El sueño americano tenía un límite y ese límite había llegado. Sin espacio donde crecer, con millones de inmigrantes llegando a los puertos y con una estructura productiva a punto de quebrarse tras décadas de abuso y sobreexplotación, el país norteamericano entraba en el siglo XX en mitad de una crisis profunda económica, social y, sobre todo, de identidad.
Era septiembre de 1910 y el problema había convocado a algunas de las personas más ricas de California en un hotel de Pasadena. «Me siento honrado por poder presentar a nuestro próximo orador — empezó el presentador —, el único hombre en Estados Unidos que [conoce] las sombras más oscuras del África más oscura… el comandante Frederick R. Burnham». Como nos explicó Jon Mooallem 2014 y otros historiadores han completado en estos años: Burnham tenía la solución.
La guerra del jacinto
En 1884, la delegación japonesa en la Exposición Internacional del Algodón llevaron los ‘jacintos de agua’ a Nueva Orleans. Los habitantes de la ciudad se volvieron locos con esas flores pálidas color lavanda y empezaron a usarla para adornar casas y parques de la ciudad.
En realidad, el Eichhornia crassipes no era japonés. Se trata de una planta originaria de las grandes extensiones de agua dulce de la cuenca del Amazonas, el Orinoco y el Río de la Plata. Allí había co-evolucionado con sus depredadores y se mantenían (se mantienen) en un equilibrio ecológico casi perfecto. Fuera de allí se convierte en una plaga: una de las cien especies exóticas invasoras más dañinas del mundo.
En pocos años, el ‘jacinto de agua’ se apoderó de los ríos, pantanos y canales. Era una manta gruesa y gruesa que bloqueaba la luz, absorbía el oxígeno y acaba por asfixiar a todo planta o pez que viviera en la zona. Convirtió la desembocadura del Mississippi en una extensa zona muerta por la que no se podía ni navegar. Las flores lavanda inutilizaron rutas fluviales que hasta hace unas décadas habían movido millones de toneladas.
De repente, pescadores y transportistas se quedaron sin trabajo y Luisiana estaba a punto de entrar en barrena. Ahí fue cuando el problema llegó a la mesa Robert Broussard. Nacido en New Iberia, al sur de Lafayette, llevaba 14 años como representante de Luisiana en el Congreso de los Estados Unidos y era uno de los políticos más populares (y queridos) del estado.
Broussard era un hombre de acción. Movió cielo y tierra para solucionarlo, pero nada funcionaba. El asunto se volvió tan grave que convenció al gobierno para que movilizara a la armada para limpiarlo. Lo hicieron. Sin embargo, como explicó el mismo Broussard, “el éxito ha sido solo parcial. Limpian la corriente hoy y en un mes está cubierta nuevamente con la misma planta”. La situación era desesperada.
Y un día, Estados Unidos se quedó sin carne.
Hasta ese momento no había habido motivo para preocuparse por el futuro: como parte de su «destino manifiesto», Estados Unidos había resuelto todos sus problemas creciendo e integrando nuevos territorios. Sobre todo, al oeste, pero con el tiempo necesitaron crecer hacia el norte, el sur o dar el salto a Asia. Sin embargo, la tierra virgen se acaba de terminar.
Y la población seguía creciendo. Por motivos «intrínsecos» y por motivos «extrínsecos», la inmigración europea llegó al millón doscientas mil personas solo en 1907. Y en 1910, representaban ya los 13 millones de personas en un país de poco más de 90. Justo ese año, WN Irwin habló ante el Comité de Agricultura del Congreso.
Irwin, un viejo investigador del Departamento de Agricultura de EEUU y, según el Washington Post, “el mayor experto de frutas del país”. Por lo demás, era un tipo raro. Su proyecto más conocido había sido una iniciativa nacional para que los norteamericanos dejaran de consumir huevos de gallina y empezaran a consumir huevos de pavo. Ese, como tantos otros, fue un completo y rotundo fracaso.
No obstante, y pese a todas sus extravagancias, Irwin sabía de lo que hablaba. Sus soluciones podían sonar delirantes, pero sus diagnósticos eran sorprendentemente precisos. Se había dado cuenta de que Estados Unidos se enfrentaba a la segunda década del siglo XX sin capacidad para crecer: su sistema productivo estaba al borde del colapso. Y no por casualidad: conforme la generación que gobernaba el país crecía, el búfalo y la paloma mensajera desaparecían. Eran síntomas, señales: el país se agotaba delante de sus ojos. Y era un secreto a voces
De hecho, en esa época, Estados Unidos atravesaba lo que los periódicos habían llamado “el problema de la carne”. La escasez era el problema del momento: tras décadas de crecimiento y sobreexplotación, las cabañas ganaderas de Norteamérica eran cada vez más pequeñas. La carne escaseaba, los precios subían y la población americana empezaba a preocuparse. ¿Qué les estaba pasando?
Irwin lo tenía claro. “Sr. Presidente y señores del comité, tras estudiar los recursos de nuestro país durante muchos años, me llevaron a la conclusión de que deberíamos tener más criaturas de las criamos aquí”, dijo ante el comité. El país necesitaba nuevas fuentes de desarrollo o, como él decía, necesitaban encontrar formas de hacer productivas zonas que hasta ese momento no lo eran. No podía crecer hacia fuera, tendrían que hacerlo hacia dentro.
Una solución llamada Burnham
Lo que se debatía aquella tarde en el Comité de Agricultura era, precisamente, una propuesta para sacar 250.000 dólares con los que importar hipopótamos y criarlos en las zonas pantanosas del golfo de México. La propuesta era del orador de Pasadena, Frederick Russell Burnham. Nacido en Minnesota en 1861, Burnham un hombre inquieto. Viajó por todo Estados Unidos, luchó en la Guerra de los Boérs de Sudáfrica y pasó muchos años en los desiertos del suroeste de México y Arizona.
Precisa y paradójicamente fue en Arizona donde aprendió la lección que le llevaría a los hipopótamos. En su intervención en el Comité de Agricultura, Burnham recordó aquella vez que persiguió un camello durante cinco días sin que los mejores caballos de Arizona fueran capaces de alcanzarlo.
Unos años antes, el ejército norteamericano había introducido a los camellos para luchar contra las tribus indias, pero los soldados los rechazaron porque, según Burnham, se reían de los camellistas. Por la cerrazón de la gente y no por otra cosa. ”Existe en África una gama maravillosamente variada de animales interesantes. La mayoría de ellos podrían introducirse fácilmente en nuestro propio sudoeste”, explicaba a quien quería oírle.
De hecho, no era la primera vez que había intentado algo parecido. Cuatro años antes había intentado importar decenas de animales distintos a Estados Unidos. Recién llegado de la Guerra de los Bóers, había conseguido reunir 50.000 dólares para realizar las primeras importaciones de antílopes y jirafas con los que reconvertir los páramos del país en tierras con una ganadería exótica pero muy productiva.
Consiguió el visto bueno del presidente y el servicio forestal del país, pero el proyecto se topó con la política. La iniciativa llegó un congreso en plena confrontación con el presidente Teddy Roosevelt y rápidamente se convirtió en un daño colateral. Nunca recibió la aprobación.
Hipopótamos en Luisiana
Ahora la cosa había cambiado. Esta vez, Burnham contaba con un político experto (Broussard y todo el Estado de Luisiana) y un técnico reconocido (Irwin se sumó con entusiasmo al proyecto dando charlas y escribiendo informes). El motivo era sencillo.
Varias expediciones habían señalado que, aunque los pantanos de Luisiana eran “terriblemente lúgubres e inhóspitos”, “el hipopótamo no encontraría dificultades para vivir” en aquellas tierras. Como estos animales se alimentan de grandes cantidades de vegetación acuática, podían resolver el problema del jacinto de agua en poco tiempo.
Y, al mismo tiempo, podrían ser una fuente increíble de carne. Carne sabrosa, de hecho. Un editorial del New York Times los llamó “bacon de lago” y, según se comentaba, su pechuga rica en grasa podía curar en lo que sería un manjar exquisito.
Los hipopótamos eran la solución perfecta para los dos problemas. El Washington Post señaló en otro editorial que “Las propuestas que al principio pueden parecer extrañas y quiméricas para la mayoría de nuestros lectores se verán como proposiciones prácticas cuando se vuelvan familiares. Si habíamos aprendido a tragar ostras crudas o a chupar cáscaras de cangrejo ¿por qué no podíamos acostumbrarnos a esa bestia regordeta con sonrisa de chimenea anticuada?”.
El hipopótamo solo pasa una vez en la vida
El 19 de septiembre de 1910, Burnham se plantó en el Hotel Maryland de Pasadena (California) para hablar ante la Humane Association. Sostuvo que aquello no era una crisis, aquello era una oportunidad para que “no volvamos a cometer los mismos errores”. “Esta nación ha alcanzado una etapa en su desarrollo en la que debemos hacer un inventario de nuestros activos y hacer un uso completo de ellos de una manera inteligente”, dijo casi al final de su discurso.
Burnham creía que la misma fuerza que había usado el país para dominar y agotar todos los recursos debería servir ahora para desabastecerla. Y no era tan extraño. Solo un par de décadas antes, George Cawston había introducido las avestruces en el país. Al principio lo habían tachado de loco, pero esos veinte años habían sido suficientes para que hiciera una fortuna basada en las plumas del gigantesco ave africano.
El éxito de la conferencia fue brutal. Los periódicos se volvieron locos. Sin embargo, no dio tiempo a aprobar la medida en ese periodo de sesiones. Los congresistas se comprometieron a introducirla de nuevo en el siguiente periodo, pero eso nunca ocurrió. En menos de un año, Irwin murió, la Revolución Mexicana sorprendió a Burnham en el país y Broussard encontró otros problemas a los que enfrentarse. El proyecto se olvidó, hasta que Jon Mooallem lo rescató en 2014 y los historiadores volvieron a analizarlo con detalle.
En unos años más, Luisiana encontró otra solución al ‘jacinto de agua’, los herbicidas y la ganadería se empezó a hacer intensiva. Cuando quisieron darse cuenta, la fiebre del hipopótamo había pasado. Se ve que los hipopótamos son cosas que solo pasan una vez en la vida.
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La noticia
El día en que Estados Unidos quiso criar hipopótamos en Luisiana porque “sabían a bacon”
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Jiménez
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