Hace unos minutos volvía de una de las muchas actuaciones fin de curso de mis niños en su colegio. Dejando a un lado el debate sobre cómo se lo montan los padres para ir tanto a ver a sus hijos —los míos, que recuerde, jamás fueron a mi cole— lo que sí que resulta chocante es cómo una vez más el salón de actos parecía estar albergando el último concierto de los Rolling.
Allí estábamos unas cuantas decenas de padres y madres henchidos de orgullo, esgrimiendo nuestros móviles último modelo —bueno, de todo hay en la viña del señor— para sacar vídeos y fotos a go-go. Hay que guardar el momento, nos decimos, para poder revisitarlo más adelante. El problema es, como ya sabemos, que muchos difícilmente revisitamos esos miles de fotografías y vídeos que nos están convirtiendo en algo así como los Diógenes de esta era digital.
Adiós a la moderación
Compramos discos duros más grandes, contratamos servicios de almacenamiento en la nube para poder tener una copia de seguridad de todas esas fotos y vídeos, y aspiramos a móviles en los que no solo brille la cámara, sino que también dispongan de cantidades ingentes de almacenamiento (microSD mediante).
Atrás quedaron esos tiempos en los que la escasez parecía hacer todos esos momentos capturados más preciosos. Es importante resaltar lo de «parecía», porque estos momentos capturados son igual de preciosos que los que quedaban atrapados en papel Kodak.
El tiempo, diría, acaba dándoles a todos esos momentos esa dimensión mágica, sin importar demasiado si están capturados con la cámara dual de un iPhone 7 Plus o un OnePlus 5 o si lo están con una cámara analógica.
Cada una, eso sí, tiene su encanto: la inmediatez de nuestros móviles compite con ese momento fantástico de abrir el sobre con las fotos reveladas para comprobar que solo 10 o 12 de las 36 habían salido bien.
El negocio de la memoria
Los culpables de esa situación somos desde luego nosotros, que exigimos a la industria que nos siga proporcionando todas las herramientas que nos permiten registrar (casi) todo lo que ha pasado en nuestra vida para poder acceder a ello cuando queramos. Aunque nunca vayamos a hacerlo, claro.
Esa voracidad ha hecho que estemos inmersos en esta era en la que las redes sociales se convierten en peligrosas acompañantes de nuestra memoria (yo recomendaría mucho sentido común a la hora de usar esos servicios), pero en la que también nos encontramos con esos servicios de almacenamiento en la nube casi ilimitados que guardan todo aquello que no cabe en nuestros dispositivos electrónicos.
No solo eso: las empresas incluso tratan de facilitarnos otra de las tareas más pesadas: organizar esa historia de nuestra vida y darle forma y sentido para que podamos revisitarla de forma práctica y divertida. Características como el reconocimiento facial o de formas y objetos de las aplicaciones de gestión de Google o Apple nos maravillan (cuando no nos inquietan), y lo hacen con el objetivo lógico de que no nos preocupemos por nada: si uno se gasta un dinerito al mes, tendrá sus recuerdos (más o menos) a salvo. Todos ellos.
Los esclavos del ‘yo estuve allí’
La tecnología nos ha vuelto glotones, impacientes, poco cuidadosos. Nos ha convertido en esclavos del yo estuve allí. Acudimos al clic fácil sin pensar, y a menudo ni siquiera hay una reflexión sobre lo que estamos viendo, grabando y fotografiando, cuando la mejor fotografía y el mejor vídeo a menudo lo saca la retina. Sin intermediarios, sin sensores de 12 Mpíxeles, sin las malditas nubes que se han convertido en nuestra memoria.
Aquí quizás sería bueno replantearse ese clic fácil. Yo intento moderarme: no me he escapado de sacar alguna foto o de grabar algún vídeo durante esas actuaciones de esta mañana, pero he logrado no caer en la tentación de sacar 300 fotos y grabar dos horas de vídeos que probablemente no revisite jamás.
Precisamente ese sea el problema: sacamos, grabamos y guardamos tantas fotos y vídeos que revisitarlos se nos antoja inviable. A mí a menudo me supera la pereza y el saber que esos miles de fotos y vídeos sin clasificar plantean un viaje al pasado del que acabaré, sinceramente, hasta las narices.
Consecuencia lógica, diría yo, del síndrome del Diógenes digital. Me gustaría saber si compartís estas sensaciones… y si encontráis alguna solución adicional para un problema que solo se puede atajar —creo— dejando el móvil bien guardadito en el bolsillo para disfrutar del momento sin más interfaz que nuestors ojos.
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La noticia
Diógenes digitales: ¿para qué sacamos tantas fotos y vídeos cuando difícilmente los revisitamos?
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Xataka
por
Javier Pastor
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