Lo primero que hace el guerrero shuar es coser los párpados y los labios para que no se separen ni se desgarren. A continuación, realiza un corte profundo en la parte inferior de la nuca y poco a poco, con sumo cuidado, va separando la carne del hueso.
Una vez que ha extraído el cráneo y los huesos de la cara, hierve la piel en una mezcla astringente de agua, hierbas, cortezas y lianas. Y es entonces cuando, repitiendo larguísimas letanías, la ahúma con tahuarí y, mientras va encogiéndose, le da forma sobre cantos redondos y calientes.
Así se hace una tzantza, una de esas famosas pequeñas cabezas jíbaras. Afortunada o desgraciadamente, la humanidad ha desarrollado otras formas más sutiles de reducir
cabezas. Tanto literal como metafóricamente.
Del segundo tipo, nos da cuenta la epigenética. Una rama de la ciencia sujeta a numerosas malinterpretaciones, pero que se dedica a explicar que lo que hay entre los genes y la cultura es a veces lo más interesante.
Mentes jíbaras
Hace cinco años, Martha Farah y su equipo encontraron que la memoria de trabajo de los niños criados en la pobreza tiene sistemáticamente menos capacidad que los niños de clase media. No tenían muy claro por qué y el problema es que responder a esa pregunta es algo bastante complejo.
Por suerte, el equipo de Farah tuvo acceso a 195 de jóvenes de 17 años que participaban en un estudio longitudinal que estaban llevando los doctores Evans y Schamberg en el estado de Nueva York. Se les ocurrió estudiar cómo se relacionaban la capacidad de la memoria de trabajo con la carga alostática; es decir, con las consecuencias fisiológicas de la sobreexposición al estrés.
Gracias al gran número de datos que habían ido recopilando Evans y Schamberg, Farah y su equipo pudieron analizar numerosos factores como el peso al nacer de cada participante, la edad de la madre cuando dio a luz, el nivel educativo, su estado civil y otras tantas cosas más.
Los resultados fueron que una mayor carga alostática (medida a través de la presión arterial, el IMC y los niveles de una serie de hormonas relacionadas con el estrés) estaba relacionada con la pobreza. Y ésta a su vez, con una menor capacidad de la memoria de trabajo.
Uno de los mecanismos que explican estos déficits cognitivos (esta ‘jibarización psicológica’ que podría empezar en el útero mismo) es el tema que nos ocupa hoy: la epigenética.
Toma genoma
Los seres humanos adultos estamos compuestos por alrededor de 70 billones de células. Cada una de esas células tiene en torno a 21.000 genes. Y cada uno de esos genes tiene la información necesaria para sintetizar moléculas con funciones concretas. Eso es lo que somos. Un lío descomunal.
Porque sí, como nos enseñaron en el colegio, todo está escrito ahí. Todo. Pero eso no es más que el principio: ¿cómo hacer que cada uno de esos genes se active en el momento adecuado y no en otro? ¿Cómo coordinar todos ellos para adaptarnos a las exigencias del ambiente? ¿Cómo hacer que un sistema tan amplio, tan complejo y tan diverso siga vivo? Esa es la pregunta que se hace la epigenética y, atención, spoiler, no es una pregunta nueva.
El orden y las cosas
En parte, las respuestas a esas preguntas están en los genes mismos. Hay algunos genes que se dedican a la síntesis de proteínas, pero hay otros que se dedican a ordenar todo el proceso de desarrollo y funcionamiento.
Si lo pensamos, es lógico. Los genes definen todos nuestros rasgos físicos y psicológicos y, por eso mismo, hay muchas características básicas (como la misma existencia de los huesos, la piel y los órganos) que están grabados a fuego en nuestro manual de instrucciones genéticas.
Sin embargo, no todo estaba en ese manual. Hacia mediados de siglo XX ya nos habíamos dado cuenta de que había cambios en el fenotipo que no requerían cambios en los genes. Todo parecía indicar que esos ‘genes reguladores’ no eran los únicos sheriffs de la ciudad. Había más mecanismos en marcha.
Es decir, que no todo lo que veíamos dependía solo del toma y daca genético, sino que había algunas instrucciones que provenían de otro lado. Fue en ese momento, hacia 1942, cuando Waddington acuñó el término ‘epigenética’ para referirse a todos esos cambios fenotípicos que estaban más allá y por encima de los genes.
¿Cómo funciona exactamente la epigenética?
Ahora sería razonable que hablara largo y tendido sobre los mecanismos moleculares de estos procesos de regulación. Pero, en realidad, no es necesario. Si entendemos que el epigenoma es uno de los mecanismos que regulan la expresión de los genes, habremos entendido el corazón de la alcachofa. Sin más conocimiento técnico, podremos separar fácilmente la paja del trigo mediático.
Sobre todo, porque buena parte de los mecanismos epigenéticos aún son entendidos aún de forma bastante pobre. Por ejemplo, los investigadores saben que la metilación (la adicción de un grupo metilo a una molécula de ADN) puede modular el funcionamiento ciertos genes y que esto, agregadamente, tiene un efecto de regulación. También parece demostrado que algunos de estos grupos (en determinadas circunstancias) pueden heredarse.
No obstante, por lo que sabemos hasta ahora hay muchas moléculas relacionadas con las rutas de regulación epigenética. Es un mundo apasionante y que no deja de evolucionar, pero que no modifica lo sustancial: el epigenoma no es más que una parte del complejo equilibrio que va desde el nucleótido más simple hasta la geopolítica internacional.
La revolución epigenética
¿Pero no estábamos ante una revolución descomunal? Ya que hablamos de un término con casi 80 años de historia, entenderéis que muchos expertos arqueen la ceja cuando se habla de revolución. Como dice Razib Khan, «la genómica no revolucionó la genética evolutiva ni la genética de poblaciones, así que no creo que la epigenética vaya a revolucionar esos campos«.
Y es que más allá de la fanfarria y el espectáculo, la epigenética simplemente añade una capa más al estudio de la vida. Es una disciplina que desvela toda una colección de señales y marcadores químicos que interactúan con el ADN y modifican su actividad. Pero de ahí a revolucionar la biología contemporánea hay mucho camino.
En términos generales, el hype que se ha creado en torno a la epigenética y al epigenoma se deben al desconocimiento y a la lectura ideológica de los descubrimientos científicos. Muchos, deseando un ‘determinismo’ genético cada vez más claro, se abrazaron a los estudios epigenéticos más llamativos reivindicando posiciones a medio camino entre el lamarkismo y el lysenkoísmo.
Es decir, posiciones pseudocientíficas y, quizá lo más importante, innecesarias. Sin ‘determinismo genético’ no seríamos nada y no hace falta renunciar a él para ser dueños de nuestro destino evolutivo. Casi al contrario.
Entonces, ¿la epigenética no sirve de nada?
Eso no quiere decir que la epigenética no sirva de nada. En absoluto. El potencial de la epigenética es brutal. Es lo que explica que no haya una sola diferencia genética entre las abejas reinas y las obreras y que la diferencia fundamental sea la alimentación y las modulaciones epigenéticas que activa.
En humanos nos ayudará a entender mejor el cáncer, la obesidad y la capacidad cognitiva, sí. Este era, precisamente el ejemplo con el que comenzábamos, el incipiente descubrimiento de cómo la cultura y el ambiente en el que nos desarrollamos pueden marcar la diferencia en quienes somos. De cómo el hambre, la contaminación o el estrés pueden modificar la expresión de nuestros genes.
Quizás eso sea lo más interesante que nos ha traído la popularización de la epigenética en el plano filosófico: la muerte de la larguísima batalla entre la genética y la cultura por la supremacía en la naturaleza humana. No es ninguna de las dos y, a la vez, son ambas.
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Cabezas enanas, abejas reinas y otros misterios de esa cosa llamada epigenética
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Xataka
por
Javier Jiménez
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