El Codex es un códice, la definición más básica de lo que actualmente conocemos como un libro. En sus inicios, el codex era un formato de libro compuestos de cuadernos pegados, que además eran cosidos y encuadernados; los códices estaban escritos a mano, era el libro antes de la imprenta.
Codex de Antoine D’Agata (Marsella 1961) suena épico pero no lo es; no es un libro heroico; tampoco es un elogio al viaje; no habla de la dignidad, ni tan siquiera pretende ser un diario; es más bien un retrato íntimo, una mirada personal y documentalista de las experiencias vitales vividas en el transcurso de varios años, treinta años para ser exactos, de viajes intermitentes por México; en una sociedad que, igual que la mirada de Antoine D’Agata, madura y se endurece.
La fotografía se convierte en chivo expiatorio de su perturbadora manera de explorar el mundo, pero también un posicionamiento político muy crítico con lo establecido; una herramienta que le permite un análisis más íntimo del otro y que además lo retrata y lo define. Tal como reconoce Antoine D’Agata:
“La fotografía es el único medio artístico que te obliga a confrontarte con el mundo. Yo intento ir al final de esa lógica e implicarme totalmente con aquello que fotografío”
El México que nos muestra Antoine es siniestro y angustiante, explorando siempre los límites. Codex presenta 6 capítulos que junto con los diferentes textos de Nicolas Arraitz, Bruno Le Dantec –con quien comparte además parte de los viajes–, Tania Bohórquez y del mismo Antoine D´Agata, conforma una íntima y extrema mirada de un país de tradiciones intensas, con la muerte siempre presente y una violencia que se acrecienta año tras años, convirtiéndose en algo tristemente endémico.
Se observa, desde el capítulo de Mala noche, que son las primeras fotografías que realiza Antoine y su primer contacto con México, hasta Los últimos hombres que es el capítulo sexto, como las imágenes se van oscureciendo; crece el desasosiego y cada capítulo son como diferentes ciclos vitales, donde Antoine sitúa la mirada en aspectos distintos de la miseria social: desde lo emocional, sexual pero también lo político. Las drogas como elemento inductor, que le permite la entrada en ciertos submundos pero también como la vía más sincera de adherirse a estos espacios de la periferia social:
“No tomo drogas porque no pueda fotografiar sin ellas, sino porque no concibo fotografiar el mundo de las drogas sin estar directamente implicado en él. Nunca abordaría este mundo desde fuera.”
Para Marc Augé, “Todo paisaje existe únicamente para la mirada de quien lo descubre. Presupone al menos la existencia de un testigo, de un observador”. En el capítulo uno –Mala Noche– Antoine retrata México con la mirada de un extranjero; todo en blanco y negro, con una incipiente gestualidad; se aprecia la curiosidad del explorador, es por lo tanto un retrato más distante, más general. Le acompaña en el viaje Bruno Le Dantec que con los fragmentos de su diario nos permite crearnos una imagen más global; las imágenes de Antoine se alimentan de narrativa y Le Dantec lo reafirma así en uno de sus
fragmentos:
“El gesto de fotografiar, como el de escribir, es una actividad maníaca. Se aprisiona el mundo dentro de una mecánica minuciosa llevada a todas partes encima del ombligo, o dentro de las páginas de un cuadernillo incubado en el bolsillo, ahí, en la ingle, no muy lejos del sexo, y luego uno lo saca en el autobús o sobre la mesa de un bar. Se aspira a capturar la vida. A esta le secuestramos los signos, le hurgamos en las entrañas. La acariciamos con minas blandas, con viejos bics mordisqueados, con tintas negras como nuestros humores más asesinos. Tiene algo de vital ese crimen”.
Ciertamente, “Mala noche” es como la sospecha de un crimen, una larga noche donde los animales vagan en solitario como sombras premonitorias de una muerte inminente. En el interior de los bares, hombres armados hasta los dientes beben sin perder el aliento y las mujeres venden la dignidad y su cuerpo al primer borracho, al que después abandonan, desplumado, en la primera esquina. Dos gallos en plena pelea, un cementerio en la noche y una mujer que se muestra desnuda en un garito donde aparentemente la música suena; pero Antoine no aparece retratado en ningún momento, sólo atestigua con su cámara y la mirada de extranjero desaparece.
Es en el segundo capítulo, El vientre del mundo, bajo una narrativa visual cargada de color, donde comienza su implicación más emocional; Antoine se autorretrata con el rostro tapado, semi desnudo metiéndose un pico que lo sumerge en el delirio del sexo. Una figura, entre el perro y el coyote, se repite como muchas otras imágenes; como el mural de fotogramas de un rostro sin aparente cambio que aparecen en el capitulo de Oscurana y forman esa constante un tanto obsesiva de Antoine D’Agata de reforzar ciertas metáforas del límite, el final del final, como un bucle.
La Frontera, es quizás el capítulo más documentalista de “Codex”: muestra una secuencia de retratos frontales y con los torsos desnudos; muchos con un cristo de corona de espina tatuado en el pecho. Retratos seriados que miran a cámara como quien está a punto de ser fusilado. El viaje a la frontera como una condena a muerte, prematura. vuelven los coyotes y Le Dantec escribe: (…) En este viaje iniciático, en este retorno hacia un pasado y una tierra robada, los chavos buscan a la vez romper con la tradición asfixiante –y asfixiada además por la miseria– y probar los frutos prometidos por la tele, escritos por quienes ya han franqueado la línea, por los que regresan, escriben o mandan una casete de vídeo. “ Si nadie te garantiza el mañana, el hoy se vuelve inmenso” dice Carlos Monsiváis para explicar el atrevimiento de los jóvenes sicarios de la mafia.
De la frontera como elemento que impone una separación física, a ese muro interno que construyen nuestros propios demonios: en “La zona” Antoine D’Agata retrata sus propios fantasmas, imágenes oscuras, con un rojo definitorio de violencia sexual; Antoine se asfixia con una bolsa de plástico, en un dormitorio con un espejo negro. Retratos de su cuerpo retorcido por el exceso, en la penumbra de una habitación de paredes rojas, la misma en la que folla con violencia y sometimiento. Gestos entre el placer y la angustia, no hay movimiento, sólo cuerpos rígidos, de sexo vacío, desagradable, Y después de todo, cadáveres putrefactos de muertes violentas, pero retratados con cierta dignidad estética; hay en esa penumbra pictoricista algo que recuerda a Caravaggio; los muertos aparecen apilados, exentos de identidad, con las cicatrices de las autopsias que sólo pueden certificar la violencia de esas muertes y aún así dignificados en unas imágenes que generan un tremendo vacío.
Decía Artaud: “Donde otros expone su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu”, para Antoine D’Agata no existe separación posible entre la fotografía y su experiencia vital; la fotografía se convierte en un documento de sí mismo: “Mi fotografía es mi propia vida, antes de empezar a fotografiar, viajé durante doce años por el mundo, y cuando tomé la primera fotografía, mi vida ya estaba hecha. También, tras mi etapa académica en estados unidos, estuve un tiempo, 4 o 5 años, sin tomar fotos pero seguí viviendo de la misma forma. La fotografía nunca fue un pretexto para vivir de una determinada manera, fue una herramienta para seguir, para vivir con más intensidad, a menudo con mucha más intensidad que sin fotografía. No es una imagen de mí, soy yo mismo.”
Las últimas imágenes de Codex que pertenece al capítulo Los últimos hombres son fotografías de cadáveres asesinados en la calle, algunos con una violencia extrema y forman parte de unos negativos de la policía mexicana encontrados en un bar. Acompaña a las imágenes un texto de Antoine D’Agata donde enumera una especie de atlas del desasosiego.
La encuadernación de Codex permite trabajar cada capítulo con independencia e identidad propia, no solo en la exquisita maquetación de las imágenes si no además por el tipo de papel que se ha usado, distinto para cada capítulo, todo un acierto por parte de RM que edita este ejemplar. Esto hace que podamos entender la polifonía del viaje, sus intermitencias e incluso los distintos periodos en el tiempo, además de la evolución tecnológica de la propia fotografía en estos 30 años.
Este libro de Antoine D’Agata no es un códice al uso pero contiene esa sensación de algo manuscrito, de lo que se ha trabajado de manera minuciosa y artesanal. Y el conjunto, con su sobria portada de piel oscura y el escudo dorado de dos gallos en pelea, nos ofrece un viaje por el desasosiego visceral de un México visto por Antoine D’Agata.