La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto bélico moderno de la historia. Y como tal, deparó millones de muertos, pero también una revolución integral y transversal de las armas de guerra. No sólo en materia de tácticas, sino en aspectos antes ajenos al arte bélico como la aviación, los submarinos o los carros blindados. Aquello que se libró en los campos belgas y picardos durante cuatro años era reconocible como una guerra sólo por el barro y la sangre, pero todo lo demás había cambiado. Y lo había hecho para siempre.
En 1914, el último conflicto armado a gran escala que recordaban las grandes potencias europeas se remontaba casi cinco décadas en el tiempo. Entre tanto, los imperios, tan en boga por aquel entonces, se habían prodigado en la conquista de otros continentes, a menudo frente a tribus o naciones menos doctas en el arte de la tecnología de guerra. Europa había olvidado la práctica de la guerra, pero su espectro jamás se evaporó.
En el mismo periodo de tiempo, sin embargo, entre los casi cincuenta años que separaban 1870 de 1914, un puñado de grandes naciones europeas habían experimentado profundas revoluciones sociales, económicas y políticas. Francia había dejado de ser una monarquía. Alemania se había constituido como nación. Reino Unido y Estados Unidos habían impulsado una nueva revolución industrial. Y el equilibrio económico del continente se había comenzado a desplazar del campo a las cuencas mineras y fabriles.
Significaba todo esto, por tanto, que para cuando la Primera Guerra Mundial quiso hacer acto de presencia en la vida diaria de todos los europeos, la guerra, las armas mediante la que se libraba, había cambiado lo suficiente como para causar espanto, horror y sorpresa entre todos aquellos que, por primera vez en su vida, batallaban en el frente mucho antes que escuchaban relatos casi épicos y nacionalistas de las guerras del pasado.
Una guerra del siglo XX pensada en el siglo XIX
El siglo XIX había pasado de largo y dejado tras de sí incontables transformaciones en las estructuras políticas y económicas de las naciones europeas. Más profundas serían aún tras la Primera Guerra Mundial. Pero si algo no había hecho la centuria revolucionaria por excelencia era dejar un reguero de cicatrices de guerra en Europa.
Apenas un puñado de enfrentamientos a gran escala entre otras naciones se pudieron contar. Las más importantes, la Guerra de Crimea, en una remota península rusa disputada entre los zares y el vetusto y decadente Imperio Otomano, y la Guerra franco-prusiana de 1870, una serie de enfrentamientos entre el terminal imperio de Napoleón III y la proto-Alemania impulsada desde Brandenburgo por Bismarck y los Hohenzollern. Pero poco más. No hubo ocasión de exhibir muchos avances en materia técnica.
Lo que no significa que no existieran. Las maravillas de la industrialización a gran escala habían permitido, de forma paralela, desarrollar toda una serie de avances técnicos jamás antes vistos. A finales del siglo XIX, por ejemplo, Estados Unidos había comenzado a probar el revolucionario sonar en su marina, y Reino Unido, Francia e incluso España habían coqueteado con las posibilidades de la aviación militar (en el caso español, por ejemplo, con globos de observación durante la guerra hispano-americana de 1898).
En materia armamentística, además, las mejoras habían sido sustanciales, como bien narra Jeremy Black en su muy completo La guerra desde 1900. Los cañones se habían convertido en auténticas armas destructoras, y lejos quedaban ya las ajadas bolas de cañón que aún se podían ver en el frente en la Guerra de Crimea (las mismas que acabaron con la suicida carga de la brigada ligera). Precisamente la artillería iba a pasar a un primer plano frente a la vetusta, inútil e improductiva caballería. La Primera Guerra Mundial supondría su fin como elemento clave.
Lo que no significa que los altos mandos militares lo supieran por aquel entonces, claro. Surgidos de las antiguas castas nobiliarias y militares, a menudo en un estadio casi intocable dentro de su propio estado, como los prusianos, las audaces mentes estrategas de 1914 continuaban interpretando la guerra al modo del siglo XIX. Esto es, a la ofensiva, fuertemente influenciados por los escritos de Carl von Clausewitz, cuyo De la guerra (1832), en la resaca de las guerras napoleónicas, hacía una apología sin ambages del «culto a la ofensiva».
Las ideas de Clausewitz y las enseñanzas agresivas de Napoleón en batallas como Austerlitz provocaron que toda una generación de militares europeos se educaran creyendo en el rezo ofensivo, máximas que habían cobrado más fuerza que nunca en la primera década del nuevo siglo gracias a la explosiva aparición de las nuevas armas de fuego. Al ser más destructivas, se razonaba con entusiasmo en los despachos de París y Berlín, beneficiaban a las estrategias de ataques, más capaces de romper al rival.
El tiempo demostró que no sería así, pero para colmo de males, las escasas guerras que influenciaron el imaginario bélico europeo de 1914, una psique colectiva que sentía la guerra como propia porque, como bien anotó Marc Ferro en su libro-tótem sobre el asunto, llevaba mamándola cinco décadas, habían sido cortas, rápidas y habían beneficiado al contendiende agresivo. Fue así en 1870 y en la ruso-japonesa de 1904.
Esta última, de hecho, había mostrado al mundo cómo Japón se había impuesto al gigantesco Imperio Ruso, de recursos bélicos incomparables, a través de tácticas muy agresivas y aventuradas. No siempre había sido así: ni las guerras de los Balcanes ni la que libró Reino Unido frente a los estados libres boer en Sudáfrica invitaban al optimismo ofensivo, pero aquellos conflictos se libraban en regiones aisladas y remotas de Europa o ante colonias demasiado lejanas mental y físicamente del corazón del continente de las luces.
Así pues, en 1914 todos se aventuraron hacia una guerra que juzgaban rápida y corta, con movimientos sagaces que terminaran de forma fulminante con las defensas enemigas y que repitieran los esquemas de ataque ejecutados por genios como Von Moltke y tan recordados entre la intelligentsia militar. Y todos estaban convencidos de que ganarían.
Tenemos cañones y estamos dispuestos a utilizarlos
Lamentablemente, todos estaban equivocados.
Pese a los fugaces y aislados alegatos de pensadores militares como Ian Hamilton, testigo de lo que las ametralladoras rusas habían logrado frente a las cargas de infanterías japonesas en Manchuria, nadie había reparado en algo que definiría la Primera Guerra Mundial tal y como las recordamos: las nuevas armas, más destructivas, más eficientes, iban a permitir perfeccionar las tácticas defensivas, hasta el punto de anular las estatagemas ofensivas del enemigo. Y sin embargo, todos estaban al borde de lanzarse a la ofensiva.
Pensemos en la ametralladora, por ejemplo, la principal novedad técnica introducida en el campo de la artillería ligera en la Primera Guerra Mundial. Se trataba de un arma de fuego aún pesada (las francesas, Hotchkiss, podían alcanzar los 40 kilogramos) pero escueta, que podía ser desplegada con relativa facilidad en primera línea de frente y que era capaz de disparar 500 balas por minutos en un rango de más de 500 metros. Una carga frontal de infantería era su particular patio de recreo: acantonada en un punto oculto y protegido, un barrido podía desmontar cualquier ataque.
Su carácter determinante quedaría refrendado a lo largo de los años de la guerra gracias a las diversas mejoras técnicas introducidas, que reducirían su peso a los 18 kilogramos (las Spandau alemanas, por ejemplo) y que ampliaban su cadencia de disparo a las 700 balas por minuto (en el punto final de la guerra, Estados Unidos había logrado diseñar el celebrado subfusil Thompson, capaz de barrer una trinchera en un santiamén y portado fácilmente por un soldado, aunque nunca entró en combate).
¿Qué podían temer las defensas enemigas ante las ingeniosas y audaces cargas frontales decimonónicas ideadas por los generales rivales? No demasiado. Un puñado de ametralladoras sustituían con mayor eficacia a todo un batallón con un fusil.
Durante años, los soldados fueron enviados al matadero por las tácticas cabezonas de sus superiores, que creían que el frente se rompería redoblando la presión
Sin embargo y pese a las evidentes carnicerías en el frente, protagonistas de batallas tan cruentas como la del Somme, en la que sólo el bando alemán contó con más de medio millón de bajas, la Primera Guerra Mundial asistió a un sorprendente ejercicio de cabezonería por parte de sus élites militares. ¿Por qué? En un principio, por la abrumadora superioridad de la artillería, que pasaba así a conformar la esencia del planteamiento ofensivo. Los proyectiles eran tan potentes y destructivos y se podían lanzar desde posiciones tan alejadas que se creía que el enemigo no podría resistir demasiado.
Y era un planteamiento razonable. Si el enemigo había logrado acantonarse en correosas trincheras gracias a la futilidad de los movimientos ofensivos, excepto durante los primeros compases de la Operación Schlieffen alemana, la estrategia lógica era bombardear sus posiciones hasta que se abriera una brecha.
Aquí fue Alemania el país que mejor entendió la dirección de la guerra. En 1914 había puesto en circulación cañones tan espectaculares como el 15 cm schwere Feldhaubitze 13, una virguería técnica de dos toneladas y media y dos metros y medio de ancho capaz de disparar a más de ocho kilómetros de distancia proyectiles del calibre 150mm. Su producción, de 3.400 unidades, permitió a las fuerzas germanas causar toda clase de tormentos a la infantería enemiga, gracias a su envidiable ángulo (hasta 45º) y a la fuerza explosiva de sus cargas (42 kilos).
Aparatos así, inigualados en los primeros días de la guerra por sus pares ingleses o franceses, ayudaron a Alemania a tantear la posibilidad de tomar París, tal y como hubieran hecho cincuenta años antes para amargo recuerdo del nacionalismo galo. Conscientes de la creciente importancia de la artillería, los franceses pasaron de sus preferidos calibres de 75mm a proyectiles más pesados y poderosos lanzados por unidades como el Canon de 105 mle 1913 Schneider, que podía disparar proyectiles de 105mm a más de 12 kilómetros.
Asentadas las posiciones tras el intenso despliegue inicial alemán, Francia pudo detener las pinzas envolventes enemigas en la Batalla del Marne, salvaguardando París, retomando parte del terreno perdido y estableciendo las líneas de frente básicas que habrían de definir la Primera Guerra Mundial. Y a partir de aquí, comenzó el toma y daca permanente de las artillerías, en juegos de ida y vuelta totalmente improductivos.
Asombrados por la capacidad destructiva de sus cañones, las tácticas a un lado y a otro del frente consistían en la siguiente rutina: durante días, la artillería, empleando herramientas de localización y puntería a varios kilómetros de las trincheras, desplegaban una intensa oleada de decenas de miles proyectiles sobre las cabezas de los soldados enemigos. El objetivo era destruir el novedoso y eficaz alambre de espino y las pequeñas fortalezas casi subterráneas de las trincheras, para que más tarde los batallones de infantería limpiaran y tomaran el terreno.
El resultado era invariable: la artillería descargaba tantos proyectiles que dejaba impracticable el terreno, lo que en los meses de lluvias, tan comunes en el norte de Europa, hacía imposible avanzar de forma efectiva. Pese a lo esperado, las defensas rivales aguantaban, y los soldados enemigos encontraban francas posiciones de disparo para aniquilar y ametrallar a placer las ofensivas, impotentes y enviadas al matadero por sus superiores. Cada carnicería fue mayor que la anterior porque los soldados se lanzaban de forma suicida contra las trincheras rivales.
Las pequeñas ganancias en el frente que pudieran conseguir eventualmente los ataques eran rápidamente neutralizadas ante la imposibilidad de mantener líneas de abastecimiento en un terreno repleto de barro y cráteres lunares. El enemigo sólo tenía que esperar para recuperar sus trincheras convenientemente abastecidas y acantonarse de nuevo. En batallas como el Somme, ya en 1916, centenares de miles de muertes a causa del ciclo artillería-carga suicida resultaban en apenas un puñado de kilómetros ganados. Era frustrante y terrorífico.
Las trincheras: el obstáculo fundamental de la Primera Guerra Mundial
Eran las trincheras la clave de la guerra.
Tras la Batalla del Marne, comenzó la ya célebre carrera hacia el mar, que obligó a alemanes e ingleses recorrer el norte de Flandes en busca del Canal de la Mancha, con objetivo de proteger sus flancos y evitar el rodeo de sus fuerzas. La lógica de la guerra hizo el resto: a la altura de 1915, contaba la leyenda que un soldado podía caminar desde Ostende hasta la frontera Suiza sin que un metro de su cuerpo sobresaliera del suelo. Era la Europa subterránea.
De nuevo, fueron los dirigentes alemanes quienes tuvieron más acierto a la hora de leer la guerra. Como cuenta Paul Fussell en su clásico La Gran Guerra y la memoria moderna sobre los pormenores de la vida en el frente, el alto mando alemán había ordenado construir trincheras espaciosas, higiénicas y cómodas. La mezcla de obsesión por la perfección fabril de Alemania y la rápida asunción de que la guerra, pese a todo lo creído antes de su estallido, sería lenta y muy larga, provocó que los alemanes se desempeñaran a fondo en hacer la vida de sus soldados más fácil.
Y como bien noveló Erich María Remarque en Sin novedad en el frente, Alemania había elaborado un reflexivo sistema de rotación que hacía que un soldado cualquiera no pasara más de dos semanas seguidas en primera línea. Se habían asentado diversos puntos en las líneas de abastecimiento de la trinchera (que no consistía sólo en la primera línea, sino en una profundidad de hasta tres niveles), y tras su periodo en el frente, todos los hombres regresaban a la retaguardia a pasar días descansando y recuperándose, pese a todas las calamidades.
La situación era distinta al otro lado del frente. Los altos mandos franceses e ingleses, personificados en militares tan clásicos, pagados de sí mismos y reacios al cambio como Robert Nivelle, continuaban creyendo que la guerra sería rápida y que duraría poco, por lo que no invirtieron mucho tiempo en acomodar las trincheras y atender las necesidades inmediatas de sus soldados. Así, los ingleses y franceses en el frente estaban más empapados en barro, sufrían de peores condiciones de alojamiento y se las veían y deseaban de forma amarga con las ratas.
Tras las carnicerías de Verdún y el Somme, ofensivas respectivas de Inglaterra y Alemania para conquistar puntos claves de sus rivales, el tempo de la guerra cambió. Como constataría Churchill tras los espurios kilómetros ganados en Bélgica, las victorias costaban tanto que se asemejaban demasiado a las derrotas. Y lo cierto es que mediado el conflicto, Francia, Reino Unido y Alemania se desangraban ante la cruda realidad de una guerra librada al uso antiguo con instrumentos modernos. Si se quería avanzar, había que cambiar, aunque implicara correr mayores riesgos y cismas internos en los altos mandos.
Y qué mejor modo de hacerlo que abrazando la modernidad en su puro esplendor.
El aire: el otro punto de inflexión en la historia de la guerra
Saltar por encima de las trincheras implicaba dos cosas: por un lado, diseñar proyectiles más eficaces que tuvieran un impacto real en el denso entramado defensivo del enemigo. Segundo, apuntar mejor: los misiles dejaban un reguero de cráteres que hacían impracticable el terreno, y la necesidad de alejar a la retaguardia artillera del frente en aras de protegerla de los desmanes de sus colegas enemigos provocaba que la dirección del disparo fuera en ocasiones un ejercicio de demasiada incertidumbre. Para ello, la tecnología moderna ofrecía una solución brillante: los aviones.
La Primera Guerra Mundial representó la puesta de largo de la aviación en el universo bélico. Sí, España y otros países habían utilizado elementos experimentales con anterioridad, como el globo (sus aventuras en la guerra hispano-americana de 1898, tan cercana por aquel entonces, están retratadas de forma muy divertida en La estrategia del desastre de Jaime Pérez-Llorca), pero el avión era toda una novedad (aunque se había probado ya en la Primera Guerra de los Balcanes). El impulso tecnológico permitió pasar de apaños primitivos a resultones biplanos.
Pese a que la leyenda de figuras como el Barón Rojo y los duelos de ases del aire colocan a la aviación en un estadio idílico e imaginario durante aquellos años, su función era más prosaica, por más que, a ras de suelo, la soldadesca disfrutara con fruición de las pequeñas cuitas aéreas entre los avezados pilotos. A los aviones se les pedía que miraran. Que miraran y fotografiaran.
De hecho, gracias a sus labores de investigación al otro lado del frente hoy podemos disfrutar de espectaculares imágenes cenitales de la Primera Guerra Mundial. Los biplanos se dedicaban a sucar el aire con diversos propósitos estratégicos. Por un lado, predecían el movimiento de tropas rivales, herramienta indispensable en una época en la que los ejércitos europeos comenzaban a acostumbrarse a movilizar a centenares de miles de hombres en un puñado de días. Por otro, informaban de la posición de la artillería rival, con visos de atacarla. Y finalmente, señalaban la posición de las trincheras enemigas.
Con toda esa información, bastante completa avanzada la guerra, el alto mando de turno decidía hacia dónde se iban a dirigir los próximos ataques. No significa esto que la aviación quedara limitara a meros trabajos explorativos: tan pronto como en Verdún, en el verano de 1916, la aviación alemana ya había aplicado los primeros escuadrones aéreos de combate, y durante los años subsiguientes no era raro toparse con pilotos ametrallando desde el aire a la infantería enemiga cuando la ocasión lo requería, para espanto de los soldados.
La Primera Guerra Mundial también fue testigo de los primeros intentos de bombardeo de población civil, un elemento tan terrorífico y presente en los conflictos subsiguientes tras la matanza de Gernika. Fueron los alemanes quienes se prodigaron en el asunto, aunque no sobre los ligeros biplanos, incapaces de recorrer largas distancias o de portar bombas pesadas, sino sobre los legendarios zeppelines, enormes bolas de gas que surcaban los aires cual destructor los mares, y cuya impronta visual no se correspondía con su inestabilidad y alta tasa de siniestralidad.
Los generales alemanes, al provenir de la casta militar prusiana que tan poco aprecio prodigaba por las gentes comunes propias y muy especialmente de otras naciones, experimentaron con bombardeos a pequeña escala de núcleos urbanos. Fueron los VI, VII y VIII los primeros zeppelines germanos en lanzar bombas en ciudades belgas, como Lieja o Amberes, causando pocas bajas humanitarias y escasos desperfectos.
Más tarde, aquellos globos gigantes que en muchas ocasiones también ejercieron de exploradores en el frente oriental (en el Báltico), bastante más dinámico de lo que recuerda la memoria colectiva (y abandonado a propósito en este artículo, dado lo inabarcable del largo conflicto), se adentraron en las capitales de los imperios rivales, París y Londres, causando la muerte de hasta 500 personas en la ciudad londinense. Aquel estadio de alarma inusitado en una población que observaba con terror la llegada de las enormes zeppelines causó que Inglaterra se tomara más en serio la cuestión aérea y dotara de independencia jerárquica dentro de su ejército a la RAF.
Las campañas de bombardeos civiles de los zeppelines causaron un enorme malestar en Francia y muy especialmente en Reino Unido, lo que contribuiría al relato culpabilizador y poco dialogante de los vencedores sobre Alemania cuando el bloqueo económico y militar le hiciera firmar la paz con sus enemigos.
Pero, en fin, aquellos zeppelines de corto recorrido no serían más que un exotismo en una guerra librada y determinada por otras fuerzas. La principal, la artillería, a la que la aviación ayudaría enormemente en su radical reformulación de su estrategia de guerra. Pasado 1916 y tras el fracaso sin paliativos de las ofensivas de Verdún y el Somme, donde la artillería se centraba en el bombardeo durante días (o semanas, como el inicial británico frente a los alemanes en el Somme) de las trincheras enemigas, los aliados comprendieron que nada iban a extraer de sus tácticas tradicionales, y que si querían avanzar necesitaban neutralizar a la artillería enemiga.
Sin embargo, y como ya hemos visto, el larguísimo alcance de los nuevos proyectiles impedía visualizar las posiciones enemigas, por lo que en muchas ocasiones disparar más allá de las trincheras se convertía en un inmenso ejercicio de azar.
La artillería tenía que acceder a las posiciones de la artillería enemiga, en aras de neutralizarla. Para ello se valieron de un complejo modelo en el que la punta de lanza era la aviación
Post-1916 Reino Unido en especial introdujo varias novedades que le permitirían hacer daño real a la artillería alemana. Por un lado, mejoró la capacidad explosiva de sus casquetes: si antes eran incapaces de estallar a no ser que se estrellaran directamente contra figuras muy sólidas, como un búnker de hormigón, ahora productos más efectivos como el Number 106 Fuze requerirían tan sólo de un ligero roce con el alambre de espino para saltar por los aires, exprimiendo la efectividad de los ataques artilleros.
Más importante aún, Reino Unido y por extensión Francia dejaron de apuntar hacia las trincheras, conocedores de las brutales sangrías perpetradas por las ametralladoras intactas de los alemanes. El ejercicio de cartografía realizado por los aviadores, indispensable en este punto, y delicados cálculos matemáticos (en los que se mezclaban coordenadas desplegadas por los amigos del aire, avistamientos a ras de suelo y la identificación del humo y de los estallidos de luz obligados en cada disparo enemigo) realizados por los ingenieros de turno permitieron la rápida identificación de la posición artillera enemiga para su posterior destrucción.
Así, y tras la mejora de la cadena comunicativa por la cual se identificaba a un objetivo y se trasladaba la buena nueva al cañón que tenía que disparar, Reino Unido obtuvo una ventaja táctica relevante frente a la tradicional potencia artillera de Alemania. La eficiencia del sistema se completó con innovaciones técnicas que contribuyeron a neutralizar el efecto del viento durante el disparo, mejorando la ergonomía de los casquetes y su trayectoria de vuelo.
En aquel complejo proceso en el que el avistamiento aéreo era el primer paso, Reino Unido llegó al punto de localizar y disparar sobre un objetivo tan pronto como hubiera sido detectado. La situación, durante 1917 y 1918, favoreció enormemente la capacidad militar de los aliados, que luchaban frente a una potencia en progresivo estado de ebullición interna por el bloqueo y las penurias de la población alemana y que, ante lo impracticable del campo de batalla, había desplegado un nuevo elemento revolucionario: el tanque.
Los compases finales de una guerra que ya lo había cambiado todo
De rigor es reconocer que el carro blindado, aquella audaz innovación surgida de la inteligencia británica con el objeto de sobrepasar el bacheado campo de batalla y el insuperable alambre de espino, había hecho su aparición en una fecha tan temprana como el 15 de septiembre de 1916. Sin embargo, por aquel entonces el Mark I era un amasijo de hierros comandado por 8 personas que tenía poca operatividad sobre el terreno. Con sus enormes ruedas de oruga destinadas a navegar sobre el barro, era poco maniobrable y sufría de incesantes averías técnicas.
En cualquier caso, la presencia de auténticos monstruos de hierro en el frente generó severos quebraderos de cabeza para las tropas alemanas, acongojadas ante la visión de las peores pesadillas del sueño industrial. Aquel Mark I y sus sucesivos II y III, tan temibles y terroríficos en lo visual como ligeramente relevantes en lo bélico, espantaban a los hombres enemigos y los intimidaba de puro terror.
No sería hasta los compases finales de 1917 cuando los ingleses comenzarían a dominar su manejo y maestría. Acaso sería el Mark IV el mejor ejemplo de todo ello: con 27 toneladas de peso y un blindaje de hasta 12 milímetros de grosor, el tanque fue utilizado con efectividad en Cambrai gracias a sus seis ametralladoras ligeras ubicadas en los laterales del carruaje, perfectos para acabar en posiciones francas y protegidas con las tropas enemigas.
Las sucesivas evoluciones del Mark (hasta el X) fueron las más avanzadas y audaces de cuantos tanques se emplearon en la guerra, por más que en batallas como las de Ypres resultaran del todo inservibles por culpa de su lentitud (incapaces de perseguir al enemigo en retirada: en el mejor de los casos avanzaba a 6 kilómetros por hora) y por lo surrealista del terreno, donde la bruma, los árboles despojados de sus hojas y los cráteres gigantescos repletos de agua transformaron Bélgica en un escenario de otro universo (para el recuerdo las fotos de la sórdida batalla de Passchendaele).
Franceses y alemanes también introdujeron carros de combate durante este periodo de tiempo, aunque no al nivel de los británicos. Los franceses en particular utilizaron coquetos tanques ligeros como el Renault FT-17, que podían acompañar con sus más modestas ruedas de oruga y su pequeño cockpit acorazado a los soldados en terrenos más pequeños y resbaladizos. Sus primos St Chamond, sin embargo, estaban lejos de la efectividad de los Mark, con orugas muy cortas sobre chasis enormes que les hacían proclives al tropiezo y bloqueo.
Por su parte, los alemanes nunca fueron capaces de emplearlos con éxito en sus diversas iniciativas de ofensiva. Sólo un diseño definitivo entró en combate durante los cuatro largos años de guerra, y fue el aparatoso y extraño A7V, conocido popularmente como el «monstuo«. Pesaba más de 30 toneladas y contaba con un cento de gravedad inusualmente alto, lo que provocaba que fueera inestable, a lo que había de sumar numerosos puntos ciegos desde la cabina, un hándicap importante. Su alta velocidad (15 kilómetros por hora, nada menos) le permitió cierto éxito operativo en Villers-Bretonneux (la primera batalla de tanques de siempre).
Pero en líneas generales, el alto mando alemán no pudo emplearlo con el mismo tino y éxito que el británico, que había reformulado su cadena de mando, dotando de más operatividad y autonomía a los cuadros inferiores, y su forma de entender la guerra, acoplando dirección y estrategia desde aire, artillería, infantería y carros de combate.
Los últimos días y el fin, la victoria de la total integración militar
Fue la recta final de la Primera Guerra Mundial la culminación de la rápida evolución británica y de su inteligente adaptación. Reino Unido debió tomar la iniciativa en el frente ante el exhausto e inoperante ejército francés, cuyas intentonas de carácter clásico, de nuevo elaboradas por generales testarudos como Nivelle, fueron a morir en la ofensiva que lleva su nombre de primavera de 1917, y que los Pimpinella del alto mando alemán tras la defenestración de Falkenhayn, Hindenburg y Ludendorff, repelieron con éxito sobre la Línea Hindenburg.
A finales de 1917 todas las facciones estaban exhaustas: las huelgas asolaban la credibilidad del gobierno de Lloyd George en Reino Unido, las insurrecciones se multiplicaban entre las divisiones francesas (con el consecuente castigo en forma de fusilamiento sumario de los generales), el descontento y el hambre comenzaban a hacer mella en Alemania, la tormenta perfecta de inoperatividad táctica y crisis por la supervivencia política de Austria-Hungría ponían el futuro de la monarquía dual en entredicho, y el colapso generalizado del Imperio Otomano resultaba en acciones desesperadas como el genocidio armenio.
Todos tenían incentivos para terminar la guerra. Pero ninguno sabía cómo.
Una vez más, fue Reino Unido quien sumó de forma efectiva el despliegue de tanques y aviación a las nuevas herramientas artilleras, capacitadas para hacer daño en la retaguardia alemana. Sin embargo, fue la exposición alemana la que terminaría decidiendo el sino de la guerra tras años de conservadurismo, inestabilidad y una terrible mezcla de incapacitación e inoperancia entre los grandes generales.
Finiquitada la Rusia de los zares y cerrado el frente oriental tras la rendición bolchevique, Luddendorf y Hindenburg, más dedicado a la dirección política que a la militar, se toparon en la primavera de 1918 con una cuarentena de divisiones a desplegar en el Frente Occidental. Convencidos de la necesidad de un golpe maestro que hundiera a los aliados tras un año optando por replegarse y motivados por la creciente inestabilidad política interna de Alemania a causa del bloqueo británico, que a estas alturas tornaba en insostenible dada la carestía, ejecutaron con parcial éxito la Operación Michael.
Se trataba de un intento desesperado. La guerra había derivado a un complejo sistema de relación económica-logística que requería de abundantes recursos por parte del estado, tanto materiales como técnicos. En esencia, toda la nación debía hipotecarse al frente. Y Alemania, que había resuelto por fin el dilema del «doble frente», tenía que forzar un final antes de que el poderío material de Estados Unidos hiciera inviable un colapso de las fuerzas aliadas o de que el Imperio Austrohúngaro, del que se sabía tentado de firmar la paz por separado, se hundiera.
Así, y en un ejercicio sorprendente y lanzado a gran escala desde la Línea Hindenburg que buscaba destruir a Francia y forzar la paz por separado con el resuelto y determinado Reino Unido, Alemania avanzó en unos pocos meses lo que jamás se había avanzado durante la Primera Guerra Mundial, llegando hasta las puertas de Amiens, Arrás o Lens sin llegar nunca a tomarlas. Aquel bloqueo, aquella incapacidad física de llegar más allá, tambaleó los cimientos de las defensas aliadas, pero no su determinación de resistencia unificada ni sus cimientos estratégicos, apuntalados por los inmensos recursos de Estados Unidos.
Tocados pero aún vivos, Reino Unido, Estados Unidos y Francia contraatacaron durante el verano de 1918. Alemania no había logrado provocar el hundimiento de sus enemigos, y tras la ofensiva suicida, que expuso de forma letal sus debilidades logísticas y de abastecimiento, se hundió paso a paso, incapaz de sostenerse sobre sí misma. Los meses que llevaron del verano al otoño fueron un sálvese quien pueda generalizado entre la tropa germana y un delirante rechazo al fracaso por parte de Luddendorf y Hindenburg, quienes sólo accedieron al armisticio cuando la revolución bolchevique y el caos asolaban Baviera y Berlín.
El fin de la Primera Guerra Mundial había llegado.
Sobre la situación pre-revolucionaria de aquella Europa a las puertas de la década de los ’20 se ocupa ya otra historia. Alemania y sus aliados se habían hundido en lo político y en lo militar, arrastrados por su desesperación, y la Primera Guerra Mundial había acabado con las tres grandes familias que habían reinado sobre los pueblos de Europa central y del este durante siglos: los Hohenzollern, los Romanov y los Habsburgo. El sistema dinástico, el Ancien Régime, se había desmoronado en cuatro años que habrían de redibujar el continente para siempre.
Fue una revolución.
Aquella guerra también fue el inicio de la modernidad, del siglo corto de Hobsbawn, y también el principio del fin del arte guerrero clásico. La Primera Guerra Mundial supuso la primera piedra en el camino de la guerra librada por naciones al completo y de la subordinación del orden económico del estado al esfuerzo bélico. También de los primeros ataques contra la población civil, de la propaganda como motor del nacionalismo guerrero, de dos innovaciones que marcarían el futuro de la guerra para siempre (la aviación y los carros de combate), y de la reordenación definitiva de la estructura socio-económica del mundo.
Fue una guerra baldía donde la victoria siempre se vio acompañada de la amargura y donde la derrota se sazonó con rencor, fermentando en los totalitarismos y en la escalada política hacia la violencia racial, destructiva e incomparable de la Segunda Guerra Mundial. Fue, en definitiva, el evento más transformador de la historia reciente del ser humano, un punto de no retorno que a su término había costado más de 18 millones de víctimas humanas y que había industrializado el terror para siempre.
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La noticia
Del caballo al tanque, del globo al avión: así fue como la Primera Fuerra Mundial revolucionó el arte de matar para siempre
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Andrés P. Mohorte
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