Estamos en 2007 y voy a realizar el que puede ser uno de los viajes más importantes de mi vida. Fotográficamente hablando, claro. No será el más largo –apenas cuatro semanas– ni el más exótico –una docena de ciudades de Estados Unidos–, pero podría ser un punto de inflexión dentro de mi carrera como fotógrafo. La idea es mostrar mi obra en galerías de California y Nuevo México, de manera que viajo con una maleta llena de imágenes, una lista de citas pendientes y la esperanza de salir del ostracismo, de dar el salto al otro lado del charco, de sentirme importante, de poder contar que una galería extranjera se había interesado por mi trabajo, de vivir esa experiencia –a menudo peculiar– consistente en que una persona desconocida analice, critique y opine de tus imágenes. Con la ilusión de poder sentirme un fotógrafo de verdad. Con la esperanza de convertirme en un autor como aquellos a los que durante tantos años he idolatrado y perseguido.
No puedo ocultarlo, los fotógrafos que admiro representan lo que quiero ser y no soy: el viajero infatigable que visita lugares idílicos capturando espectaculares paisajes. Por eso el afán de encontrar una galería que represente mi obra y por eso este viaje a Estados Unidos, los kilómetros que recorreré y la maleta repleta de obras. Empujado por esa idea, a veces omnipotente, de que ser fotógrafo consiste en fotografiar, vender y publicar. Nada más. Una idea que te lleva a iniciar un periplo, a menudo interminable, entre galerías, editoriales y revistas. La misma idea que me ha empujado a gastar gran parte de mis ahorros, si no todos, en un viaje que es un sueño hecho realidad. Consciente también de que mi única oportunidad de sobrevivir fotográficamente es producir placer o admiración. Y mucho mejor, a ser posible, lo segundo.
Dicen que un turista sabe dónde va y cuándo vuelve, y que un viajero no sabe ni una cosa ni la otra. Yo debo de ser una mezcla de ambos porque sé cuándo regreso pero ni idea de qué voy a encontrarme. Pienso en un viaje idílico de galería en galería, entre experimentados profesionales de la fotografía a los cuales mostraré mi obra y quizá, fantaseo, caerán rendidos ante semejante despliegue de belleza, espectacularidad y buen hacer. Una ilusión que, antes de comenzar este viaje, se ha repetido en mi cabeza una y otra vez en todas sus variantes posibles. Esto hace el viaje mucho más interesante desde el punto de vista artístico y personal. Soñar sigue siendo gratis.
Igual que llega un día en el que te convences de que tus fotos son tan buenas, o tan malas, como las de los demás, llega un momento en el que entiendes que nadie va a venir a tu casa a preguntar por tus fantásticas imágenes. Entonces aparece el dilema entre salir a venderte o morirte de pena, y entiendes que las oportunidades solo surgen si despegas tu trasero del sillón y comienzas a aporrear puertas. Para recoger, dicen los más veteranos, antes hay que sembrar. Siempre es posible que lo planeado no resulte, pero es mejor eso a quedarte toda la vida con la resignación y la incertidumbre de no haberlo intentado siquiera. La literatura, afirma el escritor César Aira, está ahí para ser juzgada. A la fotografía le pasa lo mismo. Y al ser juzgadas, nuestras obras dejan de ser fotos a secas: son buenas o malas, interesantes o mediocres, admirables o ridículas, seductoras o prescindibles. Y una vez que son juzgadas pasan a tener tantos calificativos como espectadores dispuestos a dedicarles un poco de atención.
Y precisamente porque yo busco desesperadamente más adjetivos para mis fotografías –adjetivos que me corroboren que no estoy del todo equivocado–, he llenado dos maletas –una de ropa y otra de copias– y salido disparado al país donde algunos de mis héroes han realizado sus mejores imágenes. He solicitado un visado, rellenado un cuestionario, respondido que no soy ni drogadicto, ni comunista, ni mercenario y he subido por fin a un avión. Intenté explicarles que pretendía encontrar a personas como las que décadas atrás decidieron que las imágenes de bellos paisajes también podían ser obras de arte. No me han hecho ni caso. Me han dado un permiso para visitar el país pero ni siquiera me han deseado buena suerte. Otro chiflado más en busca del reconocimiento.
Una vez concertadas las citas, solo queda un pequeño detalle para convertir este recorrido en algo inolvidable: realizarlo a bordo de autobuses de línea regular. En un país que se ha distinguido por las altas tecnologías, la búsqueda de eficiencia y la satisfacción de las necesidades, recorrer parte de un país tan grande a bordo de la operadora interestatal de autobuses Greyhound significa retroceder en el tiempo, es decir, volver a los retrasos, a los vehículos añejos y a los trayectos pesados e interminables. Significa reencontrarse con ese segmento de la población que aún no puede sentirse orgullosa de vivir una vida plenamente “americana”.
La línea de autobuses más famosa de todo Estados Unidos –resulta un chiste malo que el emblema de la empresa sea un galgo– nos asegura un viaje a la parte menos romántica de esa América tan orgullosa de haberse conocido. Había montado en alguno de ellos años atrás, pero nunca se me había ocurrido pasarme un mes entero desplazándome a bordo de uno de los grandes iconos de la cara más oscura del sueño americano. En el país donde el coche y la vida parecían inseparables, subirse a un autobús de la Greyhound supone reencontrarse con la auténtica América profunda. Esa que nunca aparece en los anuncios de las agencias de viajes.
Cuando accedo al primero de la veintena larga de autobuses que necesitaré para cubrir todo mi recorrido entre distintas galerías, lo primero que me viene a la cabeza es la famosa escena donde, hacia el final de la película Cowboy de Medianoche (John Schlesinger, 1969), un agonizante Dustin Hoffman le pregunta a un jovencísimo Jon Voight por el objeto de semejante viaje a Florida mientras su vida se apaga lentamente en el propio asiento del vehículo. Ya que tras un par de trayectos en estas líneas regulares, he descubierto que los habitantes que viajan asiduamente en ellas son parte mayoritaria de la misma franja de población que llena las aulas de las escuelas públicas estadounidenses.
Así que uno no sabe si la experiencia es una señal de los dioses o la prueba de que siempre habrá clases y que repartir la riqueza quizá nunca estuvo en la dotación genética de la raza humana. Creo que ha sido esta experiencia la que me ha hecho intuir que quizá el viaje que comienzo a vivir no va a ser el mismo con el que tantas y tantas veces he soñado.