Suele decirse que cada pueblo tiene un sentido del humor propio, que a veces resulta difícil de comprender para los demás. En el caso de la antigua Roma, ese sentido del humor reflejaba el carácter de lo que en sus orígenes fue un pueblo de campesinos y soldados, y se caracterizaba por lo procaz y punzante. Este humor cáustico, llamado a veces italum acetum o "vinagre itálico", constituye el reverso de la imagen de respetabilidad y seriedad, llamada también gravedad o gravitas, que los ciudadanos de la élite romana buscaban transmitir.
Los romanos daban un toque humorístico incluso a los propios nombres de persona, en particular al tercer componente del nombre, el llamado cognomen o apodo. Por ejemplo, el nombre completo del famoso poeta Ovidio era Publio Ovidio Nasón, "narigudo" o "narizotas". A Marco Tulio Cicerón solemos llamarlo precisamente por su apodo familiar Cicero, "garbanzo", bien porque sus antepasados lo cultivaban, bien porque el primero de ellos tuvo una verruga en la nariz. Otros apodos particularmente humorísticos que aún pueden hacernos reír eran Brutus, "tonto"; Burrus, "pelirrojo"; Capito, "cabezón", o Strabus, "bizco".
Mofa a los emperadores
Los emperadores tampoco se libraban de los apodos burlescos. Cuando Tiberio era todavía un soldado se burlaban de él en el campamento haciendo un juego de palabras con su nombre: Tiberio Claudio Nerón, que se transformaba en un jocoso Biberio Caldio Merón, con el que se aludía a su condición de bebedor, al gusto que tenían los romanos por el vino caliente (calidus) y a la no menor afición por el vino puro, sin mezclar (merum).
Los soldados eran especialmente dados a las pullas, incluso en momentos de gran solemnidad como los desfiles triunfales de los generales victoriosos en Roma. Por ejemplo, en el triunfo que celebró en el año 46 a.C., Julio César tuvo que aguantar las chanzas de sus soldados, que cantaban: "Ciudadanos, guardad a vuestras mujeres, traemos al adúltero calvo", aludiendo a la vida disoluta de su general. También circularon burlas sobre su acentuada calvicie y se hicieron alusiones maliciosas a sus relaciones con el rey de Bitinia: "César sometió a las Galias, Nicomedes a César", se decía, jugando con el doble sentido de someter, "poner debajo". Todo ello no era sólo una forma de divertirse, sino quizá también servía para evitar la excesiva soberbia del comandante victorioso.
En Roma, el chisme, la gracia y la burla estaban a la orden del día y en boca de todos. Cicerón decía que nadie estaba a salvo del rumor en una ciudad tan malediciente como Roma. Precisamente personas de la alta sociedad como el famoso orador, que se suponían imbuidos de gravitas, practicaban el humor tanto en sus discursos públicos como en su vida privada. En una ocasión en que Cicerón vio a su yerno Léntulo, que era de baja estatura, con una gran espada ceñida exclamó: "¿Quién ha atado a mi yerno a una espada?". A propósito de una matrona romana ya entrada en años que aseguraba tener sólo treinta, comentó: "Es verdad, hace ya veinte años que le oigo decir eso".
El emperador Augusto también gozaba de un gran sentido del humor. Cuando el cónsul Galba, que era jorobado, le dijo que le corrigiera si tenía algo que reprocharle, Augusto le respondió que podía amonestarle, pero no "corregirle", jugando con el doble sentido del verbo corrigere, que en latín significa "corregir", pero también "enderezar o poner derecho".
Las bromas o insultos no siempre sentaban bien al destinatario. Sabemos que un tal Cornelio Fido se echó a llorar en pleno Senado cuando otro le llamó "avestruz depilado". En ocasiones reírse en público podía resultar peligroso. En 192 d.C., el historiador Dión Casio estaba en el Coliseo con otros colegas senadores cuando el excéntrico emperador Cómodo, que actuaba en la arena, mató un avestruz, le cortó la cabeza y se dirigió hacia ellos explicando mediante gestos amenazadores que podían acabar igual que el ave. A los senadores la situación les provocó tal hilaridad que estuvieron a punto de echarse a reír; para evitarlo, Dión empezó a masticar hojas de laurel de su corona, gesto que sus compañeros se apresuraron a imitar.
Bufones y enanos, cómicos de palacio
La corte imperial contaba con bufones y enanos para diversión del emperador. Augusto y su círculo disfrutaban de las bromas de un bufón llamado Gaba. Tiberio, por su parte, tenía un enano entre sus bufones. Domiciano asistía a los espectáculos de gladiadores con un jovencito que tenía una cabeza pequeña y monstruosa. Vestido de escarlata, se sentaba a los pies del emperador, con quien hablaba tanto en broma como en serio. En época de Trajano las humoradas corrían a cargo de un tal Capitolino que, según el poeta hispano Marcial, superaba a Gaba en gracia.
Las mujeres también podían servir como bufones o ser objeto de burla. En una de sus cartas, Séneca cita a una tal Harpaste, una sirvienta boba que le había dejado en herencia su primera esposa. El filósofo, con gran humanidad, declara que siente aversión a reírse de este tipo de personas deformes y añade que cuando quiere divertirse se ríe de sí mismo.
El humor estaba presente en las conversaciones de la calle y de la taberna, que no podemos escuchar pero de las que quedan rastros en los grafitis de las paredes de Pompeya, llenos de bromas, insultos y caricaturas de personas reales. Por ejemplo, los huéspedes descontentos de una pensión escribieron: "Nos hemos meado en la cama. Lo confieso. Si preguntas por qué: no había orinal". En Roma, cuando un tal Ventidio Baso pasó de arriero a las más altas magistraturas, el pueblo se escandalizó y algunos escribieron por las calles de la ciudad los siguientes versos: "¡Venid todos corriendo, augures, arúspices! Ha surgido un portento inusitado: el que frotaba a los mulos, ha sido hecho cónsul".
Burlas en verso
Rastros del humor popular pueden verse quizás en algunos epigramas satíricos de Marcial, que se burlaban de los defectos físicos y el carácter de sus contemporáneos. En ellos primaba la brevedad y la agudeza de la parte final, donde residía la gracia. El humor cáustico es evidente en estos ejemplos: "Quinto ama a Tais". "¿A qué Tais?". "A Tais, la tuerta". "A Tais le falta un ojo solo, a él los dos".
Pero tenemos que esperar al siglo V d.C. para encontrar un verdadero libro de recopilación de chistes. Está escrito en griego y se titula Philogelos, "el amante de la risa". Contiene 265 historias graciosas de muy variado tipo. Algunas tienen como protagonistas a los abderitas (de Abdera, en el norte de Grecia), que en la Antigüedad estaban considerados los tontos por antonomasia, junto con los habitantes de Cumas, cerca de Nápoles. Otros los protagonizan eunucos, falsos adivinos y personajes misóginos. Entre estos últimos se encuentra uno que muestra que ciertas formas de humor son una constante de todas las épocas. Un hombre estaba enterrando a su esposa y cuando alguien le preguntó: "¿Quién descansa?", respondió: "Yo, que me he librado de ella".