En numerosas ocasiones he mostrado esta obra a mis alumnos como ejemplo de las posibilidades que atesora la fotografía. Aunque se trata de una creación conocida dentro de los círculos fotográficos, todavía resulta ajena para aquellos que provienen de otros ámbitos. Lo cual desde luego que resulta sorprendente, pero comprensible cuando reflexionamos sólo unos segundos en relación a la baja cultura visual que existe.
Recibimos el impacto de miles de imágenes al día a través de internet y las redes sociales, pero sólo una pequeña minoría tiene una base formativa con relación a la historia y la evolución de algo tan cotidiano hoy como es la fotografía. Y creaciones como la de Edward Weston (Estados Unidos, 1886-1958) se revelan todavía con la misma fuerza que antaño para los que desconocen el poder de la imagen fija.
Y es que esta fotografía es una auténtica ‘revelación’. Pone ante nuestros ojos la capacidad de la cámara fotográfica para transformar lo feo en bello, lo vulgar en majestuoso, lo cotidiano en excepcional. Y es que, lo que tenemos delante de nuestros ojos, ese maravilloso encaje de sombras y luces, de formas y líneas evocadoras, es un pimiento.
Podríamos hablar mucho sobre el excepcional control técnico que atesoraba Edward Weston. De ese objetivo que mandó construir, capaz de cerrar el diafragma a f/240 para captar todo el detalle posible de tan pulido protagonista. O de esa obturación que se alargó por espacio de horas, con la misión de conseguir una exposición perfecta.
Pero aquel día de 1930 dio un paso más allá en su carrera fotográfica. Y no por los detalles técnicos de la obra. Colocó el pimiento en un embudo de estaño, llenando la placa de 8×10 pulgadas (20 x 25 cm) con aquella flamante hortaliza. Y al accionar el obturador, traspasó la barrera de lo real, y entró en el mundo de la abstracción. ¿Es un cuerpo humano? ¿Es un símbolo sexual? Podría serlo, o podría ser mil cosas distintas. Estamos dentro de un territorio sin límites, donde el artista puede explorar sin las ataduras que atenazaban con anterioridad a la fotografía como espejo del mundo de carne y hueso.
Por mucho que Edward Weston sea considerado un autor clásico, casi de la misma generación de Ansel Adams, y compañeros en el grupo fotográfico f/64, se trata de un verdadero revolucionario. Puso los cimientos de la fotografía contemporánea, dirigiendo su cámara hacia este tipo de objetos poco visuales, y expandiendo el léxico de lo que hasta ese momento se consideraba fotografiable.
A Edward Weston le podemos otorgar el arquetipo de fotógrafo atribulado y explorador de nuevos territorios visuales. Un puente entre la fotografía decimonónica del pictorialismo y la fotografía moderna y directa. Un experimentador que cabalgaba entre objetivismo y el subjetivismo, entre el realismo y los movimientos de vanguardia del periodo de entreguerras.
Podría haberse ganado bien la vida como retratista en la localidad californiana de Glendale, pero aquel era un objetivo demasiado nimio para tan ambicioso carácter. Después de un contacto transformador con el ‘gurú’ fotográfico de la época, Alfred Stieglitz, marchó a México junto a su amante Tina Modotti, y allí conoció al gran pintor Diego Rivera, aglutinador de un movimiento intelectual y artístico conocido en todo el mundo.
De regreso a su tierra natal californiana, y con la influencia de la poderosa vanguardia mexicana, su vida artística ya fue una continua búsqueda de líneas y formas abstractas de representar la realidad, fuera el paisaje, el cuerpo humano o los objetos. Sirviéndose de la imagen directa, técnica y nítida, propia de aquella generación alquimista y artesana, fue capaz de humanizar las cosas y cosificar el cuerpo humano.
Con una agitada vida sentimental, y muchísimos apuros económicos, resueltos por intermediación de amigos, mediante becas y encargos, la labor incansable de Weston sólo la pudo detener el Parkinson que le atenazó a finales de los años 40. En 1948 tomó su última imagen, 10 años antes de su muerte.
Podemos ver su obra Pepper No. 30, como ejemplo de su trayectoria y de lo que significa en la historia de la fotografía. No, no se trata de crear belleza fotografiando algo ya consensuado como bello. El mérito es reducido en este caso. Hemos visto miles de amaneceres, miles auroras boreales, miles de repeticiones y repeticiones de lo que en el mundo es sinónimo de belleza. Lo que ha permitido a la fotografía ir avanzando dentro del espacio artístico es la ruptura del continente y del contenido.
Aquellos autores que en un determinado momento de su vida decidieron arriesgar, cambiar la manera tradicional de componer o tratar los géneros fotográficos. Los fotógrafos que no tuvieron miedo a la hora de retratar sus obsesiones y todo lo que les atraía dentro de este infinito mundo de posibilidades. Ya lo decía Garry Winogrand, que cuando en el visor veía una composición que le recordaba a otra imagen anterior, cambiaba algo para no repetirse.
Y de esta misma manera, podemos ver a esos autores que decidieron no repetirse. Los desnudos distorsionados de André Kertész o Bill Brandt, el áspero diario íntimo de Nan Goldin y Larry Clark, o el personal y contrastado mundo de Daido Moriyama. En este mismo ámbito rupturista podemos considerar la obra de Edward Weston. Artistas tantas veces incomprendidos, pero mil veces necesarios para expandir nuestra mente y comprender el alcance de la fotografía.
No es un pimiento, es algo más. Es un icono. Es transformación, metamorfosis fotográfica en estado puro, es la magia de la imagen que nos atrapa. Una fotografía que todos deberían estudiar y conocer. Unos la amarán, y otros la odiarán. Pero encontrar la belleza estética que puede esconder un pimiento está sólo al alcance de la fotografía. Y especialmente de aquellos que poseen el talento y la inteligencia para saber utilizarla.