Pocos retratos fotográficos realizados a lo largo de la historia han conseguido representar con tan pavorosa fidelidad la crueldad de una persona y de todo un movimiento político. La imagen que captó Alfred Eisenstaedt del Ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, todavía sigue sobrecogiendo más de 80 años después. Corría el año 1933, y el Partido Nazi había conseguido alzarse con el poder en Alemania, y comenzaba a desplegar su diplomacia más allá de sus fronteras. Todavía faltaban varios años para el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el descubrimiento de todos los horrores protagonizados por el movimiento encabezado por Adolf Hitler, pero ya se vislumbraba inquietud ante esta rápida y contundente victoria nacionalista.
En Ginebra (Suiza) se iba a desarrollar una reunión de la Liga de las Naciones, y uno de los políticos enviados por Alemania fue Joseph Goebbles. De Goebbles hay que decir que fue uno de los grandes cerebros detrás de todo el aparato de propaganda nazi, tan importante en la extensión del partido hitleriano. Fue capaz de comprender el alcance de la comunicación y la imagen en el desarrollo del triunfo político, y utilizó el poder de la radio y esquemas publicitarios en la extensión y el éxito de básicos mensajes ideológicos. Acabó teniendo un final tan horrible como el proyecto político del que formó parte, ya que, acorralado y con la derrota militar alemana a punto de producirse, acabó suicidándose junto a su mujer y sus seis hijos.
A esta reunión en Suiza también se dirigió el fotógrafo Alfred Eisenstaedt dentro de los trabajos que estaba realizando por toda Europa. En esos momentos trabajaba para la agencia Associated Press en Berlín. De origen judío, en 1935 acabó dejando su país para viajar a Estados Unidos, donde se había trasladado anteriormente su familia. Allí consiguió formar parte del staff de fotógrafos de la revista Life, donde desarrolló una espectacular carrera como fotógrafo total, capaz de crear impactantes retratos y desarrollar también increíbles reportajes de corte documental. Desde aquel célebre beso en Times Square al final de la Segunda Guerra Mundial, hasta sus terribles imágenes de Hiroshima, o sus trabajos con celebridades como Marilyn Monroe y otras estrellas de la época. Sin duda, uno de los grandes fotoperiodistas del siglo XX.
En ese año de 1933 estaba viviendo sus primeros años de profesión, y en los jardines del Hotel Carlton de la ciudad helvética se encontró con parte de los enviados alemanes. Allí comenzó a tomar diferentes imágenes de la delegación y del propio Goebbles. Todo era bastante amigable y relajado, e incluso en una fotografía tomada ese mismo día se puede ver a Joseph Goebbles riendo abiertamente, pero todo cambió en cuestión de segundos. Según parece, alguno de sus asistentes le comentó la procedencia judía del fotógrafo, o pudo deducirlo por el apellido, y su rostro cambió como si de un Jekyll y Hyde nazi se tratara.
Sentado en una silla, posó su desafiante mirada en la cámara del reportero, con el rostro increíblemente severo y unos ojos poco amigables, que bien podríamos decir que serían capaces de todo. Soberbia, maldad, poder, furia… pocos gestos han significado tanto y se han desnudado tan expresivamente ante una cámara. Si algún fotógrafo ha sido capaz de captar el “yo interior” del que hablaba Henri Cartier-Bresson en su lado retratista, ese ha sido Alfred Eisenstaedt. La careta del retratado cayó, desconcertado ante el profundo odio que sentía hacia los judíos, y no pudo seguir actuando ante la cámara por más tiempo. De igual manera, las manos apretadas con tensión en el extremo de la silla delatan la furia que invadió en ese momento al dirigente alemán. Pero al fotógrafo no le tembló el pulso, y congeló ese momento que ya forma parte de la historia.
Podríamos hablar de la “maléfica” fortuna del fotógrafo, que de forma casual se encontró con ese gesto que no fue provocado directamente por él. Cabe recordar, por ejemplo, la forma en que otros grandes retratos fotográficos fueron captados, como cuando Richard Avedon provocó el gesto de tristeza de los Duques de Windsor al comentarles el amargo final de un perro, siendo ellos grandes amantes de los animales. O cuando Yousuf Karsh arrebató de las manos el puro que sostenía el Primer Ministro británico Winston Churchill, provocando una inmediata reacción de estupor y rabia en el retratado. Diferentes maneras de conseguir un retrato más profundo, más potente, en esa lucha en la que muchas veces se convierte el trabajo de un fotógrafo retratista con la persona que se encuentra delante de la cámara. En cambio, Eisenstaedt se lo encontró por algo que podríamos denominar origen de odio hacia los judíos. Y como buen fotoperiodista, eso sí, supo estar donde había que estar, apretando el botón en el momento oportuno, y dejando para el futuro una instantánea del mal en estado puro.
Al contemplarlo, me viene a la memoria el retrato que pintó Velázquez del Papa Inocencio X. Igualmente, sentado en una silla, y con la misma carga expresiva. No tanto del mal, pero sí del poder y la soberbia. Tres siglos después, Eisenstaedt conseguía algo tan difícil, utilizando, no los pinceles, sino una cámara fotográfica. Alcanzó el más alto grado de retrato psicológico que se haya logrado en la fotografía. Y, en este caso, con una composición propia de la “fotografía cándida”, donde lo importante es el instante decisivo y no tanto el orden y el equilibrio de la imagen. No es ni mucho menos una fotografía perfecta. Es irregular, confusa, poco balanceada, y con una luz nada brillante, pero nada de eso importa. Los ojos del espectador caminan directos a detenerse en los ojos de Goebbles, y el estremecimiento sigue surgiendo al conocer el rastro de dolor y sufrimiento que dejó lo que él representaba, en las páginas de la historia.