Cuando era joven quería ser como mis ídolos. Primero deseé tocar la guitarra como Eric Clapton o, si no era posible, cantar como Robert Plant. Quise también poder desenvolverme en un escenario tal y como hacía Mick Jagger o escribir canciones como las que componía Neil Young. Nada de eso sucedió, pero el impulso imitativo continuó latente cuando tuve mi primera cámara réflex en las manos. Fue ver un par de libros de paisajistas norteamericanos y entendí perfectamente la señal: mi destino no estaba en la música sino en la fotografía. Quizá hubiera cambiado el motivo de deseo, pero no la fuerza de perseguir a aquellos a quienes admiraba. Ahí, creo yo, empezó todo.
“Tú no viniste a este mundo; tú saliste de él”
(Alan Watts)
Pronto tuve claro que mi vida perfecta consistía en viajar, fotografiar y vender. La idea de seguir los pasos de aquellos autores que recorrían el mundo captando paisajes de ensueño era demasiado fuerte como para cuestionar ese mito al que me agarraba con uñas y dientes. Y es que cada disciplina artística tiene sus propios arquetipos que, de una forma u otra, sirven no solo de inspiración colectiva, sino también y especialmente para darle un significado a la propia práctica creativa.
Sin embargo, el paso del tiempo me ha hecho intuir que hay algo que no es del todo cierto en esa visión idílica que mezcla la exploración, el libre albedrío y el arte. Primero entendí la subjetividad de la estética, luego la dependencia mental del verbo explorar y finalmente asumí las limitaciones de eso que llamamos libertad. El resultado, al menos en mi caso, no es una práctica fotográfica más fría o menos autónoma, sino mucho más consciente. Y es que no podemos explicar la fotografía solo a partir del mundo que nos rodea sin considerar, y mucho, a quién realiza la acción.
Tengamos en cuenta que a lo largo de su vida cada persona está inmersa en un proceso continuo de transformación. Si nosotros cambiamos, ¿no es lógico pensar que a nuestras creaciones les pasará lo mismo? Además, cada manera de darle sentido a la vida impone sus propias guías para la percepción. Así, cada manera de percibir tiene sus limitaciones, abriendo unos horizontes y cerrando otros. Al fin y al cabo, es normal que los fotógrafos hagamos lo mismo, pues observador y realidad están entrelazados de modo inevitable. Decía el escritor portugués Fernando Pessoa que lo que vemos no es lo que vemos, es lo que somos. Incluso compartiendo época histórica y espacio geográfico, cada cual posee su propia verdad personal, única e intransferible.
Digamos que la realidad que capta el fotógrafo es indisociable de sus paisajes interiores. Las propias experiencias conscientes van configurando el mundo que percibimos y éste, de manera paralela, establece el contenido de nuestra memoria, la cual convierte las percepciones en recuerdos que, a su vez, determinarán nuestros focos de atención. Podríamos decir, salvando las distancias, que el autor “crea” la realidad que capta, pues la dependencia de ambos (mundo físico y mundo sensible) es inevitable. Siguiendo este razonamiento, podría afirmarse que el fotógrafo no sale “ahí fuera” porque él mismo forma parte de lo que fotografía. Retratista y motivo retratado son diferentes facetas de una misma realidad ya que el mismo acto de percibir contribuye a la construcción del significado.
El filósofo Juan Arnau afirma que la espiral de conocimiento de nuestra mente, o de nuestra cultura, es la que establece los límites del cosmos en que vivimos. Dentro de ese cono, prosigue, queda el universo reconocible, ese “ahí fuera” en el que estamos inmersos. Por tanto, a medida que se desarrolla el conocimiento, el universo crece y se expande. ¿En qué se basa todo esto? En la certeza de que existe un vínculo poderoso, emotivo e ineludible entre el individuo y lo que observa. En el absoluto convencimiento de que lo que se percibe no puede ser independiente de la mirada humana. Si uno no escribe sobre lo que quiere, sino sobre lo que puede, el fotógrafo, de igual manera, no puede buscar lo que no conoce.
Aquí ocurre como en la teoría cuántica: no es posible ser indiferente, es decir, observar de lejos sin interferir en los acontecimientos. La realidad no es un ente inmóvil, neutral y distante; al contrario, tiende a ser subjetiva, está en constante transformación e interactúa continuamente con el espectador en un baile infinito donde son alterados una y otra vez los sentimientos y las percepciones. Y modificar la visión del mundo significa, al mismo tiempo, modificar el mundo en sí mismo. Es importante tener en cuenta que el proceso creativo sucede en la mayor parte de las ocasiones a nivel inconsciente.
Hemos oído decir en muchas ocasiones que el modelo de sociedad que erigimos determina la sociedad en que vivimos. Podríamos renegar de esta visión de la existencia, pero es innegable que la contribución del pensamiento determina el modo en que experimentamos la propia vida. Siempre se ha dicho que es la mirada la que hace a las cosas simples o complejas, hermosas o detestables. Será por eso por lo que la práctica totalidad de las teorías del universo que se dicen participativas están de acuerdo en que todo organismo obtiene del mundo tanto como deposita en él. Lo que hace precisamente la experiencia artística es abrir las puertas de nuestra percepción a un nuevo cosmos, permitiéndonos habitarlo y permanecer en el mismo. Se puede afirmar entonces que no es la obra la que evoluciona; es la mirada del autor la que cambia y, por ello, se modifican sus prioridades, su manera de percibir el mundo y de darle sentido.
Esto no pretende anular la ilusión de “salir al mundo” en busca de un pedazo de realidad que nos parezca trascendente. Simplemente intenta ampliar esa visión, un tanto incompleta, de la práctica fotográfica. Yo mismo continúo haciendo kilómetros con la esperanza de encontrar la foto de mi vida, solo que desde hace tiempo soy consciente de que, con mi peculiar modo de mirar lo que me rodea, más que buscar, salgo a encontrar. Ahora sé que la realidad no se me muestra como un libro abierto donde escoger libremente aquello que plasmaré en una imagen. No cabe duda de que algo de esto hay, pero resulta interesante entender que esa realidad que me espera donde quiera que vaya no es absoluta, es “mi realidad”. El proceso creativo, pues, no es sino la forma en que, a lo largo de nuestra existencia, convertimos en imágenes la manera que tenemos de entender la vida y de relacionarnos con el mundo.
Dice el filósofo polaco Henryk Skolimowski que el universo no es una ficción subjetiva, sino un hecho real. Lo que sucede es que no está “ahí fuera”, independiente de nuestra actividad mental. ¡Pero ojo! También nos advierte de la visión simplista de creer que el universo es creación nuestra, porque no es así. Nosotros somos su creación.
Todo esto no significa que, como fotógrafos, carezcamos de libertad para decidir qué captamos y dónde queremos hacerlo. Significa que nuestra libertad está mucho más acotada de lo que pensamos y que estamos determinados por todo un cúmulo de inclinaciones, prejuicios, certezas y sentimientos que condicionan lo que salimos a buscar y, de forma inevitable, lo que finalmente captamos. No significa tampoco que actuemos siempre como robots, persiguiendo lo que ya conocemos sin posibilidad de salirnos de los caminos ya predispuestos por los recuerdos y la biología. Significa que salimos “ahí fuera” llenos de afectos y expectativas a encontrar –y captar– algo que siempre estará relacionado con lo que somos, y esto incluye nuestros deseos, nuestros miedos y nuestras sensaciones.
No es tanto que busquemos cosas asombrosas; es más bien que el asombro precede a la búsqueda. Por eso el origen de la práctica fotográfica nunca puede estar en un objeto, ni en un lugar, ni siquiera en una imagen. El origen de la práctica fotográfica está en una emoción.
¿Sirve de algo cuestionar el mito del fotógrafo explorador? Bueno, sirve, me parece a mí, para entender mejor lo que hacemos cuando salimos con una cámara y por qué lo hacemos. ¿Nada más? En fin, a mí ya me parece bastante, y es que la libertad comienza cuando uno es consciente de sus ataduras.