcando su rostro y sin entorpecer la visión en absoluto.
Tras varios segmentos en los que los planos cortos predominan para remarcar aspectos importantes de la conversación, una amenaza externa en forma de visitantes indeseados eleva los niveles de urgencia de la escena, lo que rompe el diálogo y acelera la necesidad de la pareja de alcanzar sus objetivos personales.
Tercer movimiento
Es en este momento cuando Demme comienza desata todo su potencial con los barrotes, que continúan ejerciendo su función separadora, pero no por mucho tiempo.
Un primer plano aún más cerrado que los precedentes nos muestra al Dr. Lecter construyendo la historia personal de Clarice que tanto ansía por conocer, aún encuadrado entre las líneas de metal.
En contraposición, en un primer plano equivalente, aunque ligeramente más abierto, Starling inicia su confesión a regañadientes.
Es a partir de este giro cuando empieza la magia. En el instante en que Hannibal comienza a penetrar definitivamente en la mente de la agente, la cámara inicia un suave travelling, casi imperceptible hacia el rostro del asesino en serie. A medida que Lecter se aproxima al fondo de la psique de Clarice, la cámara lo hace proporcionalmente, hasta que, una vez ha llegado hasta el final, los barrotes desaparecen.
El efecto en el contraplano es similar: Starling comienza a narrar su historia reticente a ello, pero una vez se suelta y empieza a confesar sus traumas e intimidades, la cámara avanza hacia su rostro hasta hacer desaparecer cualquier señal de la jaula.
De aquí en adelante, la prisión se revela no sólo como una barrera física sino también emocional. Durante el diálogo íntimo entre ambos personajes no existe nada más que ellos dos. Por primera vez en toda la película están juntos, vinculados al cien por cien, y esto queda plasmado de forma impecable por un elemento tan simple y a la vez eficaz como unos cilindros metálicos que desaparecen en el momento preciso.
Cuarto movimiento
Algo rompe la el encanto del momento. Lecter huele a Chilton aproximarse. La amenaza ya está cerca y el clima de complicidad se ha roto por completo. La jaula vuelve a evidenciarse en cámara, magnificada por el uso de planos abiertos.
La separación de la pareja protagonista es inminente, y la cámara vuelve a dinamizarse para enfatizarlo. Pese a ello, cuando parece que el encuentro ha finalizado, el doctor ofrece el ansiado informe de la investigación a Clarice y, cuando esta corre a recogerlo, la celda vuelve a desaparecer por última vez en un plano detalle demoledor en términos emocionales.
Por primera vez, la desaparición de barreras físicas entre la investigadora y el caníbal es total, permitiendo el único contacto piel con piel que tendrán durante toda la película: un simple roce de dedos que actúa como el clímax perfecto de una de las mejores secuencias que nos ha regalado el cine de género.
Tras este magnífico pico narrativo, un plano general vuelve a revelar la inmensidad de la prisión, devolviéndonos a la realidad y dando cierre a la que, para un servidor, es la secuencia más significativa, emocionante y compleja —dentro de su aparente sencillez— de una obra maestra como ‘El silencio de los corderos’.