El recientemente fallecido Roger Moore asentó su fama mundial con el agente secreto más famoso de la historia de la literatura y el celuloide, tras ser conocido en medio mundo por haber interpretado la serie ‘El santo’ (‘The Saint’, 1962-1969). De hecho el actor británico ha unido tanto a ambos personajes con su forma de darles vida, que son fácilmente intercambiables, algo que ocurre desgraciadamente también cuando Moore intentó hacer otro tipo de films.
Eso es lo que le pasa a ‘Los ejecutores’ (‘Gli esecutori’, Maurizio Lucidi, 1976), film en el que Moore sustituyó al inicialmente previsto Tony Curtis —vaya cambio— y se puso al servicio del (sub)género del poliziesco que tantos buenos, y malos, resultados dio en la década de los setenta dentro de la cinematografía italiana, sobre todo en co-producciones con España. Al respecto de ésta, cuenta Moore en sus memorias algo muy llamativo y, en cierta medida, gracioso.
Decía el actor que ni él ni Stacy Keach, el co-protagonista, comprendían en absoluto la película que estaban haciendo, y que, al verla finalizada y montada, seguían sin entenderla. Comentario realmente curioso, y lejos de polemizar sobre lo que el actor quería decir, uno puede entenderlo en su justa medida, ya que nos hallamos ante un delirio de película en muchos aspectos, tanto argumentales como formales, y cómo no, interpretativos.
Premisa poco interesante
El film nace a la sombra de exitazos como ‘French Connection: Contra el imperio de la droga’ (‘The Frecn Connection’, William Friedkin, 1971), su secuela, y films como ‘Los impalcables: Patrulla especial’ (‘The Seven-Ups’, Philip D´Antoni, 1973), esto es con espectaculares persecuciones automovilísticas. Hay en ‘Los ejecutores’ dos secuencias con coches que dejan con la boca abierta aún a día de hoy, ambas quizá demasiado alargadas para que luzcan en pantalla los destrozos y las espectaculares maniobras de los conductores, de las de verdad, sin trampa ni cartón.
La trama poco importa —quizá se refería a eso Moore con su comentario—, hablamos de un enfrentamiento entre bandas por temas de drogas y traiciones varias, que sigue derroteros más o menos previsibles. Lo delirante del asunto es la introducción de no pocos elementos del giallo y el spaghetti-western, todo ello por la incursión de un asesino cuya identidad se oculta hasta la parte final, y un trauma del pasado en el personaje de Roger Moore, sin duda el mejor tratado de toda la función.
La típica cámara subjetiva, mezclando algo de zoom, recursos muy setenteros, ocultan la identidad de un asesino al que sólo identificamos por unos guantes de cuero, curiosamente los que también lleva Roger Moore en otros momentos, en un absurdo intento de despistar al espectador. En cuanto al citado trauma, el film expone sus mejores elementos, los flashbacks explicativos y escalonados en información, marcan el nexo de unión con ambos (sub)géneros, e incluso con cierta obra maestra de Francis Ford Coppola de 1972.
La ciudad desnuda e inmenso Luis Bacalov
Con todo, Moore es incapaz de dotar de personalidad a un personaje que fácilmente podría ser 007, e incluso Simon Templar —de hecho la película parece una de James Bond con un punto mucho más realista—, no se despeina ni una sola vez a pesar de las secuencia de acción, jamás pierde la elegancia —su mejor arma como intérprete, de hecho la única—, pero su personaje resulta fascinante por cómo lo viste la sensacional y emotiva banda sonora de Luis Bacalov.
Con el leit motiv ‘Lillà’ Bacalov construye todo un pasado dotando de una embriagadora nostalgia, mezclando dos tramas de forma un poco confusa, la de los amigos de la infancia convertidos con el paso de los años, uno en mafioso, el otro en sacerdote; también el trauma de Ulisse (Moore) al respecto del asesino de su padre y que concluye de la única forma posible. En cambio se desaprovecha, quizá para que no haga sombra a Moore a un actor tan válido e infravalorado como Stacy Keach.
Precisamente Keach proporciona el momento más delirante del film, un gag introducido inesperadamente en mitad de una conversación supuestamente seria entre Ulisse y otra persona, por teléfono. El plano encierra a Moore, de repente se escucha un fuerte eructo, y mientras el espectador piensa si ha escuchado realmente lo que cree, el director abre el plano, y vemos a Keach al lado de Moore comiendo y haciendo un gesto de indiferencia. Desternillante, inesperado y casi surrealista. Todo un contraste con las magníficas secuencias de investigación por parte de Keach en las que el ambiente nocturno de San Francisco queda perfectamente retratado.
Por lo demás se trata de una película muy mal terminada, como si se esperase hacer una secuela, algo que jamás pudieron soñar debido a su estrepitoso fracaso.