Ahora que la tele se consume de manera moderna, a la carta y través de la interné; y que ahí “echan” películas sin anuncios, difíciles de encontrar y de todo punto alejadas de las cuatro mismas de siempre que emiten en la “infratele”–esa que sólo ve la gente mayor; y mucha, más por desgaste que por otra cosa–. Ahora, decía, todo el mundo conoce la labor que realizan para saciar nuestra cinefilia, nuestra filmofagia –no repitan por ahí el palabro que me lo acabo de inventar– y nuestros afanes de arqueólogo explorador, de Scavenger del VHS, estas sacrosantas plataformas de Dios.
Y, a razón del batiburrillo resultante del mimo, cuidado y cantidad al que nos tiene acostumbrados, Filmin ha tenido a bien recopilar títulos selectos en forma de colecciones. La que ésta casa nuestra y de ustedes ha tenido a bien repasarse a conciencia, para donarla después a la recomendación –reglamentario análisis psicotrónico mediante–, ha sido la titulada “Pieles”. A servidor, no le ha parecido riguroso, eso sí, titular el artículo de la misma manera, por aquello de no causar confusión con la película de Eduardo Casanova, que ya desgranamos en su estreno y que, por supuesto, no podía faltar en la selección.
Pieles (Eduardo Casanova, 2017), guarnicionado con el cortometraje melodrama-gore La hora del baño (Eduardo Casanova, 2014), sirve de estandarte para que uno se haga a la idea de las barbaridades que puede llegar a ver visitando este apartado. Si bien es cierto que no todo va a ser hacer cálculos con la sensibilidad pilórica antes de darle al play, oiga; que casquerías, malformaciones o, simplemente terror aparte, los títulos albergan historias que viajan del drama desgarrado a la comedia cruel, y del retrato de costumbres a la épica pura. La selección es variada y bastante completista y es que la piel, amigos/as, la piel da para mucho. Y no me refiero a la elasticidad de los tíos esos que se atraviesan los carrillos con agujas de tejer, o llevan pesas de báscula de frutero colgando de los pezones. Aunque… también.
La “piel”, es ese sustantivo en castellano y en femenino que utilizamos para muchas cosas más allá de denominar a la dermis, a la “capa de tejido resistente y flexible que cubre y protege el cuerpo del ser humano y de los animales”. En absoluto. En prácticamente todos los idiomas, la palabra “piel” se usa también para símiles y metáforas con fines más hondos, reflexivos y de sensibilización y comprensión universal inmediatas, no sólo como sinónimo de la cáscara, monda o vaina de ciertos frutos, o para referirnos a los chaquetones y los sofás que huelen fuerte.
Poéticamente, nos ponemos en la piel de los demás para adivinar sus circunstancias. Currando, preparando un plato, copulando, dotando al niño de unos estudios, sacándonos unas oposiciones o en una confrontación deportiva, la piel nos la dejamos; y dándole al pico a la fresca, en cuatro sillas de mimbre, a los demás, la piel, se la quitamos, se la sacamos, lo despellejamos vivo. El completamente missing Carlos Floriano, antaño vicesecretario de Organización del PP –piel cetrina única en su género, de bronce aceitunado; exultante donde las haya–, reinventaba el término en un vídeo de campaña, utilizándolo como sinónimo de tacto en un abracadabrante alumbramiento semiológico, al comentarle –así, muy casual– a la Cospedal: “¿No crees, María Dolores, que nos ha faltado darle un poco de piel a cada cifra?”.
Vamos… Que en el mundo de las frases hechas, y las sentencias con segundas, la piel también nos la jugamos, nos la apostamos –los yankees, “el pellejo”, en nuestros doblajes–, la salvamos, la perdemos… Más allá de su faceta en los campos de la histoanatomía y la dermatología, la palabra “piel” es sinónimo de cercanía, de envoltorio, de textura, de sacro, de cuero, de etnia … de vida. El cine, ¡maldita sea!, no podía dejar este asunto sin exprimir. Sin desollar, más bien.
Amén de que, sin conflicto, no hay trama, y si la cosa va de pieles, den por hecho que el material del que poder tirar es del potente, del que a nadie suele dejar indiferente (lo mismo que la colección de Filmin misma). Y así, entre el amplio catálogo, el espectador puede adentrarse en cualquier tipo de cámara de los horrores en la que darse al espeluzne y la solipsis. Podrá disfrutar de estructuras anatómicsa sin pelar, de lo más variadas. Desde mirar bajo la piel de la Austria más desesperanzadora, contemplando todo tipo de tipazos en En el Sótano (Im Keller (In the Basement). Ulrich Seidl, 2014), de la que ya rendimos cuenta; hasta fliparlo con “clásicos de culto” como la imprescindible Cabeza Borradora (Eraser Head. David Lynch, 1977); pasando por espectáculos de corte más romántico, como la extravagantemente perturbadora Splice: Experimento mortal (Splice. Vincenzo Natali, 2010), con Adrien Brody y Sarah Polley. Filme dirigido por el autor de Cube y apadrinado por Guillermo del Toro, poético y perturbador, que, sin abandonar la cuestión de la piel, ni el “pasar miedo”, tira por derroteros fantacientíficos y divinos mezclados con las cotidianas pulsiones humanas.
Porque si de lo que se trata es de acojonar, la piel sigue en el podio del material de primera. Cualquiera de nuestros órganos serviría para apelar a nuestras hipocondrías más ancestrales, jugando en ese campo de la ficción donde los planteamientos de la historia están entre lo fácilmente hipotético y lo perfectamente posible.
Tan perfectamente posible, como absolutamente real, era la pesadilla de cuerpos teratomórficos de la pionera en todo este trasiego La Parada de los Monstruos (Freaks. Tod Browning, 1932), clásico básico de la historia del cine que, por supuesto, no falta entre los filmes de la colección escogidos por Filmin. Remedos aparte, Freaks es la obra de Tod Browning de la que más han mamado cineastas de todo el mundo, cuyas ideas y detalles han sido fusiladas sin piedad a lo largo de los años, sirviendo de inspiración o movimientos enteros de cultura popular. Se puede decir que, de esta cinta, partiría cuarenta años más tarde todo ese movimiento de cine de terror insano que reventaba taquillas al tiempo que era prohibido, vilipendiado, clasificado de “X”, e incluso exorcizado, por si acaso.
Nadie dormía tranquilo, rondando por ahí los horrores de los filmes como Vinieron de dentro de… (Shivers. David Cronenberg, 1975) o Hellraiser (Los que traen el infierno) (Hellraiser. Clive Barker, 1987), entonces barrabasadas pornográficas, hoy objetos de culto de primer orden que pueden degustarse en un solo click. Filmin ha reunido una buena recua de aquel cine, lleno de excrecencias dérmicas, corpúsculos tumefactos, supuraciones espesas gráficas hasta el corte de digestión, colgajos de tejidos que no existen, anexos cutáneos en forma de uñas, pelos, y glándulas, de lo más pintiparados… y gente que explota entera.
En cierto sentido bastante deudora de Freaks, la colección recoge la celebérrima master piece de los 80 ¿Dónde te escondes hermano? (Basket Case. Frank Henenlotter, 1982). Una libre puesta a punto del clásico británico El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde. Robert Louis Stevenson, 1886), que contó con un par de secuelas, y a la que han referenciado hasta en Los Simpson. Por supuesto, no podían faltar en este enclave su par de buenos títulos del adorable Clive Barker, maestro del buen rollo. Así, en “Pieles” encontrará Razas de Noche (Nightbreed. Clive Barker,1990) y su debut Hellraiser (Los que traen el infierno) (Hellraiser. Clive Barker, 1987), la del tío con puntas en la cabeza. Fíjense si se ha querido ser completo, que también pueden encontrar la primigenia, la genuina, la que narra el origins del personaje, la primera de todas de Toxie, El Vengador Tóxico. Saga que arrancaría con esta infraproducción de la Troma -para la que se acuñaría el término “serie Z”- El Vengador Tóxico (The Toxic Avenger. Lloyd Kaufman, Michael Herz, 1984) y terminaría en franquicia, con serie de t.v. para niños, muñecos y de todo (eran otros tiempos).
Y, desde luego, si Filmin ha hecho el esfuerzo de reunir tales puntales del slasher, el gore y la insania, no podía faltar el maestro de la denominada “nueva carne”, David Cronenberg. De hecho, esta colección viene como anillo al dedo para fans del cineasta o ávidos cinéfagos anhelantes de descubrir su filmografía, sobre todo su primera etapa, porque viene bastante completita.
De esta manera, v.d. podrá toparse con el debut en el guion y la realización del canadiense, la mucilaginosa Vinieron de dentro de… (Shivers. David Cronenberg, 1975), ganadora del Premio al Mejor Director en el Festival de Sitges de 1975. Pero también con su segunda película Rabia (Rabid. David Cronenberg, 1977), que le sirvió para consolidar su estatus vanguardista dentro del cine de terror de la época –que era, por cierto, muchísimo–, con una impactante fotografía, obra de René Verzier, y el mundillo de la cirugía estética que, como supondrán, es ambrosía pura para el tratamiento de conflictos, internos y de cara a la sociedad, de todo personaje. Existe un remake, de apariencia de presupuesto depauperante, Rabid (Jen Soska, Sylvia Soska. 2018), que verá la luz este año.
Cromosoma 3 (The Brood. David Cronenberg, 1979) le pareció a los críticos del momento “más de lo mismo”. Por supuesto, hoy es “cine de culto” de ese, y un título fundamental en la primera etapa, más underground y ye-yé, del autor. Y, sin duda, podrá encontrarla entre los títulos de “Pieles” sin problemas. Igual que otros títulos de su segunda etapa, en los 80, donde empezó dispararse el presupuesto en silicona, animatrónicos, stop-motion, chacinerías, plexiglases y cosas ardiendo, y Cronenberg pudo desparramar de lo lindo, marcándose sus saraos más exitosos y trascendiendo en vida, pudiendo otear por encima del hombro al resto de cineastas de películas de gritos, tetas al aire y muñecos. Despuntando incluso entre los más notorios (Carpenter y Craven, principalmente) de la charanga, con su mirada instransferible, su touch de auteur -qué políglota me pillan hoy-, y su riqueza en las premisas dramáticas abstractas y las tramas secundarias; psicología dadá, sociología antisistema, pura sexualidad, pura religión.
Y así encontramos en Scanners (1981), Videodrome (1983) e Inseparables (Dead Ringers. 1986), el mejor bastión representativo de toda una década irrepetible. Cada una en su tono y fórmula, tres peliculones como tres portaviones, tan imprescindibles como memorables.
Por ejemplo, Scanners (David Cronenberg, 1981), fue un exitazo como un piano, y aún es un título muy tenido en cuenta en ránquines y “listas de favoritos” sobre el director, copiada hasta la saciedad y exprimida como saga improvisada hasta la náusea. En Scanners sólo 237 personas en el mundo son… eso, “scanners”: ciudadanos con un DNI como el suyo, pero dotados de superpoderes telepáticos y psicoquinéticos increíbles, capaces de controlar las mentes del personé y de provocar terribles sufrimientos a distancia. No les cuento más, que está a dos clicks. Quede constancia de que, ya en los 90, Christian Duguay perpetraría dos secuelas: Scanners 2: El nuevo orden (Scanners II: The New Order. Christian Duguay, 1991) y Scanners 3 (Scanners III: The Takeover. Christian Duguay, 1991), evidentemente no incluídas en la colección; y que incluso la industria se sacaría de la manga una saga nueva, Scanner Cop, distribuida para las masas del extranjero –incluyendo nuestro país– como Scanners 4: Scanner Cop (Scanner Cop. Pierre David, 1994) y Scanners 5: Scanner Cop 2 (Scanner Cop 2 (Scanners: The Showdown). Steve Barnett, 1995), y que, gracias a Dios, tampoco se encuentra entre los filmes selectos.
Videodrome (David Cronenberg, 1983), es de esas otras que, bajo ningún concepto, se pueden perder. Andy Warhol se refirió a esta cinta como “la naranja mecánica de los 80”, que no sé muy bien a qué se quería referir pero siempre es una cita de alguien que queda muy bien para posturear. En ella tenemos a Max Renn (James Woods), un ejecutivo de la tele por cable que cierto día descubre un nuevo sistema de televisión, llamado precisamente Videodrome, con el que poder vivir experiencias nunca conocidas por el entretenimiento hasta entonces. Pero también tenemos la laureable piel –al completo– de la cantante de Blondie, la enorme Deborah Harry; un proto-hacker de lo más desaseado; trama empresial, trama tórrida sexual, alucinaciones, embriagos… una pistola que se va fusionando a una mano a lo largo de la peli, y mil disloques más. Por supuesto, como en todo el cine de este hombre, el cachondeíto termina en pesadilla. Y mejor no les cuento más para no “espoilerear”; y, con tal fin, en lugar del trailer oficial, les recomiendo que se empapen con el resumen que del filme hiciera Nacho Vigalondo con el hit de Goyo Ramos.
El asunto de los formatos y soportes han convertido a Videodrome en objeto demodé, haciéndola envejecer bastante mal. Pero es precisamente esta condición, la que hace de la cinta una obra singular, casi exótica, donde más que una historia de ciencia ficción sita en el mundo real, parece magia manifestándose en una suerte de maquiavélico futuro. Todo este desparrame de diseño, tendencia y birlibirloque no es sino un estético (estetiquísimo) espectáculo que sirve de descampado sobre el que asentar las baterías con las que bombardear al espectador, por momentos sobre la alienación del consumismo, a ratos sobre la seducción de la ficción, la belleza de la violencia y el poder del sexo, la ambigüedad de la identidad, el peso de los medios… dándole una vuelta loca al mito de Orfeo de toda la vida para dejar para la humanidad esta joya a la que sólo le falta un decadita de nada para ser considerado un “clásico moderno” en toda regla.
La etapa ochenter de Cronenberg se cierra en esta colección con la multipremiada y redonda Inseparables (Dead Ringers. David Cronenberg, 1986), que cuenta con una de los trabajos mejores de Jeremy Irons (reconocido con los premios al Mejor Actor ese 1988 por el Círculo de Críticos de Nueva York, Asociación de Críticos de Chicago, y el festival de cine fantástico Fantasporto), haciendo de hermano gemelo y donde el canadiense cambia sus habituales propuestas de género por un drama psicológico proverbial.
Aunque para pieles, Crash (David Cronenberg, 1996), ya en los 90; y me refiero a la buena, no aquella que ganara tanto Oscar. Coproducida entre Canadá y Reino Unido, basada en la novela homónima de J.G. Ballard, con fotografía de Peter Suschitzky y un reparto de actorazos del calibre de James Spader, Rosanna Arquette –sin duda, y con mucho, la mejor de todos los hermanos Arquette-, las desaprovechadísimas Deborah Kara Unger y Holly Hunter, y el Elias Koteas más lacónico posible. Todo para hacer un cocktail explosivo, que a nadie deja indiferente –unos la odiarán, a otros les encantará, ¡como debe ser!–, sobre sexo y perversión en un desesperanzador ensayo sobre la sociedad contemporánea.
En el momento de su estreno, la crítica se dividió casi de manera dicotiledónea, como se cumple con toda peli de esas que luego tilda de “inclasificable” para su promoción. Con semejante panorama… ¿qué pudo salir mal? Nada, Cronenberg se cascó otro objeto de culto y la película obtuvo seis premios en los Genie Awards, el Premio especial del jurado en el Festival de Cannes. ¡Jugar al póker y ganar!
Y de que, a día de hoy, el maestro Cronenberg sigue influenciando a los cinéfilos de buen paladar y alevines de cineasta, deja buena cuenta la propia colección de Filmin, con trabajos como Taxidermia (György Pálfi, 2006), homenaje directo al canadiense, catálogo de excesos y escatologías varías que no empecen otro catálogo igual de extenso de ambrosías y virtudes fílmicas. De todo punto recomendable, excepto para una madre, una abuela, o algo así –me refiero a la de uno mismo/a, a la de los demás sí que se puede aconsejar un visionado–.
Porque si hablamos de películas influyentes, las del maestro Franju se puede condensar todas en una sola: Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage. Georges Franju, 1959). Porque en este clásico de la historia del cine, desde luego, los corpúsculos de Meissner, Krause, Ruffini y demás científicos extranjeros juegan una baza fundamental, pero también el crimen, la frustración, y el agobio puro. No es de extrañar que, no sólo –y de manera evidente– en La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) podemos encontrar detalles y detallazos, sino en imprescindibles del horror y la fanfarria como la “hiperemakeada” La noche de Halloween (Halloween. John Carpenter, 1978), la pionera del gore Blood Feast (Herschell Gordon Lewis, 1963), o “Bruiser” (2000) de George A. Romero, o La quema (The Burning (Cropsy). Tony Maylam, 1981). E incluso en cosas más modernas como la delirante Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997), la descacharrante Cara a cara (Face off. John Woo, 1997) o la más que recuperable El rostro de la venganza (Bruiser) (Bruiser. George A. Romero, 2000). Los ojos sin rostro es el film definitivo sobre la perdida de la identidad.
Desde luego, no cabe en ninguna colección la cantidad de filmes frutos de los acólitos del cine de Franju en general y de esta Les yeux sans visage, que, ésta sí, está entre los 28 títulos de la sección, en una edición remasterizada preciosa. Con un score del ínclito Maurice Jarre en uno de sus primeros trabajos para el cine; y una simbolista y rotunda fotografía obra del maestro Eugen Schüfftan, que no se si le conocen pero suya es la foto de intosibles del cine como Metropolis (Frits Lang, 1927), Napoleón (Napoleon. Abel Gance, 1927), Los hombres del domingo (Menschen am Sonntag. Robert Siodmak, Curt Siodmak, Edgar G. Ulmer, Fred Zinnemann. 1930) o Sucedió mañana (It happened tomorrow. René Clair, 1944). La lírica macabra y enfermiza de la obra cumbre de Franju retocada y sin destrozos ni cambios bruscos -envidia me da, si es v.d. de los que no la han visto-.
No hay ni que salir de Francia para degustar un par de ejemplos de cineastas “pupilos” de “el rostro” de Franju de nuevo cuño. Filmin ofrece tres hits de terror gabacho contemporáneo de primera división: la perturbadora En mi piel (Dans ma peau. Marina de Van, 2002), sobre la obsesión por el físico y las ansias autodestructivas; uno de los filmes de terror actuales favoritos de este que escribe –el remake americano no me llama nada, la verdad–, Al Interior (À l’intérieur (Inside). Alexandre Bustillo, Julien Maury, 2007), un slasher d’esos, angustioso, claustrofóbico, palpitante, ultraviolento y cerval, donde la presa de la psicópata de turno (despampanante Béatrice Dalle, posiblemente, en su mejor trabajo) es una pobre viuda embarazada (Alysson Paradis); y Thanatomorphose (Éric Falardeau, 2012), que viene a significar algo así como “tanatomorfosis”, que es el nombre que recibe el proceso de descomposición de los fiambres, con lo cual no hace falta que entre en demasiada harina para que se hagan una idea de qué va el rollo.
Huelga decir que los españolitos no íbamos a ser menos que nuestros queridos vecinos. Vale, los franceses nos dotaron de cosas muy importantes, como el bidé, la petanca y las barras de pan, pero aquí también se sabe hacer cine inquietante tirando de piel. De esta manera, en “Pieles”, aparte del filme de mismo nombre dirigido por Casanova, también podrá encontrar interesantes títulos. Obras recientes, prácticamente desconocidas, como Ingrid (Eduard Cortés, 2010) o 14 Días con Víctor (14 Days with Victor. Román Parrado, 2010), pero también dos joyazas de nivel como son La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011), que todo el mundo conoce, y Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1987) que, si no conocen, ya están tardando.
Pedro Almodóvar, ese cineasta manchego de cualidades crecientes, siempre aprendiendo y envejeciendo como el vino, sirve para medir lo paletos que somos. Aquí sus filmes rara vez levantan su presupuesto con lo generado en taquilla, pero es poner un pie, precisamente en el país de nuestros vecinos de la barra de pan, y las ganancias se desorbitan (eso, con un pie en Francia, que luego le queda una explotación internacional completa). No es de extrañar que sea francesa la película -hablamos de nuevo de Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage. Georges Franju, 1959)- que decidió coger de las patas para ordeñar y obtener su película. De acuerdo que la historia ya estaba en la novela homónina de Thierry Jonquet (galo también), pero la película es, sin duda y mil elementos referenciales mediante- la de Franju.
A pesar de tan sólidos materiales en la adaptación –que se suman a todo un trufado de miradas, fusilamientos y homenajes–, La piel que habito supone un absoluto salto al vacío. Una pirueta a trampolín quebrado, sin flotador ni nada, a una piscina a medio llenar. A pesar de la papada del cineasta, el resultado de esa pirueta es exquisito en sus formas y preciso en su ejecución, que encuentra además su cenit artístico en sus salidas de tono y extravagancias. Un filme desconcertante y radical, demente, audaz, grotesco, incómodo… al mismo tiempo que se imbrica en la filmografía de Almodóvar sin atorarse ni rozar.
Parte de Les yeux sans visage para adaptar una novela –ojo, no es ningún remake–, pero Peter aprovecha la ocasión para rendir culto, en plena acepción de la palabra, de lo lindo. Tiene mucho de Franju, pero también mucho de los hermanos Siodmak, Todd Browning y Robert Wise, del Hitchcock más en technicolor y el Brian De Palma más manierista. Tiene algo hasta de Cronenberg –sobre todo, de la antes mencionada Inseparables (Dead Ringers. David Cronenberg, 1986–, valga el rizo. La piel que habito es un número de trapecio imposible realizado con confianza y arrestos, y al que se le quede cara de bobo viendo el filme porque no sabe si reírse o no, que no se haga llamar “amante del cine”.
Y lo de Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1987) da para artículo en solitario, la verdad. La maestría de Agustí Villaronga no se ha terminado de reconocer del todo hasta tiempos recientes, con su multipremiada Pan negro (Pa negre. Agustí Villaronga, 2010), pero dejaba por aquel entonces varias películas brillantes tras de sí. Varias películas, y Tras el cristal, historia del cine español desde el momento de su gestación. Cuenta la truculenta y macabra historia de Klaus (Günter Meisner), un ex-oficial de las SS que trabajó haciéndole perrerías a los chiquillos en horribles experimentos científicos, sufre un accidente, después de haber torturado y asesinado a un niño, que lo deja postrado en un expresionista pulmón de acero… Y me voy a callar ya. No solo de desvelar tramas, sino también con el artículo en sí, que está siendo de los largos-largos –pero es que aquí hay mucha maravilla–.
Queden por reseñar Excision (Richard Bates Jr., 2012) y 22 Suspended Souls (Damián Pissarra, 2015), representativas piezas de la última ola en todo esto que nos traemos entre manos.
Poros, piel, sexo y salvajadas de astracán made in USA, se sirve en la comedia juvenil Excision (Richard Bates Jr., 2012), pop donde las haya; mientras que en 22 Suspended Souls (Damián Pissarra, 2015), 22 personas suspendidas –entiéndase en el aire, que aquí solemos confundir estar “suspendido” con “estar suspenso”–, pero todas a la vez, en directo y a toma única sirven como excusa para plantear este documental que salta al campo de la pura ficción intermitentemente para volvernos locos de atar.
En fin… que si anda por ahí en casa enredando sin saber muy bien qué hacer, no empiece otra serie. Paladee buen cine, que de vez en cuando también sienta bien. En la colección “Pieles”, en Filmin, tiene usted 28 títulos donde elegir y encontrar todo tipo de emociones fuertes, y fortísimas.