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sábado, noviembre 23, 2024
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Del mall al persa, del persa a Metal Gear Solid: historia de una PS One

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Nunca se celebró mejor el día del niño en esa casa. De un domingo sin regalos porque los muchachos, tres hermanos de una casa de San Joaquín, estaban ya crecidos, pasaron a un sueño sin parangón: tras haber tenido una Snes y vivido las proezas de Donkey Kong Country, todos las batallas de Super Mario y haber gritado esos goles en Superstar Soccer con un perro impartiendo justicia, llegaba un momento definitorio en el alma de cualquier gamer: saltar a la Play Station.

Bien atrás se habían quedado, si pensamos que la Play Station ya contaba con millones de consolas vendidas en su primera versión: la PSX gris, grande y con aquellos controles duros que alimentaban las batallas incesantes en Dragon Ball GT, Final Bout. Daba lo mismo, entonces, que la consola que le encomendaron comprar al hermano mayor de esa familia fuera ya la PS: One. La versión posterior a la inaugural Play Station, que contaba con estilosos diseños redondos y cables blancos que resaltaban dentro de plásticos celestes que olían a la gloria cuando hacías un unboxing sin saber que eso era un unboxing.

La misión de aquel domingo por la noche era titánica, aquel invierno frío, a la antigua. A las 18 horas había que encaminarse al mall que quedaba en el paradero 14 de Vicuña Mackenna, en Santiago. De ahí, en pleno día del niño, había que salir con un Play Station One, en esa bella caja azul con un círculo, una equis, un triángulo y un cuadrado dibujados en blanco.

“Está agotada la consola”, fue la respuesta no en una sino cuatro tiendas del retail, antes de que se hicieran llamar así. Desconsolado, el hermano mayor de esos tres -acompañado por su primo Sebastián, que lucía una mal cuidada edad cercana a los 30 años- se rindió cerca de las 19.30 horas. Sebastián, por otro lado, quiso agotar una última posibilidad. “Acá queda el Líder, hueón. Vamos a dar una vuelta para allá, por si las moscas”.

La promotora que vestía un género parecido a la lycra apretando sus piernas y haciendo que lucieran sus zapatillas blancas sobre el azul de su uniforme de trabajo, los mira fijamente y les dice, con una sonrisa, que ahí quedaban Play Station One. El rostro de esos dos jóvenes, se iluminó como nunca en toda esa tarde tras escuchar esas bellas palabras.

Con la transacción hecha por una cifra cercana a los cien mil pesos, huyeron hacia el paso siguiente: el desbloqueo. Esa suerte de hackeo antiguo en el que había que recorrer los montes de un persa sólo para dar con la persona indicada, en el momento preciso y mediante su sabiduría ancestral, conseguir que la consola recién comprada, pudiera leer discos piratas luego de recibir la implantación de un chip.

Esa operación era compleja para este par de intrépidos desafiantes de la ley. El mayor de esos tres hermanos, que perdón no haberlo señalado antes, se empinaba sobre los trece años, sabía que era una medida compleja: de hacerlo de inmediato, perderían toda garantía de la consola para siempre por parte de aquel supermercado del que la habían rescatado.

Caminando desde ese paradero catorce de Vicuña Mackenna, solo quedaba la fase final de lo que pasó de ser una compra amigable y suertuda a una situación regida completamente con la legalidad. Ya en el hoy fenecido Persa Departamental, comienza un pequeño calvario. Los “técnicos” del local escogido para implantar un chip en la consola -como si de un androide se tratara- diagnosticaron que aquel bello PS: One traía el lector de los cd completamente quebrado. Roto. Deshecho. El rostro de Sebastián se cayó sobre el mostrador y el mayor de esos tres hermanos dejó caer una lágrima: habían fracasado, perdido la garantía y transformado un día del niño especial en el peor de todos los tiempos.

Ya con la mente puesta en el futuro reto por parte de sus padres, la decepción de sus dos hermanos y sobre todo la culpa por lo no forzado del error, con la consola desnuda sobre aquel mostrador de la tienda adornada con pósters de Metal Gear Solid, Resident Evil, Dino Crisis, Wining Eleven y Crash Bandicoot, ese hermano afligido, roto y quebrado entero -como el lector de esa PS One fabricada en Taiwán- toma 200 pesos y se acerca al teléfono público ubicado justo frente a las cocinerías del persa, que a esa hora ofrecían completos y cafés por doquier a esos asistentes que a veces buscaban lo que nuestros héroes, pero también arrendar una consola por media hora con la esperanza de que algún día tendrían la propia.

“Aló, papá. Compramos el play, pero tuvimos un problema. Pasamos al tiro a desbloquearla y venía el lector quebrado, así que perdimos la garantía. Asumo mi responsabilidad, voy a buscarla ahora donde está el Seba, en un local del persa, me la llevo y conversamos allá”.

El jovenzuelo, poco audaz en echarse la culpa y luego de una reprimenda justa, pero no menos dura por parte de su padre, principal financista de esta operación de diversión adolescente, llegó hasta el local en el que yacía el cuerpo de ese Play Station junto a su primo y aquellos técnicos. “Me llamó tu papá. No me cree que venía así el play. Dijo que nunca te sapearía de saber que fuiste tú el que la botó o le hizo algo en el camino para acá”, le dijo el primo. “¿Y tiene razón?”, dijo ese hermano mayor, con cada vez menos moral en el rostro. “Sí. Yo nunca te acusaría”, respondió seco el primo.

Luego de ese ejercicio de ficción y lealtad entre estos héroes fallidos a estas alturas, vino un milagro inesperado, como los de verdad: los técnicos decidieron usar un par de engranes de un lector de alguna play vieja. Ensamblaron. Hicieron funcionar esa Play Station. La trajeron de vuelta al mundo de los vivos, los niños felices y los papás que no pierden su plata. Los muchachos se deshicieron en agradecimientos para aquellos héroes anónimos que, no conformes con volver a la vida ese Play Station, lo enviaron de vuelta a su hogar desbloqueado y lleno de juegos. Dudaron en el camino sobre si realmente venía roto ese lector, pero ya no valía la pena llorar: el PS One estaba vivo.

La siguiente escena, es seguro la más feliz en ese corto periodo de vida para nuestros héroes: abren la puerta, observan el rostro desencajado de ese padre recientemente ultrajado económicamente y gritan: “¡La arreglaron! ¡Los hueones del persa la arreglaron!”. Todos felices. Venía el momento final de este relato de nostalgia y sufrimiento popular.

Un joven pulsa ese botón redondo con vivos verdes. Suena la escena de inicio de Sony. Se revuelve algo dentro de ese estómago. Aparece el blanco de fondo, el logo de la empresa creadora de Play Station y esos tres segundos de oro en la vida de cualquier gamer feliz. Apareció por fin el logo de Play Station y seguido de aquello un sonido. “Chum, chum, chum, churu chum. Chum, chum, chum, churu chum”. Cantos y voces de español coñete se dejaron oír en el fin de esta historia y el comienzo de otra muy bella: había comenzado Metal Gear Solid y esos tres hermanos sólo sonreían. Valió la pena todo.

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